17 de octubre de 2018

Las Agujas De Prisa


Sentía cómo se le escurría el tiempo entre los dedos. Cerraba las manos con ahínco para atrapar todos los segundos, pero se le derramaban ríos de minutos que desembocaban en mares de horas.

Lo que más detestaba Enrique Prisa era que su tiempo no fuera productivo. Cuando se tumbaba a descansar en el sofá, las tardes de domingo o fiestas de guardar, le atacaban los remordimientos por no estar corriendo una maratón o plantando abetos en medio del desierto. Se lamentaba también al ver una serie sobre bomberos alienígenas mientras podría estar releyendo un clásico de Dostoievski. Si iba a la playa, se quejaba amargamente de no estar haciendo nada útil y se dedicaba a construir mezquitas de arena recreando con precisión sus respectivos arcos, bóvedas y minaretes.

Por una cuestión de principios, Enrique Prisa nunca cocinaba, le resultaba más eficiente pedir comida a domicilio. Siempre escogía la misma pizza en el mismo restaurante para ahorrar tiempo en pensar y llamar. Después devoraba el manjar frente a la pantalla del ordenador, disfrutando de una ópera de Chaikovski o de una obra de Shakespeare. Jamás había considerado ver dichos espectáculos en el teatro, pues no estaba dispuesto a perder un minuto esperando el autobús, comprando las entradas o aplaudiendo hasta que el resto de la audiencia se diera por satisfecha.
Sólo si era estrictamente necesario, Enrique Prisa tomaba el transporte público y aprovechaba los trayectos para repasar la contabilidad de su hogar unipersonal y estudiar sus múltiples inversiones. Cuando se desplazaba al trabajo en coche estudiaba idiomas utilizando una colección de casetes. Después de haber acabado los cursos de inglés, sueco, euskera, polaco y catalán de Puigcerdà, se había decantado por aprender nepalí, ya que le resultaría útil si algún día decidía escalar el Everest.
Había enterrado la posibilidad de ampliar su estructura unipersonal con una pareja o una mascota, ya que pensaba que podrían llegar a convertirse en ocupaciones que a la larga le restarían independencia y sobre todo su amado tiempo, su único compañero. Poco a poco había aminorado el contacto con su familia hasta reducirlo a visitas en Navidad, funerales y su fiesta de aniversario cuando ésta caía en año bisiesto, en la que se dejaba ver el rato suficiente para recibir las felicitaciones y apagar las velas. Se había hecho la firme promesa de que nunca acudiría a ninguna boda, bautizos o comuniones, aunque tampoco se había visto en la situación de recibir ninguna invitación.
Aun así, Enrique Prisa se decía para sus adentros que podría hacer mucho más, que tenía demasiados proyectos en liza que requerían su atención. ¿Dónde estaba su trilogía sobre la invasión de los tartessos a El Turuñuelo, provincia de Badajoz? ¿Por qué no había aprendido todavía a hacer ganchillo tunecino? Según sus cálculos se estaba retrasando varios meses a la hora de terminar su decimocuarta diplomatura universitaria. El árbol genealógico de la familia Prisa, que él mismo había construido, todavía se remontaba a unas ridículas diez generaciones. Decididamente tenía que hacer más, se repetía, ¿pero cómo hacerlo sin doblar las manecillas del reloj?
Abrumado por la falta de tiempo, en medio de la madrugada, se detuvo a observar la imponente colección de relojes que colgaba de las paredes de su casa. Los había con brillantes péndulos y con cucos tallados en madera. Algunos tenían grabadas las horas en estridentes números romanos y otros adolecían de cualquier símbolo. Los tic tac conformaban una orquesta precisa que atravesaba el silencio y martilleaba la mente de Enrique Prisa. Las agujas se clavaban en su pecho y estaban a punto de dejarle sin respiración.


En un alarde de lucidez, creyó saber cómo zafarse de las redes del tiempo. Había urdido un plan maestro, una estratagema para asestar un golpe definitivo en pos de la más absoluta eficiencia y productividad: no dormiría nunca más.

Al día de su entierro, no apareció ninguna persona a despedirse de Enrique Prisa. Tan sólo el tiempo acudió a su encuentro, al que en algún momento de insensatez pensó haber derrotado, y ahora éste lo observaba insignificante dentro de su féretro. No había nadie que recordara sus contribuciones, ni sus hitos, ni tan siquiera si existió aquel hombre preso de las manecillas del reloj. Es más, creo que ya le hemos dedicado mucho más tiempo del que merece Enrique Prisa.

Gracias a la gente del Taller Escríbeme Mucho por la inspiración.

4 comentarios:

  1. Dios se le olvidó vivir la vida y disfrutarla se le olvidó que el tiempo es corto tic tac tic tac

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    1. Estaba demasiado centrado en su empeño, pero se quedó en un parecía que sí.
      Gracias por leer y comentar. Saludos!

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  2. Me da pena, hay mucha gente que quiere hacer algo y no sabe por dónde empezar. ¿Mucha gente he dicho? Mas, muchas mas.
    Saludos.

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    1. Quizá tengamos demasiadas metas, quizá estemos bajo demasiado estímulos que nos apremian en hacer y hacer sin un sentido claro, quizá hayamos iniciado una competición contra no se sabe muy bien qué. Es difícil saber entre tanta niebla.

      Mil gracias por leer y comentar.

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