“La superficialidad no es una ilusión que
aspira
a ser verdad. La superficialidad es una mentira
que
a la luz de la verdad se convierte en una cuchilla”.
Anónimo Pensador
Comienza
una semana como comienzan todas para Ana. Despierta envuelta en su delicado pijama
de lino rosa y enciende su teléfono. Una sucesión de avisos y mensajes
enloquece al aparato, iluminando el rostro liso de la joven. Contesta con una ráfaga
veloz de clicks a las notificaciones procedentes
de las redes sociales y con una aleatoria elección de emoticonos a los mensajes
personales salvo a los de Ramón, al que, generosa, le dedica dos de ellos. En
su fuero interno, Ana se siente satisfecha y sonríe.
Se encierra en el aseo durante una hora para someterse a una
ducha, sesiones de cremas, alisado de pelo, maquillaje y perfume. Entre tanto,
se ha enfundado en un vestido verde ajustado que le realza la silueta y deja
entrever sus pechos. Se fotografía mirando el espejo desde un ángulo
previamente estudiado. Cuelga la instantánea a la red acompañada de un mensaje
que reza “A por la semana con energía y alegría”.
Mientras devora una deliciosa tostada integral de queso de untar light y pavo bajo en sal, el teléfono móvil
de Ana vibra sin cesar. Al otro lado de las vibraciones se agolpa un tumulto de
conocidos desconocidos que sueñan con acostarse con ella, amigas que bendicen
la apasionante vida de Ana y enemigas que se mueren de envidia por ser ella.
Aunque es el día en que comienza las prácticas en el colegio,
por fuera no parece nerviosa ni asustada. En el autobús y en la calle, Ana
esquiva con disimulo las miradas de jóvenes rebosantes de hormonas, adultos que
no se esfuerzan por evitar el choque con ella, viejos verdes y otras personas
de moral recatada. A pesar de estar acostumbrada, a Ana le divierte el juego de
esquivar miradas.
Al llegar al colegio estrena una preciosa bata de colores y
se fotografía a sí misma en la puerta señalando el nombre de su centro
educativo. Junto con el texto “Mi primer
día de prácticas en el cole. Qué nervios…”, sube la foto a sus redes. En pocos
instantes, el aparato se ve inmerso en una danza de temblores que repite de
forma periódica. El profesor Rubiales, su tutor, le sugiere que los primeros
días se coloque a un lado de él y observe su trabajo en silencio. Después, la
examina de arriba a abajo y busca entre la bata el insinuante escote. Ana hace
un amago de abrocharse el último botón de la bata, aunque no le disgusta la
idea de que el profesor la mire.
Aprovecha la situación que su tutor le ha brindado de ser
invisible para aligerar sus preocupaciones. “Hoy no creo que pueda quedar, amor. Tengo mucho trabajo. Tq”,
escribe a Ramón. Al salir de clase, toma café con Susana. El monólogo en
primera persona de Ana sólo se interrumpe cuando atiende a las injerencias del
aparato. Destripa los intríngulis de la pasada fiesta en la discoteca, donde
como de costumbre fue la reina y en la que Mario se le insinuó con descaro. Disimula
que le encanta que el mejor amigo de Ramón se derrita por ella. Acto seguido, incide
en la dureza de madrugar y en el oficio de maestra; enumera las últimas prendas
que ha sumado a su colección; y atiza a los comportamientos de su amiga Paula.
Susana intenta replicar, pero es acallada por el ímpetu y fuerza de la
verborrea de su mejor amiga. Al fin y al cabo, se trata de Ana. Más tarde, Ana
queda a tomar otro café, esta vez con Paula, y repite punto por punto la escena
anterior, tomando a Susana como el centro de sus críticas.
Tras pasar por el gimnasio, con su respectiva fotografía y
la repercusión de las redes, llega a casa a mesa puesta. Ana relata a sus
padres lo agotador que ha sido el día y sus peripecias con los niños, los
cuales, confiesa, le han robado el corazón y ella también a ellos. La pareja se
muestra muy orgullosa de su hija. Ana es feliz en sus adentros y sonríe.
Con un montón de apuntes sobre la mesa como espectador,
invierte cerca de dos horas en contestar todos los mensajes y en aplacar la
insistencia de Ramón por verse. “Yo
también quiero estar contigo, amor”, le escribe. Se quita la parte de
arriba del pijama de lino y le envía una foto en sujetador. Después, toma el
libro Y, firmado por el talentoso y adalid
de la cultura del esfuerzo Misto de El Ejido. Lo lee durante cinco minutos y se
maravilla con el fragmento “Tampoco creo
en el esfuerzo. He visto a demasiada gente que se esforzaba toda su vida y no
lo conseguía y sin embargo otros, sin dar un palo al agua, les salía todo bien.
Pero sí en aquello que algunos llaman suerte, que para mí no es más que una
combinación de talento, perseverancia y oportunidad". Ana difunde la
incuestionable cita en sus redes, mientras en su fuero interno se vanagloria
por la inyección de cultura recibida. Le gustaría leer más, piensa, pero no
tiene tiempo para nada más.
En el segundo día de la semana, Ana se levanta y enciende el
teléfono. Se encierra en el baño durante una hora y al cabo de la misma dispara
una foto. Inusualmente, el ritual de belleza no ha sido interrumpido por
notificaciones y mensajes. Ana se impacienta, mira el móvil y no entiende por
qué no le llegan comentarios sobre sus fotos y sus interesantes aportaciones
culturales. La raya de los ojos se le corre, el rojo intenso patina sobre sus
labios, el alisador le abrasa parte del pelo. Aun así, saca una radiante
sonrisa para, desde el ángulo estudiado, fotografiarse de espaldas remarcando
la espectacularidad de su figura.
Sin embargo, cuando se dispone a colgar la foto, el programa
le responde con un error de conexión. Tampoco le funciona el uso de datos. Ana
se pone más nerviosa y despierta a su padre para que la arregle. No hay manera
de repararlo y la hija le pide a su padre que llame al servicio técnico, pero
éste no está operativo tan temprano. Él le ruega que se calme y entre sollozos ella
le suplica una solución. Finalmente, el hombre le promete que si no consiguen
arreglarlo, le comparará un nuevo teléfono. En su fuero interno, la tostada
integral con queso de untar light y
pavo bajo en sal sabe a ceniza.
Ana llega veloz al colegio y se mete en la sala de profesores
para conectarse a internet. Para su fortuna, la repercusión de su cita
literaria es altísima. Entre centenares de mensajes, Ramón le ha pedido quedar
esta tarde, pero Ana le contesta que tiene mucho trabajo –además de tomar la vital
elección de comprar un buen teléfono–. El profesor Rubiales la sorprende. En un
rápido movimiento de manos, Ana desconecta todo el entramado social, pero en el
profesor no se aprecia un ápice de recriminación. Mientras abandona la sala, el
tutor aprovecha para fijarse en sus nalgas prietas. En el interior de Ana, la
tensión y la furia han amainado.
Con nuevo teléfono, continúa el trascurso habitual de la
vida de Ana: notificaciones, fotografías, comentarios, alabanzas, envidias, aprobaciones
y mensajes. Sobre todo los de Ramón, que le confiesa que no puede esperarla
más, que la desea y necesita verla. Antes de ponerse el pijama, para
consolarlo, Ana le envía una foto desnuda de cintura para arriba, prometiéndole
que se verán mañana. Él se consuela frotándose con la imagen y le contesta aliviado.
En su fuero interno, Ana vuelve a ser feliz. Todo ha quedado en un susto. En el
éxtasis de la euforia, Ramón le envía la foto de Ana a su mejor amigo, Mario,
para que se muera de envidia.
En el tercer día de la semana, Ana se levanta y enciende el
teléfono. No hay mensajes, no hay notificaciones, no hay nada. No hay conexión.
Levanta a su padre fuera de sí y le exige que de una vez por todas solucione el
sinvivir. Se retira al baño dando un portazo y allí descubre que una serie de
erupciones rojizas con centro negro cubren su cuerpo y, especialmente, su cara.
Ana grita aterrorizada, llora y sus padres acuden a socorrerla. Aunque la miran
con cierta repulsión, prueban a sofocar los alaridos y sollozos que amenazan
con despertar a todo el vecindario. Ana se mete en la cama y le pide a su madre
que llame al colegio para decir que está enferma y que le encuentre un remedio
urgente. No quiere ir al médico por si algún conocido la viera. Inventa una
excusa para cancelar la cita con Ramón, pero éste se impacienta todavía más. Él
quedará con Paula, la amiga de Ana, a la que siempre le ha tenido ganas.
Ana se pasa todo el día bajo las sábanas, desesperada,
esperando a que su madre regrese con el remedio divino. Finalmente, vuelve con
un potingue especial e infalible. Extiende por todo su cuerpo la solución
divina en busca de un alivio que en primera instancia escuece y arde. Tampoco
tiene conexión. El nuevo teléfono móvil que le ha traído su padre no se conecta
y los técnicos no han sabido arreglar el router.
Al ver su libro Y apoyado encima de
su mesita de noche, descarga su rabia estampándolo contra el suelo. En su fuero
interno, Ana intenta dormir enojada, ajena a que, mientras tanto, Ramón
comparte cama con su buena amiga Paula.
En el cuarto día de la semana, Ana se levanta, enciende el
teléfono y se encierra en el baño. Por suerte los granos han remitido, pero su
piel parece un tanto erosionada y caen pequeños retales irregulares. Su cara
repele el maquillaje, el alisador se revela arrancándole el pelo y sus labios y
ojos rechazan el color de las pinturas. Escoge un vestido largo e intenta que lo
que le queda de pelo tape un poco su cara. Sigue sin conexión, en aislamiento, sin
la continua aprobación de sus contactos. No es nadie, Ana es un ser invisible.
No la observan en la calle, ni en el autobús, sólo algún que otro osado o
despistado. En el colegio busca el ordenador de la sala de profesores, pero allí
se celebra un claustro. El profesor Rubiales la ignora. Ana no habla, no
sonríe. ¿Dónde está Ana? Quiere, desea, tiene que conectarse y saber que
existe, que multitud de chicos quieren acostarse con ella, que sus amigas se
alegran de leer los apasionantes pasajes de su vida, que sus enemigas se
derriten de envidia por ser ella. Pero no puede. Ana no existe.
Al llegar a casa, da cuenta de cómo la piel se desprende de
su cuerpo incesantemente en retales. Se mira en el espejo y a duras penas puede
reconocerse. Llora, grita, rompe el espejo y los cristales atraviesan sus
carnes. Sin dar motivos, Ramón la llama para anunciarle que la deja. Ana llama
a Paula para quedar, pero esta no contesta. Después llama a Susana y esta le cuenta
que está circulando una foto de Ana desnuda de cintura para arriba, que todo el
mundo la tiene. Ana le suplica quedar urgentemente, pero Susana alega que tiene
cosas que hacer. Ana se deshace por fuera. Ana está rota por dentro.
En el quinto día de la semana, todos los perfiles en redes
sociales de Ana han sido eliminados. No hay clases. No hay discoteca. No está
Ramón, ni sus amigas, ni enemigas. No hay preocupaciones, aprobaciones, halagos,
ni envidias. No hay Ana, ni a este lado de la realidad ni tampoco al otro.
Hacia fuera, Ana es invisible. En su fuero interno, Ana ya no existe.
Relato presentado al Concurso de Verano Kafkiano de Ábrete Libro
Muy buen relato!!!
ResponderEliminarMe alegra mucho que te haga gustado, Zandro. Un placer!
EliminarY así un montón de niñatas... Fantástico relato, moraleja incluida. Por cierto, yo también estuve en ábrete libro...
ResponderEliminarDe niñatas y de niñatos!
EliminarGracias por tu lectura, Ana. No sé si habrá moraleja o no, eso es tarea de cada uno. Ábrete libro es un gran lugar para aprender, no sé si coincidiríamos, hay mucha gente.
Saludos y mil gracias!
Maravilloso cuento, reflejo de la realidad de millones de personas de hoy día, personas que son mas avatares que personas.
ResponderEliminarAplausos.
@CoraznAtrevido
Así es. Este cuento es una realidad demasiado cotidiana que atrapa a demasiados jóvenes... Creemos que vivimos más y mejor, cuando lo único que hemos hecho es resituarnos en la capa más superficial.
EliminarMil gracias por leer y comentar!
Muy bueno
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Carmen. Un placer que te hayas pasado por aquí!
EliminarMil gracias. Un placer!
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