Llegué
a Cuba en busca de lo desconocido, ansioso por dejarme atrapar por su
incertidumbre perenne y su virginidad natural. Después de veinte días, he
vuelto cargado de experiencias paradójicas, piezas de un puzle incompleto que
no tienen la más mínima preocupación por encajar entre sí. Conforman estas un
paisaje salvaje a la par que difuminado del cual he desistido comprender. Ni
tan siquiera el guajiro más sabio se atreve a otra cosa que no sea maravillarse
con este milagro hecho isla.
Nada más aterrizar en el aeropuerto,
mis preocupaciones, centradas en encontrar una red WIFI, fueron mutiladas por
la logística local. Mientras desistía en conectarme, me fui familiarizando con
uno de los principales deportes nacionales: hacer cola. El ritmo que rige cualquier
procedimiento es el de la más absoluta tranquilidad. El estrés había sido abolido
años atrás y la paciencia se antojaba como un recurso tan indispensable como el
agua para sobrevivir. Tras casi una hora de espera para pasar un nimio control
de inmigración, nos adentramos en el repentino ardor de la terminal. Allí se
desarrollaba la caza indiscriminada del turista, una disciplina que en caso de
ser olímpica ascendería a Cuba a los primeros escalones del medallero. Transportes
hacia cielo e infierno, cambios de divisa exprés, alojamientos en castillos
coloniales y hasta los mismísimos habanos que fumaba Fidel eran ofrecidos sin
cuartel a todo foráneo, como si estos formáramos parte de un pelotón de
fusilamiento. Paulatinamente, iría dando cuenta de la genuina habilidad cubana
para detectar primos, desorientados e incautos turistas en cuestión de milésimas
de segundo. Afortunadamente, la figura de nuestro compañero Yuri emergió entre la
marabunta para rescatarnos de la confusión y rápidamente nos condujo hasta su
carro para poner rumbo a La Habana.
El sol pretendía atravesar la piel y
la brisa era un abrazo de fuego, la deshidratación y las quemaduras aguardaban en
silencio su momento. Desde la ventanilla de un Jetta de los primeros noventa, pude vislumbrar que Cuba era un país
muy diferente al nuestro. La periferia se asentaba entre casas bajas pobladas
por la humildad y el abandono acentuado por el paso del tiempo; un grupo de
muchachos descalzos urdía un plan para conquistar los frutos de un cocotero de
varios metros de alto; y un sinfín de cables eléctricos se enmarañaban bajo el
cielo. Una postal que se repetía sistemáticamente llamaba poderosamente mi
atención: grandes masas de personas se concentraban y se disipaban de forma
espontánea a lo largo de las calles. Algunos esperaban a los autobuses
abarrotados o se afanaban en la lucha por encontrar un taxi colectivo, otros se
buscaban la vida y el resto aguardaba a que la vida los encontrara a ellos.
Mientras tanto, el profesor Yuri y
su mujer Zulema nos impartían las primeras lecciones sobre Cuba para
principiantes. Palpaba el paternalismo del trato que habitualmente se otorga al
extranjero ante la diversidad de costumbres y los contratiempos que pueden
marcar el día a día, pero a la vez su cercanía y calidez. “Tomen agua embotellada, tengan cuidado con los carros en los que se
monten, vayan a restaurantes donde haya gente, absténganse de tener problemas
con la policía y, ante todo, disfruten”. Desde el primer momento tuve la
sensación de ocupar el hueco de su hijo, nuestro vínculo, un gran amigo emigrado
al viejo continente. Durante aquel trayecto escuchamos por primera vez dos
expresiones que nos acompañarían durante el resto de la expedición: “resolver” y “no es fácil”.
Después de hacer una breve parada en
el que sería nuestro pequeño hogar, una habitación de una casa compartida de
las afueras, nos dirigimos a resolver la cuestión del transporte. Nuestro
objetivo, recorrer toda la isla a través de medios públicos, era catalogado por
los propios como una proeza que no es
fácil. Mi prepotencia occidental me llevó a tomar a la ligera dichas
consideraciones hasta que llegamos a las oficinas de la empresa de autobuses para
extranjeros, Viazul, y nos dimos de bruces con la cruda realidad. En las taquillas
se encontraban dos empleadas de las que, por motivos aparentemente
desconocidos, sólo una atendía y la otra estaba en un impasible estado de
hibernación ante la paciente cola de clientes. Este tipo de actitudes no eran
excepcionales y, tal vez fruto de una caprichosa casualidad, las revivimos en
oficinas de cambio de divisa, telecomunicaciones, bancos y supermercados,
casualmente propiedades del Estado. Una vez comprobado que los billetes que
pretendíamos sacar estaban agotados, o que quizá no habíamos puesto el ahínco
suficiente para ser dignos de ellos, un grupo de desconocidos se abalanzó sobre
nosotros antes de abandonar la oficina. En cuestión de minutos un intermediario
del gremio del transporte, que actuaba como si la noche anterior hubiéramos
sido compañeros de parranda, se había comprometido a ponernos un flamante carro
en la puerta de casa que nos llevaría a donde hiciera falta por un módico
precio. Aunque sólo existe un puñado de empresas pertenecientes al Estado, los
llamados cuentapropistas tejen redes
invisibles para cooperar entre sí y coordinar cualquier servicio imaginable como
si se tratara de la más solvente empresa privada, con una especial capacidad
por maximizar beneficios dentro del sector turístico. Nuestros cicerones no parecían
muy convencidos del acuerdo obtenido y, a pesar de nuestras insistencias en no
robarles más tiempo, se lanzaron en busca de una tercera vía. Acto seguido y
por pura casualidad dimos con una agencia que parecía cerrada, pero que gracias
a la insistencia cariñosa de Zulema, aderezada por unos cuantos “mi amor”, “mi vida” y “mi corazón”, unas idas y venidas y una
inversión no banal de tiempo, proveyó los ansiados billetes de autobús.
Prácticamente se había esfumado nuestra primera tarde, no había rastro de La
Habana Vieja o El Malecón, pero habíamos asistido a una clase magistral sobre
cómo se resuelve en Cuba. También habíamos adquirido ciertas nociones sobre la
concepción del tiempo, las cuales agradeceríamos en nuestros sucesivos pasos.
La siguiente parada era el idílico
pueblo de Viñales, rodeado de su homónimo valle, plantaciones de café robusto y
de suave tabaco. En dicho enclave compartían espacio extranjeros, huidos del
trillado recorrido de resorts, mojitos y playas con la esperanza de hallar
posos de autenticidad guajira, y lugareños que habían hecho de servir al
extraño su particular modo de vida. Si en algún momento pude complacerme sobre
la originalidad de nuestro programa, fue un mero espejismo. En Viñales comprobé
que todos los turistas que nos creíamos alternativos seguíamos exactamente el
mismo recorrido embelesados por los mismos atractivos. Parecíamos todos
cortados por el mismo patrón, equipados con el mismo repelente de mosquitos,
protector solar, gafas polarizadas, sombrero caribeño o boina revolucionaria,
según la afinidad, y la indispensable guía Lonely
Planet, en una nueva prueba del innegable proceso de homogeneización del humano.
Al llegar a Viñales, nuestro
anfitrión local, Edel, vino a rescatarnos de las garras de los cazadores,
quienes se abalanzaban sobre sus presas antes incluso de haber salido del
autobús. Entre aquel tumulto sobresalía un cartel que rezaba mi nombre
sostenido tímidamente por Edel. Tal era la humildad del letrero y la sencillez
de sus trazos irregulares que por un instante consiguió enternecerme. A unos
minutos a pie se situaba la sencilla casa que compartiríamos por unos días con Edel,
su mujer, su hija pequeña y sus padres. No es atípica esta composición del
hogar, teniendo en cuenta que la economía socialista no contempla ampliar el
parque inmobiliario, ya sea por motivos ideológicos, logísticos o una mezcla de
ambos. Tampoco el poder adquisitivo de un cubano medio permite plantearse una
posible emancipación, más aún cuando el sistema utiliza su maquinaria
legislativa y económica para promover la agrupación familiar. Para mi sorpresa,
esta situación no suponía mayor contrariedad para nuestros anfitriones, quienes
defendían a capa y espada la idea de permanecer unidos aunque chocaran unos con
otros por los pasillos. Aunque no me atreví a deslizarlo en la conversación, no
pude evitar imaginar la incomodidad de mantener relaciones sexuales con tus
progenitores al otro lado de una pared que no dividía el techo. Sin dudar de
sus convicciones, estoy seguro de que sucumbirían si pudieran probar el elixir
de la intimidad.
Entre paseos a caballo por el valle
bajo un sol infatigable, visitas a plantaciones de tabaco y su correspondiente
cata bajo la atenta mirada de sus productores y el retrato omnipresente del Che
Guevara, degustaciones de guayabita del pinar, nuestro apetito se fue abriendo paso
ferozmente. Soy de las personas que opina que la mejor manera de profundizar en
la cultura de un lugar desconocido es atiborrarse de su gastronomía. Por
recomendación de nuestro anfitrión, fuimos a parar a un rancho de comida
tradicional que satisfacía la hipótesis de estar repleto. No en vano, la
mayoría de comensales había sido igual de bien aconsejados que nosotros, lo que
muestra que las redes de pequeños negocios se entrelazan entre distintos
sectores, constituyendo en realidad un único tejido empresarial, invisible,
pero controlado, a los ojos del Estado. Paradójicamente, una de las
características de la cocina cubana es la abundancia de sus platos. Por el
contrario esta no se prodiga en variedad. Aquella primera comida basada en
distintos tipos de arroces, frijoles, sabrosas verduras, viandas fritas y
carnes de puerco y pollo se sucedería un día tras otro. Así es también la
rigurosa dieta que siguen los cubanos, que muy ocasionalmente tienen la
oportunidad de visitar estos restaurantes y paladares, siendo el consumo de
carne más espaciado. En el menú del resto de la expedición habría contadas
incursiones del cordero, tamales, camarones, langosta, cangrejo, huevos y
deliciosas frutas. Mientras dábamos cuenta del festín, discutíamos sobre el potente
sabor de los alimentos y su posible relación con la escasez de artificios en
los procesos de producción. La gastronomía cubana podía resultar un tanto
homogénea, sin embargo la batalla por el sabor y la alimentación saludable estaba
ganada.
Una de aquellas mañanas, me levanté antes
que mi compañera y puse rumbo a la plaza para cumplir con el rito de conectarme,
y así comunicar a mis allegados que todavía no me había comido ningún
cocodrilo, pavonearme de mis trepidantes aventuras por redes sociales y leer
las declaraciones elocuentes de algún líder político desde un chiringuito
casposo de Torremolinos. En las ciudades era frecuente encontrar pequeñas aglomeraciones
de personas pegadas a sus pantallas en plazas, parques, oficinas de ETECSA –la
empresa de telecomunicaciones–, hoteles y restaurantes, únicos lugares
provistos de red WIFI, previa compra de bonos de horas de conexión. De camino me
encontré con Edel, quien se dirigía a cumplir sus deberes tributarios y a hacer
la compra. Vista la buena sintonía que habíamos logrado, decidí inquirirle
sobre su persona para comprender mejor aquella sociedad. Nuestro anfitrión era
en realidad doctor en ingeniería agrícola, especializado en el café y conocedor
de varios idiomas. En cierto momento de lucidez pasado, Edel tomó la decisión
de abandonar la precariedad académica para dedicarse al alquiler vacacional,
consiguiendo unas condiciones y un sueldo superior al que podía recibir un
funcionario de alto rango. En su empeño había conseguido arrastrar a toda la
familia, la cual se dedicaba por completo al negocio, y lejos de lamentarse, se
mostraba orgullosa de haber construido una vida digna y tranquila. Aún más,
hablaban con fervor sobre los paulatinos cambios que el régimen quería
implantar en la isla, con un nuevo proyecto de Constitución que en aquel
momento se estaba discutiendo en barrios, centros de trabajo o universidades. Y
así, con una dosis de emoción que te anudaba la garganta, nos despedimos de
Edel y los suyos, con el recuerdo grabado a fuego de su ejemplo de humildad y
sencillez.
Debido al colapso de la empresa de
autobús, los colectivos se convirtieron en nuestro principal soporte para
proseguir la expedición. En aquellos interminables viajes por autopistas y
carreteras de calzada irregular, repletas de baches y hoyos de varios
centímetros, por las que compartían espacio coches en estado de descomposición,
camiones de transporte humano, vehículos agrícolas, carros de caballos,
sidecars, bicicletas y autoestopistas por doquier, tuve la ocasión de disfrutar
de impagables conversaciones con los conductores. Algunos de ellos eran
titulados en ciencias experimentales o ingeniería, otros habían desempeñado la
profesión de médico tiempo atrás, habiendo encontrado en un automóvil
destartalado una fuente de prosperidad. Si sus colegas occidentales no solían
distinguirse por su simpatía, ni por sus dotes de oratoria, sus homólogos
cubanos podían ofrecer lecciones magistrales sobre enfermedades autoinmunes,
discutir encarnizadamente sobre la teoría de la relatividad, asentar cátedra en
macroeconomía o esbozar nuevas teorías sobre psicología evolutiva. La pirámide
social, con los profesionales en el escalafón más bajo, estaba totalmente
invertida. Conforme teníamos más piezas del puzle, el cuadro que se intuía era
menos fácil de entender.
Uno de los representantes más claros
de esa inversión era Israel, el chófer que consiguió encandilarme. Natural de
la ciudad de Cienfuegos, edad madura, buena presencia, sincero, directo y con las
prioridades bien claras. En nuestro primer encuentro, la inevitable fase del
regateo, me obligó a tensar tanto la cuerda que temí que en alguno de los
diferentes viajes que habíamos acordado me abandonara en medio de la carretera.
Israel trataba en todo momento de granjearse mi confianza, cercano e
infinitamente servicial, siempre y cuando no le perturbara sus intereses
personales y su propensión a ser dueño de la situación. No hizo falta tirarle
de la lengua para que en nuestro primer viaje nos narrara con todo lujo de
detalles una biografía digna de una superproducción de Hollywood. Entre sus
principales hitos se encontraba su facilidad para recibir herencias, la
atracción a inversores extranjeros, conseguir piezas de recambio de hasta
debajo de las piedras y transformar antiguallas en coches modernos. “De lo que te digan no te creas nada y de lo
que veas créete la mitad”, me advertía. Vencido el sentido del pudor
inicial, comenzó a alardear de un arte para la seducción que su mujer,
aseguraba, no podía imaginar. Reconozco que ese detalle fanfarrón me puso en
guardia, ya que al más mínimo descuido podría engrosar su lista de corazones
partidos.
Sin embargo, lo que más me impactó
fue su amor por el dinero, ilustrado por un símbolo del dólar que brillaba en
la guantera, y la admiración hacia el sistema capitalista, pensamiento difícilmente
adquirido en la isla. Con ciertas licencias literarias, narraba trepidantes
historias de compatriotas que habían llegado a las costas de Miami en balsa y
que en pocos años habían amasado ingentes fortunas. Estos precedentes le
invitaban a fantasear con castillos equipados con jardín, jacuzzi, gimnasio,
mayordomos, descapotables en los que tomar champán con sus amantes y un
porvenir para su hija que le permitiera optar a senadora demócrata o a Miss
Florida. “Hermano, el cubano está
acostumbrado a buscarse la vida. Sobrevivirá por lo legal, por la derecha o por
la izquierda”, repetía. A pesar del lugar privilegiado que ocupaba en la
pirámide, se quejaba amargamente de la falta de oportunidades, la escasez de
recursos y la represión que sufría su país. Echando unas rápidas cuentas,
verificadas por su vanidad, allí disponía de un sustento que podía multiplicar
por treinta el de un médico, algo impensable en sus amados EEUU. “Amigo, Cuba no es fácil de entender, ni para
nosotros los cubanos”, sentenciaba.
En los siguientes días pudimos disfrutar
de algunas de las maravillas naturales asentadas en la zona central de la Isla.
Desde los impresionantes corales que colman la costa de Bahía de Cochinos hasta
las montañas impenetrables de Topes de Collantes, tomar baños en pozas cristalinas
regadas por cascadas de cientos de metros o congratularnos con su salvaje flora
y fauna. La escasez de industrialización y la defensa del territorio natural se
traducían en la virginidad descarnada de los parajes tropicales. En las horas
centrales, cuando el sol se empezaba a ocultar bajo la amenaza de tormentas
capaces de anegar la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, aprovechábamos para
resolver nuestras disputas logísticas. Fue en Trinidad cuando la frase “en Cuba se hace todo por la izquierda”,
pronunciada por nuestro extinto chófer, cobró todo sentido. El plan de llegar
hasta las provincias orientales era sistemáticamente torpedeado por la falta de
recursos y el colapso estival. Todo indicaba que deberíamos resignarnos a dar
media vuelta hasta que conocimos a Agustín Fando, el único empleado de una
agencia de transporte situada en medio de la nada. A diferencia de otros
funcionarios, a primera vista Fando parecía caracterizarse por su entrega al
trabajo, el respeto a su jornada laboral, tomar en consideración las
sugerencias del cliente y, lo más apreciado, su capacidad resolutiva. Una vez
comprendido nuestro plan, hizo las consultas y las llamadas pertinentes hasta
poner en nuestras manos los correspondientes billetes de autobús y un taxi que calificaría
como una conexión inevitable. Todo ello por una suma razonable y con la firme
promesa de que si teníamos cualquier incidente no dudáramos en llamarlo a
cualquier hora. Los incidentes no se hicieron de rogar: nuestra conexión había
sido gestionada por la izquierda, ajena a la agencia, sin mayor garantía que la
palabra de su empleado, quien había actuado como un intermediario y al que
nuestra transacción le había reportado una suculenta comisión. No sólo aquellos
funcionarios que aprovechaban la candidez de los turistas hacían negocios
paralelos, sino que otros directamente metían la mano en la caja o robaban los
bienes que debían custodiar. Los quebraderos de cabeza derivados del desastroso
negocio no cesaron. El éxtasis se produjo cuando esperamos a un autobús que
nunca pasó, ya que este no había sido avisado de nuestra existencia. Mientras
tanto, el dispuesto y cercano Fando permanecía en paradero desconocido. Afortunadamente,
aquello no nos pilló desprevenidos y aceptamos la situación con deportividad
cubana, jugando al Tutti Frutti y vaciando a sorbos una botella de ron blanco,
esperando a que el problema tuviera la voluntad de solucionarse por sí solo.
Además de su sabor a ron y su olor a
tabaco, Cuba tiene un sonido muy característico. En la tierra de Silvio
Rodríguez, Benny Moré, Bebo Valdés, Celia Cruz, Pablo Milanés y Orishas, la
cuna de la guaracha, la trova, el son y el chachachá, la esclavitud musical es férreamente
ejercida por el electro latino, conocido comúnmente como reggaetón. Era
indiferente hora y lugar, el oído era engullido sin tregua por un ritmo pegajoso,
melodías exuberantes y letras que no invitaban a la reflexión. Tal era el grado
de persecución que hasta en sueños me sorprendía a mí mismo tarareando eso de “No eres tú, no eres tú, soy yo” o “Siempre he sido una dama, pero soy una perra
en la cama” mientras mis pies hacían movimientos más extraños de lo
habitual. A esta situación habían contribuido dos factores: los equipos de
música portátiles, que presagiaban la extinción de la tranquilidad en Latinoamérica,
y el paquete, un servicio que distribuía de forma clandestina series, películas
y un recopilatorio de canciones actuales que condenaba a Cuba a la tiranía del
reggaetón comercial. Aunque el proceso de homogeneización se mostraba implacable
en el apartado musical, en algunos rincones se ejercía la resistencia empuñando
guitarras, percusiones y voces cálidas.
Uno de aquellos bastiones era El
Mejunje, un modesto centro social situado en las calles centrales de Santa
Clara, cuyo principal objetivo es el de reinventar la cubanía como estilo de vida. Se trataba de un antiguo palacio
provisto de un patio central que además de hacer las veces de escenario, pista
de baile, pasarela de moda, zona de juegos y lugar de encuentro, protagonizaba
también genuinas fiestas para la comunidad gay y espectáculos con drag queens para el presumible disgusto del
Che, cuyos restos reposaban a unas cuadras de distancia. Era domingo y sus puertas se abrían
especialmente para las personas mayores, quienes acudían a desafiar los límites
de sus caderas y a regar la garganta de Havana Club. Acompañados de mojitos y
daiquirís, nos acomodamos en la terraza para contemplar la sucesión de movimientos
imposibles, rituales de seducción desacomplejados y los rostros iluminados de aquellos
ancianos rebosantes de vida. En cierto momento, un negrote de largas rastas y medidas descomunales se acercó a
ilustrarnos. “La semana pasada les cambié
el danzón por el reggaetón. Brother, ¡quince cinturas se dislocaron!”, comentaba
entre risas y aspavientos. Cuando estábamos por irnos, el negrote nos advirtió que por la noche aquello era cuando se ponía
bueno, los olores y los sabores humanos se fundirían y la orgía de las orgías se
sucedería hasta que aconteciera el fin del mundo. Reconozco que en ese momento envidié
con todas mis fuerzas su capacidad innata de concebir el tiempo como un recurso
infinito.
Fue en la ciudad de Las Tunas donde comenzamos
a dejar atrás nuestro rol de turistas occidentales y aprendimos a vivir cómo se
hacía allí. Impaciente por nuestra llegada nos esperaba la señora Ada, nuestra
anfitriona, madre de un buen amigo en España. Aunque no había visto antes ni una
fotografía suya, apenas di con su rostro sonriente, sus cabellos blanquecinos perfectamente
ordenados y sus arrugas entrañables, me dirigí hacia ella y nos fundimos en un
abrazo como si nos conociéramos de toda la vida. Junto a Ada, sus nietos
Ernesto y Eduardo y la madre de estos, Maryla, compartimos techo, paseos,
deliciosas comidas, conversaciones que nunca queríamos terminar y una emoción
que nunca dejó de emanar. Enseguida sentimos que aquel hogar era también
nuestro, como si nuestra visita fuera un reencuentro ansiado. Ada marcaba el
ritmo de la casa con una alegría infatigable, colmándonos de atenciones y brindándonos
todo lo que estaba a su alcance. La personalidad y la fuerza que desprendía envolvían cada rincón. Especialmente me enterneció cuando después de una
jornada de playa me regó el cuerpo con un bidón de agua dulce, que ella había
traído adrede para quitar los restos de sal. “Por fin he cumplido mi sueño: bautizarme a lo cubano”, le confesé. De
Ernesto y Eduardo me cautivaron su bondad y su sencillez, la habilidad por
hacerse querer, su desmedida pasión por aprender y su carácter polifacético. Lo
mismo podían relatar un episodio histórico, dar una clase de medicina o química,
cantar y tocar la guitarra, hablar de pelota, repasar las últimas noticias
sobre el mercado de fichajes o jugar al fútbol, su pasión.
De hecho, no me pasó desapercibido
el especial interés con el que se sigue el mundo del fútbol en Cuba y en
particular la liga española. Era raro pasear por las calles y no encontrar a
alguien con una camiseta del Barcelona o del Real Madrid. Los partidos de las
principales competiciones europeas se retrasmitían por las principales cadenas
de televisión y en la radio se escuchaban las últimas noticias. No quise
desaprovechar la ocasión y le propuse a Ernesto echar una pachanga que me
permitiera testar el nivel futbolístico de la isla. Este, muy predispuesto,
consiguió organizar un partido en uno de los campos de hierba de la ciudad. Como
cuando era niño, vestí un equipaje completo del Barcelona prestado por Ernesto,
así como sus botas de tacos, quedándose él con otras más deterioradas. A pesar
de que era primerísima hora, el calor era ya asfixiante y teníamos que parar el
partido cada quince minutos a refugiarnos del fuego y luchar por tomar una
bocanada de aire. Mientras intentaba buscar el espacio para el desmarque, no
podía quitar ojo de la finura de los gemelos de mis compañeros de juego, todos
ellos hijos del período especial. Alejados de un estilo físico, los muchachos
destacaban por su gran técnica y el gusto por un fútbol estilístico. No guardé el
resultado en el recuerdo, solo la satisfacción de aquellos rostros
completamente entregados.
Otra de las piezas del puzle es el
legado de la Revolución. El movimiento socialista dominaba no sólo la esfera
política y administrativa, sino que se mostraba omnipresente en la rutina de
todo ciudadano e incluso en el paisaje. De las fachadas de las principales sedes
públicas lucían enormes carteles recordando citas de Fidel, Raúl, Che, Camilo o Martí,
la bandera del Movimiento 26J ondeaba junto a la cubana en fruterías, carnicerías
o peluquerías, mientras que las carreteras se decantaban por vallas
revolucionarias en detrimento de carteles informativos que sin duda podrían llegar
a ser útiles. La tumba del Che, el cuartel Moncada, Playa Girón o Sierra
Maestra eran venerados con un fervor equiparable a la divinidad cristiana, garantes
de la fe socialista y el rechazo al imperialismo. Las casas y los edificios
residenciales se debatían entre desvanecerse o el último aliento, en contraste
con el impoluto estado de las sedes del Partido, Unión de Juventudes, Federación
de Mujeres, Comités de Defensa de la Revolución, Central de Trabajadores o las
Unidades de Propaganda. El diario Granma, Radio Rebelde y Tele Rebelde
estructuraban la sociedad de la información, sobre los cuales se habían construido una admirable
unanimidad y un optimismo inquietante sobre la realidad. En cierta forma los
envidiaba al ahorrarse esas mesas de expertos zoquetes que inundan nuestras
televisiones. Alrededor de estos sectores se entroncaba gran parte de la
población, cuya forma de vida se había reducido a defender a la Revolución.
La casualidad nos brindó la
oportunidad de permanecer en la provincia natal de Fidel el día en que se celebraba
su nacimiento. Ingenuo de mí, esperaba desfiles conmemorativos, fuegos
artificiales y proyecciones sobre sus principales hitos que nunca tuvieron
lugar. A cambio, topamos con una pequeña parada que vendía por un puñado
simbólico de pesos ejemplares de Cien
Horas Con Fidel, una sosegada entrevista de más de setecientas páginas a cargo
del periodista Ignacio Ramonet. Aquella lectura fue la encargada de amenizar
nuestras últimas colas, traslados y otros imprevistos, permitiéndome ahondar en
la figura del Comandante en Jefe y la historia revolucionaria. Uno de los
logros más destacables, patente en la obra, era la construcción de un relato tan
sólido como concorde. No hay lugar a la incertidumbre, no hay controversia
posible, sólo existe una historia, sólo impera una palabra, sólo hay un pueblo.
Es cierto que el régimen se ha ido desgastando y su severidad decrece por
momentos, que la pluralidad está cada vez menos recriminada, pero no parecía
que fuera tan siquiera necesario. Sin embargo, un ingrediente fundamental en el
soporte del socialismo comenzaba a estar en jaque: el aislamiento. Internet ya no sólo
llegaba a las plazas y los parques, sino que empezaba a llegar a las casas; la mayoría de
familias tenían a algún miembro en el extranjero que les relatara cómo era el
exterior; y, hasta con un poco de pericia y suerte, podían comprobarlo por ellos mismos. Quizá las fronteras, la economía, la cesta de la compra, la ropa, la
televisión o incluso la historia se puedan controlar, pero la realidad no hay
quien pueda controlarla.
Una vez montado en el avión de
regreso, sin retrasos, alborotos e imprevistos, con cierto orden y la seguridad
de partir, empecé a echar de menos el calor pegajoso, la paradoja inexplicable
y el sabor intenso. Extrañaba su acento rebosante de alegría, su predisposición
a echarte una mano, su ejemplo de austeridad y entereza, su resistencia a pesar
de los pesares. Nuestro puzle está lejos de completarse. Creo que si lo tuviera
que volver a montar, no se parecería en nada a este.
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Estos recuerdos en forma de relato no podrían haber sido posible sin la gente que nos acogió y nos brindó la oportunidad de conocer la cubanía: Yuri, Zulema, Viviana, Marcos, Ada, Ernesto, Eduardo, Maryla, Eric, Edel y su familia, Marelys, Israel, Betty, Homero, Iliana, Arlett… Y por supuesto mis compadres Javi y Wil. Gracias también por su inspiración a Mari y a Havana Club.
Estos recuerdos en forma de relato no podrían haber sido posible sin la gente que nos acogió y nos brindó la oportunidad de conocer la cubanía: Yuri, Zulema, Viviana, Marcos, Ada, Ernesto, Eduardo, Maryla, Eric, Edel y su familia, Marelys, Israel, Betty, Homero, Iliana, Arlett… Y por supuesto mis compadres Javi y Wil. Gracias también por su inspiración a Mari y a Havana Club.
Guau, qué viaje, amigo! y te digo una cosa,Cuba no es fácil, pero se queda contigo.
ResponderEliminarCuba no es nada fácil, siempre quedará un pedazo con nosotros. Muchas gracias por tu lectura, Ana!
EliminarHola Rafa, me ha encantado tu post, no me habías comentado de este blog, ni de tus dotes periodísticas y literarias. Es una de las mejores crónicas que leído este año.
ResponderEliminarBuenas Maryla, me alegro un montón de que hayas leído el relato. Mil gracias por tus amables palabras y por todo lo que aprendimos y vivimos contigo y tu familia. Muchos besos a todos!
EliminarNo hay de qué. todo nuestro cariño para Mary y para ti. Y en verdad, Cuba es única, inigualable e irrepetible.
ResponderEliminarEnhorabuena por el post Rafa, repleto de paradojas, como la isla. Despues de dos viajes (uno de ellos llegando por nuestros medios desde La Habana a Santiago) vivimos añorando volver en un futuro no muy lejano, compartir con su gente su modo de vida pausado y alegre. Cuba es asi: o la amas o la odias, pero nunca indiferente!!!!
ResponderEliminarNosotros también tenemos algo incrustado que antes o después nos obligará a regresar. Lo que no sé es si tendrá el grado de autenticidad que tiene ahora.
EliminarMil gracias por tu lectura! Saludos!
Muy bueno
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu lectura y comentario. Saludos!
EliminarHola, Rafa. Maravillado me he quedado por el curro que supone este reportaje. Coincido plenamente contigo, con matices. Hace cuatro años conseguí visitar La Habana por primera vez. Para mí era un viaje soñado desde pequeño porque mi padre era cubano y una de mis hermanas (con la que me encontré allí un día después, porque al ir a embarcarnos no la dejaron subir al avión hasta que al día siguiente pudo coger el vuelo al haber solucionado un problema de visado). La Cuba que me encontré fue un contraste enriquecedor con los cientos de historia que de ese país había escuchado desde pequeño (mi padre conoció muy a fondo la Cuba de Batista, cuando era un inmenso lupanar para los americanos). Tú utilizas una palabra que la explica muy bien: paradoja. Yo quiero destacar otra que a mí me llegó muy hondo: dignidad. Habría muchas más palabras que enmarcar, pero este comentario, que solo quiere ser de felicitación por tu gran trabajo, se haría demasiado extenso. Un abrazo.
ResponderEliminarBuenas Alex.
EliminarMuchas gracias por leer, comentar y enriquecernos con tu historia. Estoy totalmente de acuerdo en que la palabra dignidad define muy bien al pueblo cubano. Me quedo con las ganas de escuchar más de tus experiencias!
Abrazos!
Excelente narración Rafale!! Muy amena e instructiva!!! Nos enriqueciste con tus apostillas!!! Abrazo enorme!!!
ResponderEliminarBuenas Gerardo. Me alegra enormemente que te haya gustado y te haya parecido interesante. Un placer, mil gracias por leer y comentar! Abrazos!
EliminarHola soy cubana y me llamo Baby. Vivo desde hace un corto tiempo en Uruguay motivo de otra gran paradoja cubana. Encontré tu artículo por casualidad y debo decirte que me ha conmovido tu narrativa hasta lo más profundo. Cuando se está lejos de ese pedazo de tierra en el mar, que vive cada día del "invento", uno siente que algo dentro pecho se desmorona. Y sucede que,síndrome inevitable del isleño, sientes que al llegar a un país nuevo puedes "comerte el mundo" simplemente has sobrevivido allí toda tu vida. Muchos me han preguntado aquí que si en verdad Cuba es todo lo que cuebtan, lo bueno y lo malo. Yo solo logro responder que es eso y mucho más, pero te repito es quizás el síndrome de la maldita circunstancia del agua por todas partes, parafraseando al poeta. Te doy gracias desde mi condición de cubana, de exiliada, de joven que nació con el llamado "Perido Especial " de los años noventa, por no ser otro de los tantos que van a mi país a dejarse seducir por el sexo fácil y barato de las esquinas; gracias por no escribir lapidariamente sino ceñirte a la cruda y dura realidad pero desde el respeto y,me atrevo a decirlo, la admiración. Gracias desde lo profundo de esta cubana que como tantos otros abandonó todo lo que ama en busca de mejores oportunidades para su familia, aún cuando en Cuba era periodista y aquí vendo panes en una panadería. Gracias en fin, por hacerme sentir en los minutos que duró la lectura, nuevamente el calor de las guaguas, el bullicioso silencio de la inconformidad y este sentimiento inmenso de agradecimiento por ser cubana
ResponderEliminarBuenas Baby.
EliminarCreo que lo mejor de escribir es llegar a ser capaz de arañar un sentimiento sincero. Gracias enormemente por darme este regalo y compartir tu experiencia. Te mando muchos ánimos y un fuerte abrazo!
Nosotros sólo pudimos estar 3 días en la habana en el vedado. Pero sueño con volver y recorrer toda la isla ciudad X ciudad. Gracias X el relato me hizo recordar que caminar en sus calles era sentir que el tiempo no pasara.
ResponderEliminarEntonces tenéis que volver absolutamente y devorar toda Cuba camarón a camarón, mojito a mojito y almendrón a almendrón. Me alegra que te haya gustado el relato. Mil gracias por tu lectura y comentario. Saludos.
EliminarQue lindo relato! me transportaste imaginariamente y con mucha emoción nuevamente a tierras cubanas. Espero volver pronto porque a pesar de que hay cosas buenas y malas como en todo lugar, me quedo con lo gratificante que fue compartir tantos lindos momentos con su gente, casi siempre dispuesta a contarte sobre ellos y su forma de vida, a veces a favor y otras no de la revolución. Saludos !
ResponderEliminarMil gracias. Todos los que hemos estado por allí nos han inoculado algún tipo de veneno que nos hace anhelar aquella realidad con fuerza y desear volver. Agradecido de su lectura y comentario. Un saludo!
EliminarHa sido muy revelador ver cómo nos ven desde fuera. Gran trabajo Saludos
ResponderEliminarMuchísimas gracias por la lectura y el comentario. Me alegra que te haya resultado revelador, lo cuento como lo viví y, la verdad, es que extraño la Isla Bella.
EliminarAbrazos compañero!
Espectacular relato sobre mi isla !!!
ResponderEliminarMe produce mucha satisfacción que así te parezca. Fuerte abrazos!
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