Algunos de los pensadores más
brillantes de todos los tiempos sostienen que la vida puede ser maravillosa.
Sin embargo, muchos de ellos omiten que también la vida puede ser muy perra. Desde
bien pequeños nos marcan una línea dirigida hacia el éxito y la felicidad,
conceptos que vienen prefijados y encarnan acciones como estudiar una carrera,
tener una pareja estable, hipotecarse, casarse, tener hijos, veranear en un
cubículo minúsculo de Benidorm o Torremolinos y, finalmente, ser destripados
por sus vástagos mientras el tiempo corre fuera de las ventanas de una
paradisiaca residencia de ancianos, en el mejor de los casos. Nos dan unas
pautas que se basan en el tener más y ser mejor que nadie, ¿pero qué hay acerca
de la mediocridad y la frustración? Silencio, vacío. Nada.
Arístides Dichado sabía perfectamente
lo que era la decepción profunda, vivir en desdicha continua y la lucha contra
un enemigo invencible: la vida perra. Desde joven encaminó su existencia a ser
un personaje grande. Entre algunos de sus proyectos estaba el de escribir
libros trascendentales, ofrecer conferencias en universidades por todo el mundo,
ostentar un cargo político de envergadura, perdurar por los siglos en los
libros de historia, acostarse con modelos de generosos pechos, viajar a la
luna, ir en bólido al trabajo y, como no, tener un mayordomo que le ayudara a
vestirse por la mañana y que le masajease los pies a la noche.
Aunque Arístides dedicó gran empeño en
formarse y proyectar una sólida imagen de sí mismo, los colmillos afilados de
la vida fueron cortando las alas de aquellos sueños cándidos. Después de
recibir numerosos rechazos para publicar una primera obra literaria más que
prometedora, al cabo de unos meses fue publicada bajo el nombre de un célebre autor
que vendió millones de copias. No hubo opción a pleito, pues el pobre Arístides
Dichado confiaba en la honestidad de las editoriales y nunca registró la obra.
Su carrera en la política fue más que efímera, al ser repudiado por los grandes
partidos al aprobar el test de honradez. También probó suerte en la empresa
privada, pero estaba sobrecualificado para cualquier puesto de becario, así que
tuvo que falsear su currículum para trabajar de repartidor de pizzas en una
conocida y deplorable multinacional. Su relación con las modelos exuberantes se
reducía a un par de palizas recibidas a manos de simpáticos agentes de
seguridad que habían disuadido cualquier pretensión sentimental de Arístides.
Durante el último año recibió una gran
noticia: la Real Academia Española le había pedido una fotografía reciente para
incluirla junto a las definiciones de fracasado y pringado en la nueva edición
de su diccionario. Así pues, con la ilusión cubierta de babas de la perra vida,
Arístides optó por aceptar su destino y hacer una vida mediocre sin ningún tipo
de pretensión. A decir verdad, entre medias intentó suicidarse diversas veces,
pero sus tentativas fueron en vano: tenía una infame habilidad para la
cabuyería, la sobredosis de pastillas le produjo una colitis de campeonato, le
fue denegado el permiso de armas y en su ciudad no habían puentes ni edificios
altos.
Cierto día de verano, Arístides sudaba
como un animal –sufría de hiperhidrosis aguda y no tenía dinero para operarse– mientras
miraba a la gente pasar a través de la única ventana de su apartamento y maldecía
su aparente felicidad. Cuando volvía de coger un paquete de ensaladilla del
congelador y situarlo bajo la axila, encontró a una extraña presencia sobre su
sofá. Era un tipo largo, escuálido, de cabello rojizo como el fuego y unos ojos
enormes. Estaba desnudo y su rostro denotaba cierto divertimiento al ver a Arístides.
–Maldita sea, un pervertido. Lo que me
faltaba –dijo Arístides, casi sin inmutarse–. ¡Lárgate o llamo a la policía!
–Tranquilo, colega. Soy El Karma,
aunque mis colegas me llaman Kar.
–Pero, ¿qué dices, colgado? Si has
venido a vender libros ya te puedes estar marchando.
–Tranquilo, tío, seré breve: revisando
tu historial he encontrado que estás llevando una vida que no se corresponde
con tu karma. Estabas destinado a ser un tío grande, a triunfar, a partir la
pana. Así que si me firmas este documento, en el cual te comprometes a perdonar
mi error y un par de cosillas más sin importancia, te devolveré a la vida que
te correspondía. ¿Alguna pregunta, colega?
–¿Por qué vas desnudo?
–Soy El Karma y El Karma hace lo que le
sale de los cojones.
Tras firmar los documentos, el
apartamento de Arístides comenzó a dar vueltas y a proyectar cientos de colores
en la pared. Al detenerse, los muebles de ocasión de Ikea dieron paso a unos
elegantes de madera de zitán y su pequeña chabola se transformó en un
apartamento con todos los equipamientos lujosos e innecesarios que existían en
el mercado. Desde una de las habitaciones un par de bellas mujeres gritaron al
ver a Arístides y tiraron de él entre risas mientras le frotaban sus senos. Antes
de lanzarse al jacuzzi y descorchar una de las botellas de champán que había en
el borde, un hombre trajeado entró en la sala a toda prisa.
–Señor, siento informarle que debe
dejar sus menesteres personales con esas furcias y vestirse rápido. La policía
ya está preparada para su traslado.
–¿Cómo? ¿De qué se me acusa?
–Sí claro, ahora hágase usted el sueco.
De todo un poco: tráfico de influencias, malversación, cohecho, apropiación
indebida, blanqueo de capitales, evasión fiscal… Menuda juerga se han dado,
pero al menos lo han pasado bien. Le echaré de menos, señor ministro.
Desde un apartamento cochambroso, diez
minutos antes de entrar a trabajar en la pizzería, El Karma miraba la
televisión. Un Arístides conmocionado ingresaba en prisión entre abucheos y preguntas
de cientos de medios de comunicación. Antes del intercambio, El Karma había
hecho gestiones para que el módulo de Arístides dispusiera de una habitación
individual, marisco de buena calidad, gimnasio con entrenador personal y
derecho a vis a vis cada tres días. El presidente del gobierno tendría la
deferencia de mandarle ánimos y asegurarle que saldría a la calle en unos
meses, mientras una prestigiosa editorial le ofrecería publicar sus memorias
asegurándole que sería éxito de ventas para las próximas navidades. Para
tranquilidad del Karma, a Arístides Dichado no le costaría mucho habituarse a
aquella vida perra.
Epílogo:
Encaramado a las tetas de la perra, la
parte más dulce a la par que salvaje de la vida, Arístides Dichado saboreó por
primera vez la verdadera libertad tras su reclusión. Habían sido meses de pena
y amargura tan solo endulzados por el extenuante calor de las bañeras de agua
termal, el agotamiento de los partidos de paddle contra el nuevo ministro, las
pesadas presentaciones de su biografía por todo el continente junto a sus
respectivas fiestas en grado de libertad sin apenas vigilancia. Pero, sin duda,
lo peor de aquel cautiverio entre rejas había sido el ser esclavo de las artes de
dudosa moral de unas mulatas despampanantes que nunca lo liberaban antes de ver
amanecer.
Frente a las dependencias policiales,
aguardaba El Karma ataviado con un taparrabos y luciendo una melena verdosa. Tras
el intercambio, Kar había aprovechado su olfato can para los negocios emergentes
para introducir un ingrediente secreto a las pizzas a medio descongelar que su
empresa le mandaba despachar con la moto. Cada domingo, antes del amanecer, se
acercaba al último muelle del puerto donde sus socios le entregaban un
cargamento de hongos marroco-holandeses, sustituyendo así a los clásicos
champiñones enmohecidos. No tardó en correrse la voz, las ventas se
multiplicaron por mil entre la juventud y los ancianos, especialmente, y El Karma
fue ascendido a responsable del teléfono, además de sus comisiones externas.
El Karma notó que Arístides había envejecido
de forma inversa y hasta pudiera decirse que le pareció un poco menos incómodo
para la vista que la última vez que lo vio. Instantes previos a que Arístides
pudiera reconocerlo, Kar se abalanzó hacia él para abrazarle y le indicó
sonriente que entrara a un lujoso monovolumen.
–Arranca, ¡a toda prisa! –Indicó el
Karma a un hombre trajeado, para después dirigirse a Arístides–. No ha estado
mal, ¿eh colega?
–¿Mal? ¡Ha sido la hostia! ¿Tú sabes la
de…?
–Sí, sí… –interrumpió con brusquedad–. Su
Majestad es una garantía para estos contratiempos. Verás, Arístides, no tengo
mucho tiempo que perder. He vuelto a revisar tu historial y es rotundo: por más
que te esmeres, no estás hecho para triunfar. Me equivoqué, lo siento. ¡Recuerda,
cógete bien al manillar!
Entonces, El Karma rompió en pedazos el
contrato que Arístides firmara meses atrás y todo su alrededor comenzó a girar a
un ritmo frenético, dando lugar a una tormenta de colores y estrellas. Al
acabar de girar, los asientos de cuero dieron paso a un sillín despedazado de
una moto de reparto. Con la mente todavía nublada, instintivamente, Arístides sostuvo
el manillar a la par que divisaba un control de la guardia civil a escasos
metros, que le daba el alto de manera cortés.
Desde la celda de una mugrienta
prisión, despellejado por las garras de la vida perra, despedazado por su
mandíbula, roído por ese aliento abrasador, Arístides se abanica los sobacos
empapados con un periódico de páginas amarillentas. En la portada se anuncia a
bombo y platillo que el antiguo ministro, tras un paso por la cárcel que lo había
transformado en un hombre nuevo, se postula como candidato a la presidencia del
gobierno, siendo éste un fiel garante de la regeneración democrática que ejemplifica
su partido. Las encuestas apuntan que el pueblo está con él.
Arístides no se lamenta por ser torpe
para la cabuyería, ahora sólo le interesa la medicina veterinaria. Se
especializará, piensa, en anestesiología de grandes animales.
Este es un gran cuento redondo que a mí me hubiera gustado escribir. Felicidades Rafalé.
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