Ayer
mi agenda había una cita marcada en rojo. Como aspirante a malabarista de
las palabras, acostumbro a hacer acopio de certámenes literarios en los que
presentar mi candidatura. A pesar de la torpeza y la falta de talento, he
cosechado una colección de historias que adapto a conveniencia de las bases.
Sin embargo, hay una modalidad alternativa que también ocupa mi tiempo y descarría
mis esfuerzos: los certámenes de temática específica o también conocidos como
la selva. En ellos anidan elefantes, hienas, leones, chimpancés, oasis y excursionistas
incautos como yo. Un ejemplo ilustrativo es el concurso de microrrelatos
convocado por una multimillonaria petrolera para concienciar sobre el cambio
climático y la desigualdad; o el certamen de relatos para patrocinar el jamón de
Teruel, cuyo premio consiste en adoptar a un cerdo vietnamita.
A las doce de la noche menos un
minuto se cerraba el plazo para participar en el certamen que señalaba mi
agenda. Se pedía no superar las doscientas palabras y escribir en Franklin Gothic 12. El reclamo para el
ganador era una excursión a las cuevas encantadas de un pueblo de Extremadura perdido
–disculpen la redundancia–, unos pases para la feria del ganado, un festín a
base de productos locales y la impresión de un centenar de ejemplares del
relato, los cuales se donarían al hogar del jubilado para que los ancianos
pudieran secarse los zapatos en los días de lluvia. Como joven e inexperto aspirante,
estaba ávido de demostrar mi talento, luchar hasta la muerte por granjearme el
reconocimiento de mis colegas y, como no, zampar embutidos y beber mistela
hasta reventar. Sin tener en cuenta la posible competencia –aunque uno siempre
tiende a pensar que serán orangutanes con tirantes– y que los concursos
literarios concursos son –con los caprichos de los jurados y posibles
injerencias políticas o de corte erótico-lúdico-festivo–, la empresa de al
menos intentarlo se antojaba sencilla.
Dejé de lado mi propósito de crear
una civilización con las pelusas de debajo de mi cama y me centré en escribir. Repasando
la convocatoria del concurso, encontré una dificultad añadida. La temática
propuesta era el apareamiento del vencejo siberiano. Para ser honesto, no tengo
idea de ornitología, más allá de las veces que haya podido pasar por buitre o
ganso, y no me queda muy claro donde situar Siberia en el mapa. Las cuestiones
de apareamiento las tenía más frescas debido a mi pasado como encargado de
cruzar gallos de pelea con tiernas codornices. A pesar de mi desconocimiento en
el tema, no desesperé. Comencé por utilizar la clásica estrategia para llamar a
las musas: tomar una siesta sin poner la alarma. Cuando desperté, dos horas restaban
para la medianoche. El sueño no sólo no me había aportado idea alguna, sino que
me había hecho dudar en qué siglo estaba. Entonces, me decanté por la opción
más sencilla para inspirarme. Escribí en YouTube “apareamiento del vencejo
siberiano” y, tras un par de visualizaciones infructuosas, los caprichos
algorítmicos me llevaron a vídeos de adolescentes surcoreanas practicando twerking.
Por descontado, adivinar qué tipo de
relato esperaba el comité del concurso era una quimera. Quizá el humor fuera
demasiado frívolo para aquellos bichos o el drama muy arriesgado para un animal
que tenía un graznido estruendoso. A falta de diez minutos para el cierre llegó
una idea a mi rescate. Escribí una historia de terror sobre un vencejo que se iba
de vacaciones a Siberia y era confundido con Michael Jackson. Para dejar
patente mi grandilocuencia, utilicé matices del estilo bizantino y pasé por la
coctelera un hipérbaton, dos hipérboles y una sinestesia, sin tener muy claro
qué significaba nada de ello. En mi cabeza se me antojó una propuesta
brillante. Sobre el papel resultó penoso. Dado el más que probable caso de que algún
miembro del jurado se hubiera pasado con las anfetaminas, aposté por enviarlo.
Esta mañana he visto revolotear
sobre mi casa a una bandada de vencejos. Me han dejado el portal como si se
tratara de los baños de un canódromo un sábado por la mañana. Creo que he
captado el mensaje. Me centraré únicamente en escribir odas sobre mis corvas.
Imagen tomada prestada de National Geographic
Este relato es una segunda parte de Sobre Concursos Literarios
¡Magnífico! Lo que ahora siento que le falta una tercera parte centrándose o desde el punto de vista de un jurado... Imagino ese delirio cómico donde un autor le piden que sea jurado de un concurso literario sobre cerdos de Salamanca, pata negra. Por ejemplo.
ResponderEliminarMuy divertido, me he reído un montón y esta descripción tan precisa me tronchó el vientre:
– y que los concursos literarios concursos son –con los caprichos de los jurados y posibles injerencias políticas o de corte erótico-lúdico-festivo–
Muy buen relato, Rafalé.
Genial relato!!!!. Un auténtico laberinto de palabras, que me han hecho reir y disfrutar mucho. El uso de la palabra es algo que manejas con total soltura, lo que hace que tus relatos sean únicos y sorprendentes, y esto nos lleva a no dejar de leer hasta el final. Imposible predecir donde y como terminará la historia.
ResponderEliminarEn esta ocasión no imagine para nada el final. Muy bueno!!! Eres sorprendente genio!!!
Tiene usted un don para escribir, me imagino que ya lo sepa pero siempre está bien recordárselo.
ResponderEliminarMe ha encantado, de verdad.
Me gusta tu estilo, sigue usando esos vocablos mientras vuelen esos desvergonzados vencejos literarios
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