Descubrir
una mentira es doloroso, pero con el tiempo se convierte en necesario y
reparador. No solemos estar preparados para tolerar el engaño, asumir la
falacia o convivir con la ira o el rencor. Cuanto mejor construido esté el
embuste, más traumático se convierte el proceso para asumir la verdad. Hay mentiras
que son piadosas, otras que son un reguero de pólvora esperando mecha y algunas
sumamente resistentes e impenetrables. Cuando un niño forma parte de la
ecuación, todos sus elementos se vuelven más sensibles y la capacidad de
destrucción se torna imprevisible.
Tenía siete años cuando descubrí que
la Navidad que celebrábamos en casa era una farsa que se sustentaba sobre otra
farsa aún mayor: mi vida. Hacía ya un tiempo que mi padre, del cual apenas conservaba
recuerdos, había decidido recoger sus cosas y huir. Mi madre no pareció darle
mayor trascendencia y actuó como si nada hubiera ocurrido. En realidad, no creo
que el abandono de mi padre le pillara por sorpresa e intuyo que quizá le supusiera
cierto alivio. A mis preguntas sobre su paradero y cuándo volvería, mi madre
contestaba que estaba trabajando y que tal vez algún día regresara.
No sé si tuve una infancia que se
pudiera catalogar como normal, pues es éste un concepto muy relativo. Es
difícil que Tarzán o Mowgli fueran conscientes de que su infancia era cuanto
menos peculiar. Yo por mi parte, era un niño bastante tranquilo, responsable y
obediente. Recuerdo, como particularidad, que pasaba mucho tiempo solo en casa
cuando mi madre salía a trabajar. Para entretenerme en mis tardes y noches de
soledad, ella bajaba al videoclub y alquilaba algún VHS. Los que más me
fascinaban eran los documentales de animales salvajes. Entre ellos, me
impactaron los de leones en la selva amazónica, el despiadado ataque del
tiburón blanco o el apareamiento entre osos polares del Ártico. Los
comportamientos de las bestias son tan sencillos que se convierten en la mejor
fuente para un niño en pos de descifrar a los adultos.
Otras veces, mi madre optaba por
dejarme en casa de alguno de sus variopintos amigos, sobre todo cuando hacía el
turno de noche. Aún recuerdo a Katerina, una joven búlgara que apenas sabía
hablar nuestro idioma, quien compartía un piso cochambroso con otras chicas del
Este y que siempre preparaba para cenar gyuvech,
una especie de estofado con carne y verduras. También me acuerdo de Baakir, un
senegalés muy divertido, de enormes proporciones que se pasaba las madrugadas escuchando
música reggae y fumando hierba.
En casa siempre tuvimos de todo. Mi
madre tenía la intención, que con el tiempo se convertiría en obsesión, de que
a su niño no le faltara de nada. Siempre vestí con ropa de marca, tuve las
zapatillas de jugar a fútbol más brillantes, juguetes de todo tipo y un elenco
de aparatos electrónicos que me convertían en la envidia de todo el colegio. Incluso
llegamos a mudarnos a un amplio chalet con piscina y jardín. A todas luces
hubiera parecido extraño que una camarera pudiera disfrutar de una vida tan holgada,
pero aún mi inocencia no me permitía albergar sospecha.
Dentro de la obsesión de mi madre,
las navidades suponían una gran oportunidad para demostrar su prosperidad y el
amor desaforado por su niño. La cena de Nochebuena congregaba a toda su fauna
de colegas, con Katerina y sus compañeras a la cabeza, además de Baakir,
caracterizado como si fuera el príncipe de una tribu bereber, junto a otros
personajes y sus respectivas extravagancias. Mis abuelos, tíos u otros
familiares no estaban invitados. En la mesa no faltaban gambas frescas, salmón
ahumado, anchoas de Santoña y pata de cordero al horno. El festín era
convenientemente regado con botellas de vino y champán como antesala de una
fiesta que se prolongaba hasta el amanecer. Al despertar encontraba a algunos
de los asistentes dormitando o en estado de descomposición sobre el suelo o la
bañera.
Otro de los grandes acontecimientos
en casa era la noche de reyes. Mi madre vigilaba con recelo mi redacción de la
carta y sugería algunas correcciones. Si pedía un Atlas de National Geographic
y un documental sobre orangutanes de Indonesia, ella le añadía una bicicleta,
una consola y un walkman. No satisfecha, durante la mágica noche, hacían acto
de aparición sus majestades Melchor, Gaspar y Baltasar a colmarme de atenciones
y regalos. Todavía conservo algunas fotos en las que se me aprecia en estado de
alucinación por tal deslumbrante experiencia.
Sin embargo, la noche de reyes de
mis siete años fue la última y más dolorosa. Después de que los reyes me regalaran
una televisión para mi habitación, un coche teledirigido y una videoconsola de
bolsillo, me fui a la cama por orden de mi madre. Entre las sábanas, me dispuse
a convertirme en un gran entrenador Pokémon, que era un mundo que me daba
bastante igual. Aun así, experimenté gran curiosidad por todos esos monstruos
que luchaban entre sí y aquel niño que viajaba alrededor de un mundo ficticio
para enfrentarse con otros entrenadores. Entonces, interrumpieron unos alaridos
salvajes que procedían de la habitación materna. Al abrir la puerta, como si se
tratara de una escena del documental sobre el apareamiento de osos polares,
encontré a Baakir ataviado con la capa de Baltasar mientras mi madre le
practicaba una felación. Al otro lado, ubicado tras las nalgas, agitaba
violentamente sus caderas el mismísimo Gaspar, a quien no logré identificar. Mi
madre saltó como un resorte de la cama y me llevó a mi cuarto entre empujones.
La imagen que acababa de presenciar se repitió en mi cabeza durante toda la
noche.
Al tiempo, mi madre decidió cambiar
de vida y comenzó a trabajar en un supermercado despachando pescado. Nos
mudamos a un pequeño piso de un barrio humilde, donde las paredes olían a
humedad y los electrodomésticos dejaban de funcionar espontáneamente. También dejé
de frecuentar las casas de Baakir y Katerina. Nunca más supe de ellos. En la
Navidad siguiente, el solomillo fue el plato estrella de la cena de Nochebuena.
No hubo noche de reyes y a la mañana recibí una enciclopedia desgastada de
manos de mi madre. Nunca un regalo me ha hecho tanta ilusión.
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