Sentía
cómo se le escurría el tiempo entre los dedos. Cerraba las manos con ahínco
para atrapar todos los segundos, pero se le derramaban ríos de minutos que
desembocaban en mares de horas.
Lo que más detestaba Enrique Prisa era
que su tiempo no fuera productivo. Cuando se tumbaba a descansar en el sofá, las
tardes de domingo o fiestas de guardar, le atacaban los remordimientos por no
estar corriendo una maratón o plantando abetos en medio del desierto. Se
lamentaba también al ver una serie sobre bomberos alienígenas mientras podría
estar releyendo un clásico de Dostoievski. Si iba a la playa, se quejaba
amargamente de no estar haciendo nada útil y se dedicaba a construir mezquitas
de arena recreando con precisión sus respectivos arcos, bóvedas y minaretes.
Por una cuestión de principios, Enrique
Prisa nunca cocinaba, le resultaba más eficiente pedir comida a domicilio.
Siempre escogía la misma pizza en el mismo restaurante para ahorrar tiempo en
pensar y llamar. Después devoraba el manjar frente a la pantalla del ordenador,
disfrutando de una ópera de Chaikovski o de una obra de Shakespeare. Jamás
había considerado ver dichos espectáculos en el teatro, pues no estaba
dispuesto a perder un minuto esperando el autobús, comprando las entradas o aplaudiendo
hasta que el resto de la audiencia se diera por satisfecha.
Sólo si era estrictamente necesario,
Enrique Prisa tomaba el transporte público y aprovechaba los trayectos para repasar
la contabilidad de su hogar unipersonal y estudiar sus múltiples inversiones. Cuando
se desplazaba al trabajo en coche estudiaba idiomas utilizando una colección de
casetes. Después de haber acabado los cursos de inglés, sueco, euskera, polaco
y catalán de Puigcerdà, se había decantado por aprender nepalí, ya que le
resultaría útil si algún día decidía escalar el Everest.
Había enterrado la posibilidad de
ampliar su estructura unipersonal con una pareja o una mascota, ya que pensaba
que podrían llegar a convertirse en ocupaciones que a la larga le restarían
independencia y sobre todo su amado tiempo, su único compañero. Poco a poco había
aminorado el contacto con su familia hasta reducirlo a visitas en Navidad,
funerales y su fiesta de aniversario cuando ésta caía en año bisiesto, en la que
se dejaba ver el rato suficiente para recibir las felicitaciones y apagar las
velas. Se había hecho la firme promesa de que nunca acudiría a ninguna boda,
bautizos o comuniones, aunque tampoco se había visto en la situación de recibir
ninguna invitación.
Aun así, Enrique Prisa se decía para
sus adentros que podría hacer mucho más, que tenía demasiados proyectos en liza
que requerían su atención. ¿Dónde estaba su trilogía sobre la invasión de los
tartessos a El Turuñuelo, provincia de Badajoz? ¿Por qué no había aprendido
todavía a hacer ganchillo tunecino? Según sus cálculos se estaba retrasando varios
meses a la hora de terminar su decimocuarta diplomatura universitaria. El árbol
genealógico de la familia Prisa, que él mismo había construido, todavía se
remontaba a unas ridículas diez generaciones. Decididamente tenía que hacer más,
se repetía, ¿pero cómo hacerlo sin doblar las manecillas del reloj?
Abrumado por la falta de tiempo, en
medio de la madrugada, se detuvo a observar la imponente colección de relojes
que colgaba de las paredes de su casa. Los había con brillantes péndulos y con
cucos tallados en madera. Algunos tenían grabadas las horas en estridentes
números romanos y otros adolecían de cualquier símbolo. Los tic tac conformaban
una orquesta precisa que atravesaba el silencio y martilleaba la mente de Enrique
Prisa. Las agujas se clavaban en su pecho y estaban a punto de dejarle sin
respiración.
En un alarde de lucidez, creyó saber
cómo zafarse de las redes del tiempo. Había urdido un plan maestro, una
estratagema para asestar un golpe definitivo en pos de la más absoluta
eficiencia y productividad: no dormiría nunca más.
Al día de su entierro, no apareció
ninguna persona a despedirse de Enrique Prisa. Tan sólo el tiempo acudió a su
encuentro, al que en algún momento de insensatez pensó haber derrotado, y ahora
éste lo observaba insignificante dentro de su féretro. No había nadie que recordara
sus contribuciones, ni sus hitos, ni tan siquiera si existió aquel hombre preso
de las manecillas del reloj. Es más, creo que ya le hemos dedicado mucho más
tiempo del que merece Enrique Prisa.
Gracias a la gente del Taller Escríbeme Mucho por la inspiración.
Dios se le olvidó vivir la vida y disfrutarla se le olvidó que el tiempo es corto tic tac tic tac
ResponderEliminarEstaba demasiado centrado en su empeño, pero se quedó en un parecía que sí.
EliminarGracias por leer y comentar. Saludos!
Me da pena, hay mucha gente que quiere hacer algo y no sabe por dónde empezar. ¿Mucha gente he dicho? Mas, muchas mas.
ResponderEliminarSaludos.
Quizá tengamos demasiadas metas, quizá estemos bajo demasiado estímulos que nos apremian en hacer y hacer sin un sentido claro, quizá hayamos iniciado una competición contra no se sabe muy bien qué. Es difícil saber entre tanta niebla.
EliminarMil gracias por leer y comentar.