Como
todos los domingos, acudí a misa con una firme convicción. No voy por
tradición, ni por escuchar el sermón, ni mucho menos a flirtear con el resto de
feligresas: voy a ganarme mi plaza en el Cielo. No es esta una cuestión baladí,
pues se dice que el Paraíso está más que atestado tras siglos de desenfreno y política
de puertas abiertas. A esto se le une una flagrante crisis de valores, lo que
está convirtiendo la selección en un proceso restrictivo, del cual no se
conocen atajos. Como también es de sobra conocido, los poderosos y los
acaudalados siguen teniendo su plaza asegurada, entre los cuales no me
encuentro. Aun así, siempre he confiado en que mi insistencia pueda ablandar el
corazón del Todopoderoso.
Entre bostezos y cabezazos, tras una
noche que llegó hasta el amanecer, escuché unas palabras pronunciadas por el
cura que me despertaron súbitamente y se quedaron grabadas en mi cerebro: “Los que comparten y aman al prójimo serán
los elegidos para ir al Cielo”. No soy una persona que se distinga por amar
–aparte de a mí mismo–, ni por hacer ninguna clase de bien a la comunidad –además
de obsequiarle mi presencia–. Con esas premisas tenía complicada mi ansiada
entrada por las puertas que custodiaba San Pedro, por tanto necesitaba una
acción que dejara huella en la humanidad, un milagro. Después de la misa, consulté
al párroco qué podía hacer, pero él se centró en la idea de echar unas monedas
al cepillo de la parroquia semanalmente y que rezara con fe. ¿Qué clase de insulto
a mi inteligencia era ese? Dios ya está pelado de dinero, no necesita más
limosnas, ni más meapilas que le adulen. Imperiosamente, precisaba de otro tipo
de acciones más eficaces.
Cuando salí de la iglesia, me topé
con un grupo de chavales que bebía cartones de vino peleón a pleno sol. Reían
sin aparente preocupación, vociferaban expresiones indescifrables que poco
tenían que ver con la fe o la divinidad y bailaban melodías estrafalarias. Eran
ovejas descarriadas que necesitaban de un pastor que les recondujera por el
buen camino. ¿Acaso no podía ser yo su maestro y redentor?, pensé
envalentonado.
En pocos minutos me presenté entre
la muchedumbre con unas botellas de coca cola y les anuncié a viva voz que Dios
había sido misericordioso con ellos. Sus rostros de extrañeza e ira se tornaron
en admiración cuando cogí uno de sus vasos de plástico, hecho con una botella
de plástico rajada, y mezclé el vino con coca cola. Tras la degustación y aprobación
del que parecía el líder, el resto de jóvenes empezaron a mezclar y absorber el
brebaje. En ese momento disponían justamente del doble de mejunje del que
tenían instantes antes. Poco después, la plaza comenzó a llenarse de más
chavales atraídos por la dulce y robusta mezcla. Había obrado el milagro del kalimotxo
y los chavales, comenzaron a aclamar con júbilo.
Ahora que ya dispongo de mi billete
al Cielo, puedo seguir defraudando tranquilo a Hacienda, lanzar escombros por
la ventana y pasearme desnudo en caballo por mi edificio y parques públicos.
Tampoco creo que vuelva a la iglesia, pues he encontrado mi propio camino de la
fe que me conducirá a la salvación. El Señor esté también con vosotros. Y con
vuestro espíritu. Podéis ir en paz. Amén.
Eres la hostia de bueno!!
ResponderEliminarBuenas Arima,
Eliminarsiento decepcionarte, pero solo soy un joven fanático, refugiado entre la vergüenza ajena y la falta de talento. Mil gracias por la lectura y el comentario!
Es buenisimo!!!! He disfrutado mucho leyendo. Tienes una prosa ágil y amena. Gracias
ResponderEliminarMil gracias por tu lectura y comentario, Ana. Hacemos lo que cocemos, aunque hay veces que se nos pase. Abrazos!
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