Se
agotaba mi tiempo. Estaba cerca de alcanzar el punto crítico, de perder el
último tren, de convertirme en el novio plantado frente al altar o la mujer a
la que se le pasa el arroz. Tenía veintisiete años y acababa de darme de bruces
con una realidad devastadora: mi existencia no había brindado ni una mísera
contribución destacable a la humanidad. Es más, se podría afirmar que mi
persona era totalmente prescindible, fruto de esa extraña convención de dejar
vivir sin pedir nada a cambio.
Es de todos conocida la creencia popular de que los grandes
mueren a los veintisiete años: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt
Cobain o Amy Winehouse. Aunque su genio y espíritu revolucionario es
indiscutible, la muerte prematura aumentó el brillo de su legado hasta
catapultarlo al estatus de mito. Mi humilde objetivo de vida siempre había sido
que mi recuerdo permaneciera entre ellos. Ni por encima, ni por debajo, a su
altura.
Tras conseguir las sustancias que me darían una muerte
tortuosa y a la vez memorable, comencé a repasar mi biografía para confeccionar
mi candidatura. El hito más relevante que encontré era un dibujo que había
hecho en mi más tierna infancia, galardonado por una empresa de venta de
enciclopedias que regalaba videoconsolas de dudosa calidad. A pesar de que mi
lienzo era enternecedor –un oso tratando de comerse a un león con cuchillo y
tenedor–, quizá no pudiera ser considerado un mérito suficiente como para
transgredir a un nivel respetable.
Tras esta primera decepción, no me desanimé y decidí
recurrir a la sabiduría de mi progenitor. Mi lucha y repentina ambición le conmovieron,
pero me sugirió que quizá fuera mejor idea asentar la cabeza, terminar el bachillerato,
irme de casa, encontrar un trabajo y empezar a devolverle la fortuna que le
había ido robando a lo largo de los años. Amablemente, me pidió que me cambiara
de apellido para que nadie pudiese relacionarle conmigo y que no le volviera
jamás a molestar con tamañas estupideces. Los consejos de mis dos exmujeres, tres
hijos reconocidos, abogado, psiquiatra, excompañeros de prisión, párroco y
camello de confianza tampoco pudieron mitigar el fracaso inesperado de mi empresa.
Sin embargo, sumido en la más absoluta y desgarradora
desesperación, una noche me invadió la clarividencia como por arte de magia. A
partir de ese mismo momento, ya no tendría veintisiete años, volvería a los
veintiséis. Lo anunciaría a bombo y platillo, iría al registro a solicitar el
cambio de edad, daría una fiesta de pierdeaños
y me comportaría como un joven alocado que tiene toda la vida por delante para
triunfar y ser eternamente recordado. De esta forma, disponía de más de un año
para ingresar de manera triunfal en el Club de los 27. De hecho, era tanto el
tiempo que lo primero que hice fue echarme una larga siesta. Ya vendría a
buscarme la inspiración genuina que me lanzaría al estrellato y a la muerte.
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