28 de enero de 2018

El Club de los 27


Se agotaba mi tiempo. Estaba cerca de alcanzar el punto crítico, de perder el último tren, de convertirme en el novio plantado frente al altar o la mujer a la que se le pasa el arroz. Tenía veintisiete años y acababa de darme de bruces con una realidad devastadora: mi existencia no había brindado ni una mísera contribución destacable a la humanidad. Es más, se podría afirmar que mi persona era totalmente prescindible, fruto de esa extraña convención de dejar vivir sin pedir nada a cambio.

Es de todos conocida la creencia popular de que los grandes mueren a los veintisiete años: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain o Amy Winehouse. Aunque su genio y espíritu revolucionario es indiscutible, la muerte prematura aumentó el brillo de su legado hasta catapultarlo al estatus de mito. Mi humilde objetivo de vida siempre había sido que mi recuerdo permaneciera entre ellos. Ni por encima, ni por debajo, a su altura.



Tras conseguir las sustancias que me darían una muerte tortuosa y a la vez memorable, comencé a repasar mi biografía para confeccionar mi candidatura. El hito más relevante que encontré era un dibujo que había hecho en mi más tierna infancia, galardonado por una empresa de venta de enciclopedias que regalaba videoconsolas de dudosa calidad. A pesar de que mi lienzo era enternecedor –un oso tratando de comerse a un león con cuchillo y tenedor–, quizá no pudiera ser considerado un mérito suficiente como para transgredir a un nivel respetable.
Tras esta primera decepción, no me desanimé y decidí recurrir a la sabiduría de mi progenitor. Mi lucha y repentina ambición le conmovieron, pero me sugirió que quizá fuera mejor idea asentar la cabeza, terminar el bachillerato, irme de casa, encontrar un trabajo y empezar a devolverle la fortuna que le había ido robando a lo largo de los años. Amablemente, me pidió que me cambiara de apellido para que nadie pudiese relacionarle conmigo y que no le volviera jamás a molestar con tamañas estupideces. Los consejos de mis dos exmujeres, tres hijos reconocidos, abogado, psiquiatra, excompañeros de prisión, párroco y camello de confianza tampoco pudieron mitigar el fracaso inesperado de mi empresa.

Sin embargo, sumido en la más absoluta y desgarradora desesperación, una noche me invadió la clarividencia como por arte de magia. A partir de ese mismo momento, ya no tendría veintisiete años, volvería a los veintiséis. Lo anunciaría a bombo y platillo, iría al registro a solicitar el cambio de edad, daría una fiesta de pierdeaños y me comportaría como un joven alocado que tiene toda la vida por delante para triunfar y ser eternamente recordado. De esta forma, disponía de más de un año para ingresar de manera triunfal en el Club de los 27. De hecho, era tanto el tiempo que lo primero que hice fue echarme una larga siesta. Ya vendría a buscarme la inspiración genuina que me lanzaría al estrellato y a la muerte.

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