Conseguir
la salvación que anuncian las sagradas escrituras es una tarea repleta de peligros
e improvistos, pero altamente estimulante para el anecdotario.
Como cada domingo, me atavié con mis
mejores galas —un mono embadurnado de aceite industrial
y unos zapatos de payaso— para asistir a misa de primera hora. Entre cabezada y cabezada meditaba acerca
del dineral que debían invertir los hombres lobo en fotodepilación, de los que se habla más bien poco, cuando unas
palabras del sermón me sacudieron. “Ronda
por las calles una terrible amenaza. Desprende un azufre que corroe los valores
que Dios legó a los hombres. Tened cuidado porque, a pesar de tener rabo,
cuernos y tridente, sabe cómo seducir. Os hablará de orgías, drogas, banquetes
y otros placeres superfluos. Hermanos, anda suelto Satanás”. El cura
continuó con su intensa verborrea, aconsejando cómo combatir la presencia del
diablo. Sin embargo, mi capacidad de atención era demasiado reducida para seguir
escuchando. Por suerte el mensaje de alerta ya había penetrado en mis sentidos.
Mi firmeza ante el enemigo sería infranqueable.