Sangre
de un asesinato que emana desde el pasado para empapar al presente, hojas
caducas que vuelan entre vientos de campiña bajo un cielo que respira la
metralla del frente. Heridas que no pueden cicatrizar, abiertas por las
diferencias entre clases y dilatadas por el odio entre ideas. Este es el cóctel
que presenta Cielos De Barro, galardonado con el Premio Azorín del año 2000,
una loable retrospectiva de la España rural anterior y posterior a la guerra
civil, un relato trepidante de los que calan en las entrañas y perduran en la
retina.
Su
impronta personal en el estilo es superlativa, guiando al lector por un
entramado desgarrador y, al mismo tiempo, bello. Dicha obra es la cuarta novela
y, tristemente, la penúltima que escribiría Dulce Chacón, predecesora de La Voz Dormida, su obra más
celebrada y una de las fundamentales dentro de la literatura contemporánea
española. No es de extrañar la similitud que hay entre ambas, debido al trazo inconfundible,
la ambientación y la escasa diferencia temporal entre ambas publicaciones. Es
más, no es descabellado concebir a Cielos De Barro como un excelente preámbulo.
A
grandes rasgos, el libro desgrana la historia de un triple asesinato en el seno
de una familia señorial extremeña. Las relaciones con su servidumbre, compuesta
por gente del pueblo, influirán decisivamente en el devenir de los hechos. El
abanico de personajes es enorme. La obra está escrita mediante un enfoque narrativo
múltiple, intercalando pasajes de novela clásica, centrada en el pasado, con
soliloquios en el presente. Este planteamiento obliga a un mayor esfuerzo de
compresión por parte del lector, quien debe enlazar ambas narraciones, al
comienzo inconexas, pero paulatinamente hiladas de forma magistral.
Por
un lado, están las conversaciones de Antonio, el alfarero, con el inspector que
lleva el caso, presentadas como monólogos del primero. Dichos pasajes desmenuzan
un sinfín de detalles fundamentales sobre cada uno de los personajes. Además de
cronista de los sucesos, Antonio es el abuelo de Paco, uno de los principales
acusados, lo cual hará que trate de interceder en su favor en la investigación.
La narración del lugareño desata una lograda jerga rural, rica y bien medida,
evocando a referencias como Miguel
Delibes.
“No ande con apuros, si para mañana tengo
más. Desde que mi santa me dejó, soy yo el que prepara el puchero, con su
miajina de todo. Mire, así lo aviaba ella, ¿lo ve? Se cuece lento y se tiene
ahí todo el día, arrimado lo justo a la candela para que no se turre lo de
abajo. Beba lo que haga menester, que cuando el frío arrecia, no hay brasero
que valga”.
Por
otro lado, la historia del alfarero se intercala con los hechos que tuvieron lugar
en Los Negrales, el cortijo de los señores, en el pasado. Dichos episodios
tienen lugar antes y después de la guerra civil, lo cual precipita ciertos
hechos y agrava las diferencias entre familia y sirvientes. El rencor, la
envidia, la lujuria, la religión o el chantaje son algunos de los ingredientes
por los que discurren frenéticamente estas páginas. Los diálogos se convierten
en uno de los pilares fundamentales de esta parte.
-Lo que nadie ha visto no ha sucedido. Tú no estabas en el
frente del sur, ni Modesto tampoco.
-Modesto no estaba. Modesto habría defendido mi honra. Con
su vida la habría defendido.
-Tú no has perdido tu honra, Isidora, porque nadie te ha
visto perderla. Y no se te ocurra decirle nada a Modesto, a un hombre no le gusta
llevarse a una mujer que ha servido ya de primer plato para otro.
-Mamá, qué cosas dices.
-Victoria, ve a buscar a Modesto a la cocina y dile que
venga. ¿Tienes algo más que decirle a la señorita Victoria, Isidora? ¿Tienes
algo que decirle sobre el señorito Leandro? Contesta, que parece que te has
quedado muda.
-¿Es que le dijo algo para mí, mamá?
-No, hija. Isidora vio a Leandro, pero no debes decírselo a
nadie, ni siquiera a sus padres, porque él no la vio a ella. Y ella debe olvidar
a quién vio allí. Porque Isidora no ha estado en el frente del sur, ni Modesto
tampoco, y en ello les va la vida a los dos. Isidora no pudo ver a Leandro.
¿Verdad, Isidora? ¿Viste al señorito Leandro?
Doña Carmen retiró una bandeja de plata expuesta sobre un
sillón tapizado en verde, y ocupó el asiento.
-Isidora, dile a mi hija si viste al señorito Leandro.
-Él no me vio.
-Te he preguntado si tú lo viste a él.
Cuando Isidora contestó, bajó la mirada.
-A nadie vi.
La
caracterización de los personajes es otra de las bondades de Cielos
De Barro, la cual responde a planteamientos estamentales, pero resulta
profunda, creíble y sólida, lo que crea una cercanía y una empatía para con
ellos que da a la trama un extra de vigor. El carácter afable y natural de Antonio
regala citas para el recuerdo.
La Catalina decía que lo peor de perder a una madre es
perder sus brazos. Que los brazos de las madres se han hecho para acunar a los
chicos y abrazar a los grandes. Y que por eso mi nieto es como es, porque su
madre nunca lo abrazó.
Leer
Cielos
De Barro, por tanto, supone un ejercicio de placer y dolor. Placer por
la maestría de la obra, por esa conjugación de narrativa pulida, lenguaje
campestre y licencias preciosistas. Dolor al pensar en las obras que Dulce Chacón dejó sin escribir.
Imprescindible.
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Ficha Técnica:
Título: Cielos De Barro.
Autor: Dulce Chacón.
Páginas: 304.
Editado por: Planeta.
Año de publicación: 2000
Comprar
Ficha Técnica:
Título: Cielos De Barro.
Autor: Dulce Chacón.
Páginas: 304.
Editado por: Planeta.
Año de publicación: 2000
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