Comenzar
por el final es una actitud insumisa y extravagante, es asumir la muerte sin
asimilar la vida, es odiar obviando el amor, empuñar la bandera de la libertad
con las manos esposadas. Un ejercicio que permite afrontar la complejidad con
una dosis de candidez maravillosa, dotando al entendimiento de una gustosa
casuística, tal y como me ha llevado a mí a introducirme en la obra de Charles Bukowski.
Siempre me fascinaron los títulos provocativos de sus obras. La Máquina De Follar, Erecciones, Eyaculaciones, Exhibiciones o Escritos De Un Viejo Indecente eran tentaciones omnipresentes en visitas a librerías y bibliotecas. Colecciones de historias manifiestamente sexuales, impregnadas de alcohol, perversión y surrealismo, bajo un sello afilado y directo. Mi indecisión se decantó por El Capitán Salió A Comer y Los Marineros Tomaron El Barco, una obra que se adentra en el diario personal del poeta norteamericano poco antes de morir. A la postre se trata de un testamento póstumo, publicado cuatro años después de su fallecimiento.
El
anciano y gastado Bukowski emplea las páginas de escupidera, dando rienda
suelta a una perspectiva mordaz y sincera, con la muerte como telón de fondo. Mientras
los días se suceden apostando en el hipódromo, sus garras nocturnas se clavan
ferozmente en el arte de escribir, el éxito y el fracaso, las relaciones
personales o el devenir del hombre. No hay una línea principal, una trama o un
personaje distinto al escritor, sólo espontaneidad, lucidez y trasgresión.
Para
muestra un botón, en el que del juego se traslada a la hipocondría de nuestros
días.
“Los
hipódromos confunden aún más a la gente. Tienen a dos tipos en la tele que salen
antes de cada carrera y hablan de los que creen que van a ganar. Se equivocan todas
las veces […] Desde el momento en que pagas a alguien para que te diga qué tienes
que hacer, eres un perdedor. Y eso incluye a tu psiquiatra, a tu psicólogo, a
tu agente de negocios, a tu profesor de pintura y a tu etc.
Nada
te enseña más que reorganizarte después de cada fracaso y seguir avanzando. Sin
embargo, la mayoría de la gente cae víctima del miedo. Temen tanto al fracaso
que fracasan. Están demasiado condicionados, demasiado acostumbrados a que les
digan lo que tienen que hacer. Empieza con la familia, sigue en el colegio y se
extiende al mundo de los negocios”.
Apuntillado
con la humildad que da el conocer las calles frías, el hambre insoportable y la
agitación de las noches.
“Bueno,
ya veis: un par de días de suerte en el hipódromo y ya me creo que lo sé todo”.
Humildad
que desaparece a la hora de hablar de literatura, tanto a la hora de alabar la
propia como a la de desprestigiar la ajena no clásica. Se incide una y otra vez
en el oficio de escritor, así como en su entorno plagado de falsos bohemios,
terratenientes comunistas y sentimientos plastificados, fuertemente atraídos por
la efímera admiración. La faceta cómica está presente en las hilarantes anécdotas
personales, colmadas de buitres interesados por el renombre del autor.
“Como
las entrevistas no se suelen pagar, cualquiera puede presentarse en la puerta
con un magnetofón y una lista de preguntas. Una noche apareció un tipo con
acento alemán con una grabadora. Afirmaba trabajar para una publicación alemana
con una tirada de millones de ejemplares. Se quedó durante horas. Sus preguntas
parecían estúpidas, pero yo me abrí,
intentando darle respuestas animadas e interesantes. Debió de grabar tres horas
de conversación. Bebimos y bebimos y bebimos. Pronto empezó a caérsele la cabeza
hacia delante. Bebimos hasta dejarle fuera de combate, y aún estábamos dispuestos
a seguir. Organizar una fiesta de verdad. La cabeza le caía sobre el pecho. Le caían
hilillos de baba por las comisuras de la boca. Lo sacudí. “¡Eh! ¡Eh!
¡Despierta!” se despertó y me miró. “Tengo que confesarle una cosa”, me dijo.
“No soy entrevistador, sólo quería venir a verle.” […]
Siempre
he dicho que la obligación de un escritor es escribir. Si estos farsantes e hijos
de puta consiguen calzármela es por mi culpa. He terminado con todos ellos. Que
vayan a hacerle la pelota a Elizabeth Taylor”.
Sorprende
la entereza y aceptación mostrada al tratar la muerte, constantemente presente
en la reflexión y sentida. Bukowski reduce su trascendencia mediática desde sus
cercanas vivencias, destapando una cierta confianza en su propia perpetuidad.
“El
otro día estaba pensando en el mundo sin mí. Ahí está el mundo, siguiendo con sus
cosas. Y yo no estoy allí. Muy extraño. Pensar en el camión de la basura, que
pasa a recoger la basura, y yo no estoy allí. O en el periódico, tirado a la
entrada de mi casa, y yo no estoy allí para recogerlo. Imposible. Pero lo peor
de todo es que algún tiempo después de mi muerte se me va a descubrir de
verdad. Todos los que me tenían miedo o me odiaban cuando estaba vivo abrazarán
de repente mi memoria. Mis palabras estarán en todas partes. Se crearán clubs y
sociedades. Será como para ponerse enfermo. Se hará una película de mi vida. Me
pintarán mucho más valiente de lo que soy, y con mucho más talento del que
tengo. Mucho más. Será como para hacer vomitar a los dioses. La especie humana
lo exagera todo: a sus héroes, a sus enemigos, su importancia”.
Como
buen escupitajo, no contiene aderezos, sólo esencias de realidad y la crudeza
de la experiencia. Es por ello que el estilo literario resulta sencillo y no prevalecen
adornos, a pesar del espíritu metafórico que lo envuelve. Los trazos se
desenvuelven tan naturales que por momentos da la sensación de estar dentro de la
mente desnuda del autor, fortalecido por el hecho de que a priori no estaba
prevista la publicación de estos esbozos. Destacar que la edición incluye las geniales y
desgarbadas ilustraciones de Robert
Crumb.
Quizá
no sea la manera más natural de acercarse a la obra del principal exponente del
realismo sucio, puede resultar tosca si no se tiene en cuenta el género tratado.
Pero, sin duda, sí resulta una gran forma de hacerlo al personaje que
constituye uno de los autores más genuinos del siglo XX. Sinceridad y
perspicacia para destripar el paso de la vida y la muerte.
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