Los
primeros rayos de sol se cuelan a través de la ventana para iluminar su figura
bajo unas sábanas desgastadas que aparentan ser transparentes. Mira el reloj y
sonríe: todavía quedan unos minutos para despertar. Tras una breve espera, las
puertas del balcón se abren de par en par y aparece, como cada mañana, para dar
los buenos días al mundo. Estira los brazos con dulzura realzando la firmeza de
sus pechos mientras una brisa envuelve el resto de su torso desnudo. Un intenso
color negro invade sus rizos salvajes propagándose por unas axilas pobladas y un
sugerente pubis capaz de desquiciar a cualquiera. Hoy será un día maravilloso,
parece musitar colmada de ilusión. Del tendedero recoge un uniforme blanco y
unas bragas negras. Se viste y desaparece de mi vista.
No
hace mucho tiempo que trabaja en el supermercado del barrio, sin embargo, Valérie
pasa los productos a tal velocidad que los clientes no son capaces de embolsar
la compra antes de informarles del importe. Aunque mantiene el tipo, se la
intuye cierto nerviosismo cuando se forma una cola en su caja. En el desempeño
de aquella tarea mecánica y rutinaria se la ve satisfecha. Se siente de
utilidad y libre de preocupaciones innecesarias.
Puede
que Valérie haya llegado a un sitio distante de lo que, quizá, indicaban los
sueños de una joven con su potencial, pero el poder sobrevivir por sí misma ya debe
considerarse un logro. Su trabajo en el supermercado no le deja mucho tiempo
libre, ni un gran sueldo, pero sí el necesario para salir a tomar una copa de
vez en cuando en los garitos de moda, desfogar su cuerpo sobre las pistas de
baile y después, tal vez, exprimirlo contra otro cuerpo desconocido.
Valérie
no suele prestar atención a las demás compañeras, lentas y cansadas, quienes
apenas disponen de vitalidad para aguantar una hora de trabajo sin descansar y
fumarse un cigarro. Tampoco hace caso a sus desprecios cortantes y sus críticas
airadas por las que corre la envidia. Respeta a sus superiores e intenta
preservar el buen nombre de la empresa, no obstante, ignora deliberadamente los
posibles fraudes de los clientes. No quiere líos.
El
trato de la muchacha es siempre amable y paciente. No se desespera ante el
joven lampiño que se equivoca haciendo un recado, ni tampoco con la señora mayor
que no sabe qué devolver por no tener suficiente dinero. Además, guarda las formas
en intentos de conversación nimios de personas que reclaman la atención que no
encuentran fuera y esquiva con suma delicadeza a aquellos que prueban a engatusarla.
En el escaso intercambio de palabras, su voz destila un tono acaramelado que acompaña
con una sonrisa complaciente que logra que el cliente se sienta reconfortado.
Ese
juego, el de esquivar el anzuelo sin dar la sensación de rehuir despavorida del
cebo, de vez en cuando no es bien comprendido por el incauto pescador. Es más,
a pesar de que en términos de probabilidad cuantas más veces se lance y cuanto
más grande sea el cebo, mayor será la probabilidad de que el pez pique; en el
caso de Valérie las opciones de establecer un contacto más allá de enredos con
bolsas de plástico, cambios mal dados y cupones de descuento continúan siendo
nulas.
Uno
de los aspectos que más turban de la joven, es sin duda la escasa familiaridad
que percibe de los clientes habituales. Podría ser por la asepsia de su trato,
la falta innata de habilidad para memorizar o bien la amnesia fruto de algún
exceso, pero, aparentemente, Valérie no entabla ningún tipo de vínculo basado
en la repetición. Una actitud opuesta a la de las personas que pasan por su
caja, congratuladas de reencontrarse con la joven, con la falsa ilusión de que
ella comparte su parecer.
–Buenas
noches, bombón –dice el tipo al recibir la atención de Valérie.
–Hola,
buenas noches, caballero –contesta ella devolviendo la mirada.
–Ya
te queda poco para salir, ¿eh, guapa?
–Sí…
Son 32,57 €. Gracias. ¿Desea usted pagar con tarjeta o en efectivo?
El
tipo en cuestión es de tez blanquecina, ojos oscuros, mediana estatura y luce
una camisa de cuadros informal. Recibe el cambio, su ticket y un afectuoso
agradecimiento. Después de recoger su compra, se retira arrastrando la vista
hacia la chica. Al salir del establecimiento, decide instalarse en la entrada ensimismado
en sus pensamientos. Su semblante parece atesorar calma. De tanto en tanto
lanza miradas furtivas para comprobar todos los movimientos que tienen lugar
dentro del supermercado.
Nada
más salir, el tipo se abalanza sobre Valérie con una seguridad inquietante.
Ella se mantiene tranquila ante la repentina verborrea. Él mueve los brazos de
manera ostensible mientras balancea el cuerpo de un lado a otro. Ella esboza
una sonrisa, eleva las cejas y agita la cabeza ligeramente. No contento, el
tipo toma la mano derecha de la joven insistiendo en su postura y ésta se
despide con un lo siento. El abatimiento se cierne sobre el sujeto quien contempla
cómo la chica desaparece entre las sombras de la noche a paso ligero.
Pasada
la medianoche, Valérie tiende el uniforme en su terraza, se desprende de
camisón y bragas y, como cada noche, deja que su precioso cuerpo sea por
espacio de unos segundos bañado por la luz de la luna.
Fiel
a su cita, Valérie acude a recibir el despertar del sol. Contonea sus generosas
caderas en un movimiento que clama a la demencia al mismo tiempo que juega a
dibujar espirales en su pelo con dos dedos. Parece divertida. Sus muslos
redondeados conservan la tonalidad oscura de su piel. Sin previo aviso, la
joven centra su atención en la ventana de en frente: se ha dado cuenta de que alguien
la está mirando. Mas no se inmuta ante tal hallazgo y continúa atrapada en el
giro de sus cabellos. Es plausible que no le importe ser observada y hasta pudiera
agradarle. Una voz masculina la reclama desde dentro y en unos instantes la
muchacha desaparece con el uniforme y unas bragas negras en la mano. Desde que la
miro, es la primera vez que Valérie tiene a un hombre en su habitación. Aunque el
reflejo del sol en el cristal resta claridad, se alcanza a ver cómo la pareja
emprende una batalla corporal. Poco después, mientras tomo café, la voz de Valérie
irrumpe con fuerza mediante un orgasmo sentido que se prolonga unos segundos.
A
última hora, minutos antes de que cierre, vuelvo al supermercado. He de
confesar que no tengo nada que comprar que no pudiera esperar unos días, pero quería
volver a verla. Me he pasado todo el día rememorando los rincones de su cuerpo,
recreando aquel orgasmo enérgico e imaginando sus artes sobre la cama. En su
trato, no hay atisbo de que me haya relacionado con el suceso de la ventana. Cuando
me voy a despedir de ella, aparece el mismo tipo de ayer. Salgo sin dar
demasiada importancia a ese hecho, pero me invade la curiosidad y hasta cierto
punto, he de reconocer, los celos ante cualquier detalle que haya dejado pasar
inadvertido. De este modo, con cierto disimulo, sigo desde la calle una nueva tentativa
estéril que Valérie acaba zanjando con aplomo.
Una
vez emprendido el camino de regreso, observo cómo aquel tipo me sigue unos
metros detrás. Acelero el paso nervioso, pero él se detiene en la esquina anterior.
Guiado por el instinto, hago lo propio y espero medianamente oculto en un
portal el devenir de los acontecimientos. Tras unos minutos, aparece Valérie y el
tipo emerge de su escondite, la saluda y después de unas palabras caminan
juntos. Para mi sorpresa, en lugar de seguir el recorrido hacia su casa, la
muchacha toma otra dirección. Contemplo la escena desde una distancia
prudencial desde la que soy incapaz de escuchar, pero distingo cómo la voz
masculina monopoliza la conversación. En la puerta de una gran urbanización, Valérie
decide parar y se despide apresuradamente. Parece alterada. No dispuesto a rendirse
fácilmente, el tipo le implora que no se marche e insiste tomando su cintura. Intenta
zafarse, pero al ver que no lo consigue emite un grito seco que logra liberarla.
Ella entra a la urbanización y él se retira a punto de ser pasto de la rabia.
Vuelvo
a casa contrariado: debería haber intervenido en la escena, o no. Quién sabe. Cuando
estoy en el portal, Valérie aparece como una exhalación. Su respiración está
agitada y su rostro desencajado. Sin mirarme directamente, me da las gracias
por abrirle la puerta. Le pregunto si le pasa algo, ella lo niega con la cabeza
y se dirige hacia su escalera. De nuevo, no parece haberme reconocido. Subo
raudo las escaleras hacia casa y sin encender ninguna luz, ni hacer ningún
ruido, me instalo de cuclillas en mi ventana aguardando a que aparezca, pero
los minutos pasan y no hay rastro de ella. Tratando de conciliar el sueño, la imagino
tan frágil, tan delicada, tan natural, tan hermosa, tan dulce y tan singular. Las
horas pasan con un pensamiento clavado en mi mente: moriría por estar con ella.
A
la mañana, Valérie no vuelve a asomar por su terraza. Las cortinas impiden ver su
habitación. Se me hace extraño que no aparezca a nuestro encuentro, no concibo
el día sin verla. Me pregunto hasta qué punto la experiencia de anoche la ha
trastocado, el porqué de su reacción, el porqué se metió en aquella
urbanización y si yo juego algún papel en ese puzle, en el que no soy ninguna
pieza para ella. Quizá debería comprobar si está en casa, si necesita cualquier
cosa o si quiere hablar. Pero, ¿qué puedo decirle? Mira, Valérie, te he seguido
estas noches después del trabajo y he visto que otro tipo te sigue y trata de
acosarte, además de contemplar con mucho gusto día y noche cómo te desnudas en
la terraza y perturbas mis pensamientos. No, mejor no presentarse así. Puedo
fingir haberme confundido de timbre o preguntarle si ha encontrado una carta
extraviada. Sí. Me dirijo a su puerta, toco al timbre, pero nadie acude a mi
llamada.
Necesito
volver a verla, me he pasado el día pensando en ella. De esta forma, a la
noche, acudo al supermercado. Hago una compra que no sea sospechosa de forma aleatoria:
pepinillos de los gordos, lubricante, agua oxigenada y toallitas húmedas. Una
vez en la caja, descubro a una Valérie ausente. No despacha más de un par de
palabras con la voz apagada. A diferencia de otros días, no hay ningún cliente
importuno detrás de mí. Concibo la posibilidad de aguardarla a la salida o
fingir un encuentro casual en el camino, pero desisto por riesgo de profundizar
en la herida.
Antes
de llegar, descubro que el tipo que la persigue aguarda en el portal. ¿Qué hace
allí? ¿Estará esperando a Valérie o tal vez a mí? Me propongo alertarla antes
de que llegue, pero me encuentro otra vez en la coyuntura de no formar parte de
este entuerto. Así que opto por lo más sensato habitual en mí: busco un buen
lugar que me permita estudiar la acción sin ser visto y, a la vez estar alerta
en caso de que las cosas se pongan feas. En cambio, la espera se dilata y la
muchacha no hace acto de presencia. Hoy, sábado, Valérie debe estar disfrutando
del frenesí de la noche parisina o pasando el trago con alguien de confianza.
El tipo no parece inmutarse por la demora y se mantiene firme en su posición. A
punto de retirarme a dormir, con poco menos de dos horas para ver amanecer, emerge
una Valérie serena de entre la oscuridad. Aunque se percata de la presencia del
tipo, su rostro no se altera lo más mínimo. Lo saluda con dos besos, conversan
un rato en un tono distendido para, finalmente, invitarle a pasar dentro.
Desde
mi ventana no consigo ver gran cosa, parece que hay luces que provienen del
salón. Mientras doy cuenta de los pepinillos –cabe reseñar que no he cenado aún–,
escucho cómo los gemidos escandalosos de Valérie se tornan en aullidos. No logro
entender la situación, ni el comportamiento de mi vecina cajera. Tampoco puedo dormir.
Me torturo con cada uno de sus suspiros furiosos de placer que se introducen en
mí como navajazos que destrozan mi corazón. Para más inri, tengo la sospecha de
que, con algo más de valentía y un poco de tacto, la suerte de aquel malnacido podría
haber sido la mía.
Despierto
bañado en sudor con el recuerdo vivo de una horrible pesadilla. Hacía un calor
asfixiante y un desconocido no paraba de gritar. Mientras tanto, Valérie merodeaba
la escena divertida, ajena a cualquier sufrimiento. Entretanto se acercaba a mí,
me sonreía y me acariciaba con sosiego. La temperatura se disparaba hasta lo
inhumano y los gritos perforaban mi tímpano. Por fortuna, tratando de recuperarme
del susto, diviso a Valérie de nuevo en su terraza visiblemente relajada. A
pesar del odio que he acumulado contra ella durante la pasada noche, no puedo
evitar admirar su belleza innata y deslumbrarme con la magia de todas las
curvas que conforman su cuerpo. Sus nalgas tostadas parecen indicar el camino a
la perdición. En cierta forma, me alivia no vislumbrar rastro de aquel tipo. Desaparece
junto a su emergente alegría sin saber yo que ésta es la última vez que tiene
lugar nuestro tórrido encuentro. A los pocos días otra es otra mujer la que
pasea por la terraza y, por desgracia, no tiene el magnetismo de Valérie, ni su
naturalidad sobre el concepto nudista.
Tras
un período sin visitar el supermercado para evitar verla y así airear mi enfado,
acabo por volver y descubro que Valérie no está en su puesto. Podría haber
cogido vacaciones o haber cambiado de turno, pero la realidad es que ya no trabaja
allí. Con reservas me tengo que tragar mi orgullo para preguntar por su
paradero. Dejó el trabajo, así de repente, me dijeron. Intento tirar un poco
más de la lengua a una de las cajeras de rostro amargado, pero solo añade que
no le quieren bien.
Tiempo
después, me percato de que he bajado mucho de peso, sufro insomnio, se me cae
el poco pelo que me queda y paso todo el día entre la inquietud y la pena. Miro
una y otra vez su antigua terraza por si le da por volver, reproduzco en mi
mente su figura, la cual comienzo a confundir. Aun no ser de esa clase de hombres,
lamento profundamente no haberle hecho alguna foto o vídeo. Descartado que sea
yo una especie de pervertido, es probable que responda al clásico cuadro
clínico del enamoramiento estúpido. No sé cómo, pero debo encontrar a Valérie.
Pruebo
a recabar información entre sus antiguos compañeros de piso, pero no saben
dónde ha ido y no disponen de ningún tipo de contacto. Al parecer, no han tenido una relación fluida, ya que siempre fue una chica muy extraña, reservada
con su intimidad, un alma indomable. La única alternativa que me queda es la de
visitar todos y cada uno de los garitos del Barrio Latino, una zona de ocio
nocturno en la que alguna noche me la he cruzado. Sin perder la esperanza y
dilapidando mis escasos ahorros, me hago habitual entre las barras de aquellos
bares. Me convierto, eso sí, en un experto catador de ginebras a la salud de
una Valérie que se me escabulle. El tiempo pasa, las miradas de aprensión que
me dirigen los jóvenes comienzan a incomodarme hasta el extremo y las
cuantiosas resacas pasan una factura considerable a mi maltrecha salud.
Estoy
a punto de desistir, cuando, paseando cerca del centro, la encuentro entrando a
una pequeña tienda de perfumes ostentosos para señoras. Luce un elegante traje de
chaqueta rosa y su inagotable sonrisa para atender a la clientela. Atrás ha dejado su presencia desgarbada: se ha alisado una larga melena, utilizaba
maquillaje y ha reducido un poco su peso. Aun así, sigue siendo idénticamente
hermosa. Escojo uno de los perfumes al azar y voy veloz hasta ella.
–Es…,
un regalo… Para…, una amiga –le digo esquivando su asombro.
–Gran
elección, caballero. Seguro que acierta –me responde con su tono dulce y
reparador–. Son 219 €. Gracias. ¿Desea usted pagar con tarjeta o en efectivo?
Es
evidente que en unas semanas recibiré notificaciones nada halagüeñas por parte
de mi banco, pero ¿qué importa? Aprovechando que no hay nadie más en la tienda,
procuro entablar una conversación con Valérie. Haciendo gala de su habilidad
innata, rehuye con sensibilidad mis irresistibles poderes para la seducción y
se excusa para retirarse a otros menesteres. De esta forma, comienza mi espera
en la puerta hasta el cierre.
–Valérie,
querida, tengo que hablar contigo –le asalto nada más verla salir.
–Dime
–responde ella con complicidad.
–Pues…
Mira…, resulta que yo… y tú. –He estado esperando tanto tiempo este momento que
no puedo fallar. Tomo aire para sacudir los nervios y observo sus ojos
brillantes–. Valérie, estoy enamorado de ti desde hace mucho tiempo. Una vez te
perdí y he tenido que recorrer todo París hasta encontrarte. Sé que, aunque lo
ocultas, tú también me deseas y huiste porque…
–Disculpa,
creo que te confundes –interrumpe ella con total rotundidad. Su gesto se vuelve
serio y se escapa veloz sin volver a mirarme. Soy consciente de que es una
locura, pero esta es la última oportunidad. No la puedo dejar marchar.
–Valérie,
por favor, ¡escúchame! –insisto a la vez que tomo su mano tratando de frenarla–.
Podemos ser felices juntos, ¿es que acaso no nos lo merecemos?
Tras
un leve forcejeo, grita y opto por dejarla marchar. No soporto verla sufrir de
esa manera. En sus ojos he visto el miedo y en su cuerpo he sentido la
fragilidad. Poco a poco desaparece Valérie de mi vista. Mi sueño se desvanece como
un terrón de azúcar en medio del mar. Regreso dolido por haber emprendido una búsqueda
estúpida, por haber tratado a Valérie como lo habría hecho un vulgar acosador
y, especialmente, maldigo mi suerte.
Apenas
unos metros antes de llegar, una imagen me sacude por dentro: Valérie espera frente
al portal. Dudo por un momento en esconderme o dar la vuelta, no podría
soportar someterme a sus ojos. Sin embargo, ya me ha divisado y parece indicar que
vaya hasta allí. No se atisban posos de rencor o tristeza en su conducta.
–Perdona
si antes me he comportado como una paranoica –me dice mostrando su
arrepentimiento–. Lo siento… Una vez…, yo…
No
hacen falta más palabras. En un ademán de suficiencia, la abrazo tratando de
consolar su pena y le cedo mi pecho como paño para sus lágrimas. Sin más dilación,
acepta mi invitación de subir a casa para charlar. Tristemente, compruebo que no
tengo gran cosa que ofrecer: media botella de vino y unos pepinillos. Como un
buen galán, dejo que desahogue y escucho paciente su relato. Su vida está
enhebrada con quebrantos y sólo a base de coraje ha podido labrar su propia
existencia sin ninguna ayuda. Paulatinamente, voy sintiendo los efectos del alcohol,
quizá demasiado para ser media botella. Valérie, por su parte, se muestra cada
vez más cercana y juguetona. De repente, se levanta del sofá y comienza a
entonar Non, Je Ne Regrette Rien acompañado
de un vaivén de caderas pausado, suave y letal. No hay forma de esconder mi
excitación ante sus ojos, pero cuando estoy decidido a besarla, pide cerillas y
un cigarro. Al volver con el recado, la encuentro desnuda ataviada únicamente con
aquellas bragas negras y desbocada se abalanza sobre mí.
Degusto
la humedad de su lengua a cada zarpazo de placer, mientras ella me desviste con
furia y pide que la conduzca hacia la habitación. Me lanza sobre la cama y comienza
a devorar todos los rincones de mi piel. Intento acariciar su cuerpo, pero ella
apacigua mis ganas pidiéndome que espere.
–Ahora,
vamos a jugar a un jueguecito... –me susurra en la oreja consiguiendo que se estremezca
toda mi piel.
De
su bolso saca un fular para vendarme los ojos y dos esposas que me encadenan a
las rejas de la cabecera de mi cama. Me quita el calzoncillo y agarra mi pene
erguido hasta introducirlo en su vagina. Aprieta las caderas y me embiste con fuerza
una y otra vez. Ella gime sobre mí cada vez con más pasión hasta completar un
orgasmo salvaje. Se aparta de mí y sus manos y su lengua incitan la excitación a
través de un masaje que recorre mi pecho, vientre y muslos formando circunferencias
y espirales deliciosas. Sin duda ha merecido la pena todos los tormentos y los
desvelos para llegar hasta la singular Valérie. En cierto punto, para en busca
de algo y retoma el juego con un aceite frío. Su olor es intenso y su tacto es
ligeramente viscoso.
–Valérie,
¿qué crema es esa? –cuestiono ante un olor cada vez más fuerte.
–No
te lo tomes como algo personal, es algo que hago con todos los que son como tú
–responde retirándome el fular de los ojos. Mientras ella abandona la casa a toda
prisa, las llamas se avivan alrededor del colchón. Estiro con fuerza de los
grilletes, pero el esfuerzo resulta inútil y el fuego comienza a devorar mi
cuerpo bronceado en gasolina.
Tal
y como lo había soñado, el calor y los gritos se intensifican sin límite, y
Valérie, la singular Valérie, recorre mis pensamientos con fervor.
Relato presentado a X Concurso de Primavera de ¡¡¡Abrete Libro!!!
Relato presentado a X Concurso de Primavera de ¡¡¡Abrete Libro!!!
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