29 de octubre de 2011

Una Historia Incompleta

Vencido por el infranqueable designio del destino, el joven Salvador es ahora consciente de que estos minutos probablemente sean los últimos. Su triste suerte no altera la serenidad que, desafiante, clava en los ojos del guarda que porta su nombre escrito en plomo. A diferencia de sus compañeros de viaje, el joven no siente miedo, ni pena, ni tan siquiera odio. Nada es capaz de sentir, su corazón se fue secando a la espera.

Atisbando el espectro del penal, recuerda a Miguel, su querido profesor, y hasta ayer camarada. La pasada medianoche yacía sentado en el mismo lugar que ahora lo hace Salvador, camino de la tierra que da cobijo a sus huesos. Al bajar de la camioneta, el maestro se retorció horrorizado pensando en que había arrastrado a su alumno predilecto a un cruel final, muy alejado de los pregones de libertad e igualdad con los que le había seducido en tiempos pasados. En el último resuello, se preguntaba si la carta que había escrito llegaría a las manos de su destinatario, si conseguiría asimilar a tiempo todo lo que hasta ahora le había ocultado. Ahora, muerto, aguarda respuesta en una solitaria fosa el desgraciado reencuentro.

La densa niebla y la negra oscuridad ocultan la camioneta de los hombres privados, ahogando sus pensamientos, despedazando sus historias, todavía incompletas. Salvador ignora que una de las piezas que le faltan para completar la suya, la pieza más importante, está custodiada por el guarda al que firmemente sostiene la mirada. El frío sacude todos sus huesos y el latido de su pecho se apaga a la espera. Mientras tanto, las robustas manos del guarda acarician la carta de Miguel mientras debate la posibilidad de dársela al joven antes del fusilamiento.

El traqueteo del motor se detiene en un páramo que apesta a sangre derramada y a sed de venganza. Empujados por una retahíla de soldados armados, uno a uno los hombres marcados van bajando del viaje final. Todos menos uno. El cuerpo de Salvador yace apoyado en la barreta del habitáculo. Su cabeza se inclina hacia delante, apuntando al suelo con los ojos entornados y la boca entreabierta. Su corazón dejó de esperar, no conocerá el plomo que lleva su nombre. Rápidamente el guarda se adelanta y sube a zarandearlo, sin recibir respuesta alguna. La mano que acariciaba el papel le arde tan intensamente como el miedo de privarle de su lectura, el temor de que la espera del joven se haya agotado.

Acto seguido, dos soldados portan el delgado y maltrecho cuerpo de Salvador, siguiendo el asustado deambular del guarda. Con la débil luz de un candil busca la zanja donde reposa quien antes de morir le dio el escrito que ahora le quema en el bolsillo. Al llegar al lugar, la mano abrasadora del guarda se desliza sobre el pecho helado de Salvador, dejando la carta cerca de su corazón. Súbitamente, los ojos de Salvador se abren de nuevo brillantes por un instante, penetrando por última vez en la mirada del guarda. De un seco empujón el cuerpo del alumno se posa encima del profesor, de su camarada, mientras el barro sepulta por siempre el agujero del amargo reencuentro, dejando para el olvido una historia por completar.

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