3 de septiembre de 2019

Así En El Cielo


Os presento un nuevo relato 'Así En El Cielo', relato incluido para el especial Fin Del Mundo del boletín literario valenciano Papenfuss. En dicho especial se recoge un espectacular plantel de escritores que han escrito unos relatos impresionantes. Pinchando este enlace podéis acceder a la versión digital del número especial. También podéis leerlo en las siguientes lineas...

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Aquella mañana amanecí maldiciendo al móvil por no haberme despertado a la hora que él y yo habíamos acordado. Eran cerca de las diez y debía estar exponiendo una serie de datos que había maquinado la noche anterior ante nuestro principal cliente. El cliente en cuestión estaba representado por un señor que pasaba la cincuentena, con aspecto de santurrón, el cual poseía una barriga hipnótica que escapaba de los límites que le marcaba su camisa de raya diplomática. Durante una hora cada dos semanas, le presentaba una retahíla de resultados y gráficas que ni yo mismo entendía, tratándole de convencer de que los beneficios de su negocio crecerían con nuestra ayuda y de que continuara apoquinando y confiando en nuestra seria y reputada empresa. Él solía asentir sonriente y, una vez satisfecho, me invitaba a atiborrarnos de platos de jamón y rebujitos en un local colmado de imágenes de vírgenes y hombres crucificados, hasta que éste caía noqueado. Cariñosamente, le llamábamos el Cerdito Piadoso.

Aliviado, comprobé que no tenía ninguna llamada del Cerdito ni de mis superiores. Probé a llamar al despacho, mientras mi cerebro inventaba alguna excusa creíble como la de estar en un atasco de patinetes eléctricos o haber sido secuestrado por un clan de chimpancés mutantes. Sin embargo, extrañamente, mi móvil carecía de señal y conexión. Entonces me vestí a la desesperada y salí a la calle a tomar un taxi.
Allí encontré un panorama devastador. En la avenida se amontonaban coches detenidos en mitad de la calzada, las tiendas estaban cerradas y riadas de personas caminaban en dirección oeste, donde se situaba la plaza principal de la ciudad. Entre excitados murmullos y algún que otro grito espontáneo, distinguí una melodía que evocaba al día de mi primera comunión.
–¿Qué está pasando? ¿A dónde va toda esta gente? –pregunté a la primera persona que encontré.
–Ha llegado el día, –respondió tomando aire– los pecadores van a ir al infierno y el Reino de Dios quedará proclamado.

Habían pasado cerca de treinta años desde mi último contacto con la religión, por tanto no conseguí descifrar que podrían significar las palabras de aquel desconocido. En cualquier caso, no preveía nada halagüeño para mí. Conforme me acercaba a la plaza, un fuerte olor a incienso se apoderó del ambiente y un sonido de trompetas estridentes entremezclado con cánticos angelicales y los versos del Padre Nuestro se hacía ensordecedor.
En la plaza había plantada una imponente cruz de madera de varios centenares de metros. Pantallas gigantes informaban que en breves instantes comenzaría el juicio final. Multitud de curas, obispos y otras autoridades eclesiásticas trataban de organizar a las marabuntas de fieles y apaciguar algunas reyertas entre cristianos y grupos de ateos, musulmanes, budistas, hare krishnas, brujas, masones y veganos. En el centro de la plaza se había levantado un recinto vallado, cuyo tamaño parecía infinito y una luz cegadora se avistaba en el horizonte, al que se accedía por una serie de portones de oro reluciente.
Entre el tumulto, encontré a mi madre ataviada con mantilla, escapulario con la imagen de la Virgen de los Dolores y una vela encendida. Ella siempre había sido una mujer de fuerte vocación y me había intentado reconducir hacia el rebaño, del cual yo me había escapado, renegado y mofado hasta la saciedad. Divertida, mi madre me contó que la gente como yo nos pudriríamos en la Tierra, deambulando entregados al pecado y a la muerte. Se despidió fríamente con un beso y desapareció camino a la salvación.
También me encontré al Cerdito Piadoso, quien ansioso aguardaba su turno y del cual no tenía ninguna duda que bien cara había pagado su entrada al Reino de Dios. Por suerte para él, los accesos que habían construido eran lo suficientemente anchos. Mientras tanto, en las pantallas se proyectaban las bondades del futuro reino y se advertía sobre lo penoso que sería la eternidad para los pecadores e infieles. También se emitían anuncios protagonizados por el mismísimo Jesucristo promocionando campos de Golf en los jardines del Cielo o viviendas de lujo en un complejo residencial en primera línea del Edén.
Un dato llamó poderosamente mi atención: en el Cielo habría WiFi y en la tierra se había procedido a su desconexión. No podía resignarme a vivir toda la vida sin esos desternillantes vídeos de gatitos que colmaban las redes sociales o a seguir el podcast de un leñador ruso que enseñaba a talar bosques a través de la meditación. Por tanto, decidí urdir una estrategia a la desesperada. Me enfundé un hábito que encontré en el suelo de tonalidad marrón y con el papel de periódico que recogí de los contenedores me construí una figura que con imaginación podía pasar por una cruz. Superada la cola, en la oficina de acceso, me atendió una criatura que tenía aspecto de ángel.
–¿Quién es usted? ¿Me presta su acceso celestial? –me inquirió cortantemente.
–Eh... ¿No me reconoces? –contesté sin pensar–. Soy ese –añadí señalando un cuadro en el que se podía ver un monje envejecido, con el pelo mal cortado y una aureola sobre la cabeza.
–¿San Francisco? –gritó sorprendido el ángel– ¿Es usted el mismo San Francisco de Asís?
–Así, así mismo. La luz de la aureola se ha apagado porque me he quedado sin pilas.
–Perfecto, puede pasar. Recuerde que tiene usted acceso a la sala VIP, agua con gas y canapés de queso y panceta.

Y de esta forma fue cómo sobreviví al fin del mundo e ingresé en el Cielo. Aunque he de decir que en el Cielo no es oro todo lo que reluce: el jamón es de recebo, el vino peleón e Internet funciona a una velocidad pésima. Por no mentar que tengo que aguantar las reuniones con el Cerdito Piadoso, quien había abierto un tablao flamenco; las reprimendas por no ir a misa de mi madre; y las borracheras e insolencias de Jesucristo. Pero eso ya es otra historia.

FIN

3 comentarios:

  1. Muy jocosa esa estadía en el cielo, de infarto para unos diría yo,jajjajaja. Pero, cuando se trata de sobrevivir hasta en el cielo hay que mentir y de una u otra forma recibiendo su castigo aguantando las reuniones con el cerdito piadoso,los sermones de la madre y bueno ese Jesucristo un poco fuera de lugar. Saludos desde Venezuela y que Dios os perdone sus pecados literarios, jajajjaj.

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    1. Muchísimas gracias por la lectura y su comentario.
      La supervivencia ante todo y más en el fin del mundo, aunque no sé si el hecho de pasar a la vida eterna es siempre la mejor decisión. Sólo tenemos una decisión, nos perdemos las otras posibles.

      Esperemos que Dios me perdone... O no, él sabrá, que para aguantar todos estos años o bien es muy listo o bien se rodea muy bien.

      Saludos!!

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  2. Hola,
    ¡Qué bueno! Me he reído mucho sobre todo porque hace falta la risa en este mundo de tantos sucesos y de sucesos está muy bien logrado.

    Lo del vino peleón y el cerdito me ha matao' no podía parar de reír.

    Observo, buena estructura, y un texto muy enriquecido además de muy buenos recursos.

    Muy ameno y con ganas de leer más.
    Saludos!!

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