Envuelto en la oscuridad de medianoche,
sumido en el susurro de la brisa de verano, embriagado por el elixir de la
soledad, agarra las sogas para flagelarse la alegría, dejando que el porvenir
se desangre hasta la extinción. Su piel rugosa libera placer al palpar el cuero
gastado, su mente frágil se colma de alivio al notar el metal oxidado desgarrar
dolor. Frunce el ceño y aprieta los dientes para sofocar esa sensación abrasiva
que tan solo él es capaz de aguantar.
Desgrana la pena en recuerdos
empolvados y esperanzas marchitas. Airea en murmullos entrecortados la angustia
que lleva clavada en el alma. “No hay
mayor desgracia que la que Dios me ha dado a sufrir. No hay mayor desgraciado que
yo”, cavila acelerado.
El sudor empapa las arrugas que brotan
de la frente, calando la camisa acartonada y los pantalones desechos que cubren
una mustia desnudez. Sus ojos se agitan descontrolados y sus piernas marcan el
ritmo de la locura. Los pensamientos corren frenéticamente, reproduciendo y
expirándose a cada instante, apuntando hacia una única dirección: la muerte, la
única salvación posible.
Con esmero repasa el plan con el que tantas veces ha fantaseado, puliendo hasta el más ínfimo detalle. Acaricia suavemente el filo de un gastado cuchillo, evocando una caricia tierna de cuando aún sabía amar. Ensaya el vaivén que dará con el acero en el pecho. Una larga bocanada recorre sus pulmones mientras siente el mango en su piel. El descanso eterno, la paz ansiada, está a escasos minutos.
Enciende un cigarro y saborea la intensidad
del humo de la despedida, imaginando cómo será el día después. Ante él se iluminan
portadas de periódico e informativos de televisión relatando su desenlace. Describen
cómo fue su vida, incluyendo testimonios de vecinos y curiosos que ensalzan
cuán educado y ejemplar había sido. El barrio que le había visto nacer y crecer
desprendía incredulidad y consternación. Aquel día, las tabernas brindarían por
mantener vivo su recuerdo, en los corrillos no se pronunciaría otro nombre más
que el suyo, tampoco se derramaría una lágrima que no fuera por su ausencia,
los rezos pedirían por el reposo eterno de su alma, el negro haría olvidar al
resto de colores. Las banderas ondearían a media asta, en los campos de fútbol
se guardaría un minuto de silencio y se propondría construir una estatua conmemorativa
o bautizar con su nombre una avenida comercial, a un nuevo polideportivo o incluso
al aeropuerto. “Nunca más seré olvidado”,
se dice a sí mismo poseído.
Tras una larga calada, la malicia se posa
sobre su sonrisa. Recuerda a sus amigos, aquellos que le han abandonado como si
de un perro se tratase, arrastrándolo al filo de este precipicio. Por siempre cargarán
con el peso del remordimiento hasta verse abocados a las llamas del mismo
infierno. Disfruta fantaseando con sus rostros desencajados ante su féretro,
con el sentimiento de culpa cortándoles la respiración, secándoles la garganta,
quemándoles las entrañas, reventándoles el pulso. “Que ardan sus conciencias con mi presencia grabada como único testigo”,
brama enfurecido.
En un instante de súbita decisión sostiene
el arma con ambas manos. Sereno, esconde sus ojos, mostrando unos párpados de
tonalidades moradas. En su interior, una vela va menguando su luz entregándose a
las sombras. Resopla y mueve los brazos hasta formar un ángulo recto con la
espalda. Apresuradamente, impulsa el movimiento que apunta al corazón. El golpe
resulta sordo, su cuerpo vibra con violencia y el aliento escapa anhelando libertad.
Al abrir los ojos vislumbra sus manos temblorosas
fundirse con sus costillas, sin que el acero ni la sangre se hayan llegado a unir,
sin que la muerte haya sido capaz de apagar por completo su vela. Alza la
mirada y descubre el reflejo de la luna brillar sobre el cuchillo tirado en el
suelo. Aún aturdido, alcanza a escuchar un leve gruñido que viene de la puerta,
dejando tras él unos pasos que se alejan inquietando al silencio.
La adrenalina fluye ferviente por sus
venas, el pálpito aúlla por salir del pecho y el aire entra y sale disparado
sin parar. Como un resorte, sale desbocado en busca del imprevisto salvador. La
rabia, el odio y la tristeza se han extinguido, y el alma trepa a tientas por
la liana de la vida. Bajando las últimas escaleras atisba una figura sinuosa
que reposa bañada por el resplandor de las farolas. Ella, mujer de cabellos
dorados, esbelta figura y carita de armonía, cubierta por un vestido blanco.
Ella, la vida entre la muerte, la alegría entre la pena, la caricia entre la
cuchillada. Ella, la luz entre la sombra.
Sin poder articular palabra, se acerca
torpemente hasta su posición, sacudiéndose el miedo con una sonrisa que rápido encuentra
complicidad en un gesto dulce. Un beso florece de sus labios cortados, ansiando
reposar en aquel rostro de terciopelo. Mueve las piernas con pausa para saborear
el cúmulo de sentimientos que recorre su piel. Uno de ellos, la alegría, había
sido desterrado hace años de su elenco. En su interior, la vela ha dado paso a
una hoguera que abrasa y ciega.
Nada más degustar el arrebatador
perfume que desprende su salvadora, instintivamente le propina un violento empujón
desplazándola varios metros hacia atrás. Un estruendo que quiebra la noche lo
despoja de consciencia y sus huesos dan contra el suelo. Un río de sangre y
lágrimas discurre por la calle apagando paulatinamente cualquier atisbo de luz.
Familiares y amigos del difunto reciben
la noticia del infortunio con sorpresa. Junto a su cuerpo, comparten pena y palabras
vacías de recuerdo. “No somos nadie. Estaba
en la flor de la vida“, murmuran. Ya no habrá cargos de conciencia entre
aquellos que le abandonaron, tal y como había planeado en un principio, ni su
voz retumbará amenazante en sus memorias. Sólo un frágil lamento por esa maceta
que reclamaba no alterar el destino. La ignorancia combinada con el tiempo es
una droga tan sutil que resulta imposible diferenciar la sobredosis de su extrema
necesidad.
Tras dar el último adiós, todos se
disponen a retornar a rutinas que no incluyen tiempo para pensar. Repentinamente,
las nubes ahogan el sol, tiñendo el cielo de tinieblas. Una aparición luminosa
levanta incesantes cuchicheos entre los rezagados. Vestida de blanco radiante,
aquella mujer de suaves facciones esquiva miradas camino al reencuentro a quien
había salvado de la muerte y después había muerto en sus brazos evitando que
ella corriera su suerte final.
Se aferra junto a la lápida,
descubriendo nombre y apellidos, y susurra emocionada. “Escapaste de entre la sombras para convertirte en luz”.
Dedicado con cariño a mi buen amigo Pito Espí.
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Fuentes de Inspiración:
El Último Pecado - Los Suaves (canción).
Siempre Igual - Los Suaves (canción).
Muerte Ven - Tahúres Zurdos (canción).
Fuentes de Inspiración:
El Último Pecado - Los Suaves (canción).
Siempre Igual - Los Suaves (canción).
Muerte Ven - Tahúres Zurdos (canción).
Muy bueno, me ha encantado. Y ese final, sin duda es deslumbrante ; )
ResponderEliminarMe alegra, Ramón. Muy amable en tus comentarios.
EliminarSaludos!!
Me gusta mucho el ritmo y las palabras que utilizas al narrar, he leído varios de tus relatos y me atrae mucho el modo en que eliges las palabras para conseguir un texto dinámico e inpactante en cada frase. Para mí eres toda una inspiración. Un beso.
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Es un placer!
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