Agotado, tras un intenso día de trabajo que vislumbraba el fin, Germán cogió
con desgana el carro metálico y se enfiló raudo hacia el almacén. Era la última
tarea, su preferida. El rostro se le iluminó al ver el rincón donde reposaba el
cargamento que debía transportar. Había latas de conserva, hortalizas, fruta,
barras de pan, pescado, carne y envases que jamás entrarían en el juego de la
transacción. Algunos eran rechazados por estar abollados, otros por lucir
manchas sospechosas o por haber rebasado la línea de lo no apto. La política
del supermercado era tajante. Aquellos productos debían ser retirados al
cierre, durante la noche, con la misma discreción con la que un mafioso esconde
un cadáver caliente, con el sigilo de un ladrón que entra en la caja fuerte de
un banco, con la frialdad de un pistolero que dispara a bocajarro a un rehén
maniatado.
Con el carro rebosante salió a la calle hacia la oscura esquina en la que
habitan los contenedores. Antes de llegar, Germán atisbó el tumulto que, día a
día, paciente, esperaba la mercancía. Una mezcla de repugnancia y odio le
invadió súbitamente, desatando un placer animal que le excitaba. Los había de
todos los colores, negros, blancos, rosados y anaranjados; de todas las
procedencias, del sur, del este, de aquí y de allá; de todos los tamaños y
complexiones, pequeños, gordos, altos, corpulentos y desgarbados; de todas las
edades, jóvenes, ancianos, maduros e imperecederos. Cada uno de aquellos individuos
tenía en su haber una historia diferente, la cual versaba en ese instante en
torno al hambre, a la necesidad angustiosa de llevarse algo a la boca. Sus
estómagos no entendían de fechas de caducidad, ni sus orgullos de controles de
calidad o salubridad. Sólo esperaban ansiosos a que se desatara el festín, a
que aquel Dios cruel les brindara una pizca de compasión que ellos agradecerían
con el fervor de un fiel discípulo y el miedo de un esclavo a su amo.
La ceremonia estaba preparada para comenzar cuando Germán los fulminó con
una mirada gélida, penetrante, abrumadora, sobrehumana. No sentía lástima, ni
esbozaba gesto de condescendencia. El único destello de cercanía a lo humano
era la exigencia de no abalanzarse antes de tiempo, que nadie osara a tocarle durante
el banquete. Todos los presentes sabían que era una norma inquebrantable. Las
consecuencias de saltarse el procedimiento eran tan terribles como el tamaño
del agujero que sus vientres albergarían. Como si se tratase de un ritual, Germán
se separó un metro del carro, tomo aire y le propinó una patada que marcó el
comienzo del caos. El metal dio contra el suelo esparciendo por el asfalto el
sinfín de alimentos que se confundían con otras tantas manos desesperadas. No
había tiempo ni espacio para elegir, las hambres bregaban sin compasión por los
desperdicios. Los brazos se entrecruzaban luchando por decidir el dueño de unos
garbanzos estropeados o el gaznate que saborearía la piel marrón de una manzana
roja.
Mientras observaba el espectáculo que había desatado, Germán sonreía al imaginar
en cómo contaría sus hazañas como rey mago del contendor, como profeta de la
legión de vagabundos, como Robin Hood del supermercado. Le encantaba alardear
delante de su cuadrilla, contar los entresijos de la batalla, describir a la
calaña que se había rendido ante su poder. Probablemente no tendría el mejor
trabajo, ni los mejores estudios, ni el mejor horario, ni tan siquiera el mejor
sueldo, pero pocos tenían la ocasión de enfundarse en la piel de un semidiós a
diario. Fue entonces cuando despertó de su fantasía, y sacó de su bata la
ofrenda final. Se trataba de una tripa de salchichón con la funda de plástico
ligeramente abierta. El manjar de los manjares, vuestro caviar, anunció
mientras la empuñaba bien alto. Con un sutil movimiento de muñeca el fiambre se
suspendió en el aire dando vueltas hasta que unas manos pararon el vuelo. Se
trataba de un anciano de pelo cano, altura menuda, algo encorvado y expresión
seria. Instintivamente clavó sus ojos negros en los del reponedor, silenciando de
golpe el griterío, desafiando la inquebrantable autoridad, deteniendo el transcurso
del tiempo.
En un instante la sonrisa desapareció del rostro de Germán. Una punzada fría
le recorrió todo el cuerpo, acribillando uno por uno sus cinco sentidos, temblando
estremecido hasta casi perder el conocimiento. El corazón repiqueteaba sin
control dispuesto a salir escupido del pecho, su expresión parecía paralizada,
completamente pálida, como si acabara de ver un fantasma. En un resquicio de
cordura, cogió el carro espantado y salió disparado hacia el supermercado bajo
las miradas de un tumulto que comenzaba a dispersarse tras el festival. Los
había quienes habían conseguido salvar de nuevo a la penuria, burlar su hambre
y el de su familia, y los había quienes salían derrotados, esperando un milagro
dentro de otro contenedor. El anciano de pelo cano también desapareció entre
las sombras del ocaso, interiorizando aquella escena que acababa de protagonizar.
Apagadas las luces, concluida la jornada, Germán se montó en el coche. A
través del cristal certificó que no quedaba nadie alrededor de los
contenedores, sólo unas cajas vacías revoloteadas y unos gatos callejeros que
habían llegado tarde. En su mente, Germán rememoraba una y otra vez la
profundidad de aquella mirada, la oscuridad de esos ojos negros, la serenidad
de aquel rostro, las canas que sobresalían de aquella frente arrugada, la
trayectoria de aquel vuelo que había despegado de sus manos y había aterrizado
en las de aquel anciano. ¿Por qué él precisamente?, se preguntaba. Trataba de
convencerse que no, que aquello no podía ser verdad y que si realmente lo era, ¿cómo
no podía haberse dado cuenta antes?
Repentinamente pisó el frenó, detuvo el coche y salió hacia fuera. El
lagrimal comenzó a inundarse de gotas cargadas de rabia y desconsuelo. Se sentó
encima del capó y fijó su mirada en el cielo para tratar de ahogar la
aflicción, tratando de encontrar el destello de alguna estrella. Recordaba,
siendo niño, sentarse a escuchar las historias que su abuelo le contaba sobre
el cielo, la galaxia y las constelaciones. Evocaba aquellas noches de verano en
las que esperaba ansioso a contemplar una estrella fugaz, encontrarla y
olvidarse, de nuevo, del deseo que había pensado pedir. Una vez, su abuelo le
contó que las estrellas que más brillaban contenían la luz de las personas que
tenían el corazón más limpio. Siempre que se acordaba de aquella leyenda,
buscaba atento la que correspondería a la de su abuelo, que de buen seguro
sería de las más relucientes. En cambio, se dijo a sí mismo, la mía dudo que
alguna vez llegue a brillar.
De nuevo en el coche, Germán emprendió una nueva dirección. El trasiego de
las luces de la ciudad y el repique del aire contra el cristal acompañaron el
trayecto. En un oscuro portal pulsó al timbre y dijo, soy yo, soy Germán. Se
hacía duro subir las escaleras de nuevo después de tanto tiempo. Rumiaba
mientras tanto una frase para presentarse y una cara que no fuera circunstancial.
Finalmente, cuando llegó a la tercera planta atisbó aquella presencia familiar.
En el marco de la puerta estaba perfilado un anciano de pelo cano, ojos negros,
altura menuda y algo encorvado. Permanecieron mirándose unos instantes, ignorando
a conciencia su encuentro en los contenedores. Esta vez la felicidad del rencuentro
lucía en el rostro del anciano. ¿Cómo tú por aquí?, dijo. Hace tiempo que no
venía a verte abuelo, respondió emocionado Germán.
Al entrar a casa, Germán se espantó al cerciorar las condiciones en las que vivía
su abuelo, maldiciendo no haberse dado cuenta antes, haber pensado que aquello
no podía pasar tan cerca de él. ¿Tienes hambre? Yo estoy a medio cenar, dijo el anciano. Claro que sí abuelo, contestó el nieto. Juntos estuvieron cenando, dejando
correr la noche y los temas banales con sosiego, disfrutando el uno del otro. Encima
de la mesa, como testigo, estaba aquel salchichón que había salido de la bata
de Germán, al que troceaba con cierto reparo. Es el manjar de los manjares,
nuestro caviar, dijo el abuelo emulando una voz épica. Estoy trabajando en un supermercado,
a partir de ahora voy a traerte la compra todos los días. El sitio donde vas no
parece muy allá, dijo Germán apurado. Para despedirse, se fundieron en un
abrazo infinito, intenso, reparador.
Al día siguiente, agotado tras la jornada, el reponedor esperó paciente a
que el carro de los restos se hubiera repartido lo más dignamente posible.
Germán no se volvió a enfundar el disfraz de semidiós, lo había lanzado a otro
contendor, deseando que jamás nadie lo rebuscara de entre los restos.
Los restos,
materiales y humanos, nunca estuvieron lejos de nosotros, solo fueron inquietantemente
ignorados.
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Fuentes de Inspiración:
La Calle.
Amaina Suit - La Vida Se Escapa (canción).
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