15 de junio de 2014

Sangre Roja

El día que los periódicos anunciaron el asesinato de su padre, Anna sintió una mezcla de tristeza y alivio. Era cuestión de tiempo que encontraran su escondite y lo liquidaran, tal y como habían hecho con tantos otros disidentes. Al despedirse por última vez, su padre le rogó desconsolado que le perdonara por haberla traído a este mundo. Era todavía una niña cuando Anna tuvo que escapar de su tierra y atravesar el crudo invierno tentando a la suerte. Desde entonces, había hecho de la huida su forma de vida. En un país distinto cada vez había dado cuenta de los atentados y suicidios que habían acabado con el resto de su familia.

Trataba de no arraigarse en demasía a las ciudades a las que llegaba. No solía entablar más relación de la necesaria para subsistir. Sólo con los enlaces que la cobijaban se permitía una palabra de más, pero, con el tiempo, Anna constató que cuanto más se alejaba de su tierra, los contactos se volvían menos fiables. En un par de ocasiones había desaparecido en medio de la noche a punto de ser entregada por un supuesto compañero. De esta forma, Anna creyó que era hora de comenzar a vivir y Florencia, donde se encontraba escondida desde hacía un par de semanas, parecía una ciudad idónea. La pareja de ancianos que la había hospedado en la ciudad aprobó la idea. Conocedor de sus prácticas, el anciano le comentó que el Régimen perseguía a los familiares de sus enemigos para suscitar su entrega, por lo que Anna, con su padre asesinado, no debía tener miedo. A fin de cuentas, no era más que una joven desterrada sin indicios de haber sido nunca una amenaza.


Por intermediación de la pareja, Anna comenzó a trabajar en casa de los Fallaci, una familia acomodada y con arraigo en la región. A pesar de que su nombre y acento delataban su procedencia, ningún Fallaci le preguntó cómo había llegado hasta Florencia. El trato de los señores era respetuoso y se limitaba a que la muchacha se sintiera cómoda. Por la mañana, Anna se encargaba de las tareas de la casa, donde destacaba su mano para remendar los vestidos de la señora. Por la tarde bajaba a despachar en el comercio que la familia tenía en los bajos del edificio. En él se suministraban alimentos de la zona minuciosamente seleccionados por el señor Fallaci. Anna disfrutaba de su cometido, pues gozaba de la confianza del señor, que la dejaba sola a cargo del turno vespertino. También palpaba el cariño de los vecinos, sentimiento que le había sido negado durante años.

En cambio, Anna todavía era reticente a crear lazos más allá de los laborales. Antes de oscurecer, cuando cerraba el negocio, regresaba sin más demora a su nuevo hogar. Si aún quedaba luz, paseaba con los dos canes de la familia por la vera del río, entregándose a sus pensamientos. Por su pálida tez surcaban las lágrimas al ver su soledad reflejada en las aguas cristalinas.

Cuando Igor entró al comercio de los Fallaci por primera vez, Anna tuvo la certeza de que su vida estaba a punto de dar un vuelco. El joven se zambulló en los estantes contemplando las viandas como si se tratasen de verdaderas obras de museo. Desde el mostrador, Anna vigilaba cada uno de sus movimientos mientras despachaba acelerada al resto de clientes. Tras haber finalizado con ellos, Igor se acercó hacia la joven provocándole un cosquilleo que recorrió todo su cuerpo.

–Perdona, ¿tienes pecorino y un poco de orégano? –preguntó el joven. Anna se estremeció al comprobar que el italiano de aquel desconocido se entrelazaba con el acento de su tierra.
–Sí, enseguida –le respondió, intentando ocultar que el pulso estaba a punto de salirle por la boca. La muchacha percibió cómo la desnudaba con la mirada mientras preparaba el pedido. Le resultaba divertido aquel juego que le reconciliaba con su intimidad.
–Me llamo Igor.
–Encantada, aquí tiene su  pedido. Gracias –le contestó Anna cortante.

A pesar de la decepción por la respuesta, Igor volvía al comercio cada vez con más frecuencia. Anna, por su parte, continuaba obsequiándole con su frialdad, pero una hoguera prendía en su interior con una intensidad que cada vez le resultaba más complicada de disimular.

Una tarde de primavera el sol aún brillaba cuando Anna salió a pasear con los perros a la vera del río. Igor surcaba cada ola de su mar de pensamientos y quizá, pensó, era el momento de rendirse a los deseos que durante tanto tiempo había reprimido. De repente, se percató de que alguien la observaba desde el otro lado del río. Allí se encontraba la inconfundible estampa de Igor, a la que Anna se dirigió desbocada. Una corriente de pasión y nerviosismo corría ferviente por sus venas. No sabía bien qué decirle, ni cómo debía actuar, sólo se dejaba guiar por el delirio. Cuando llegó hasta él, le acarició la cara para comprobar si era real y lo besó como si fuese el último segundo de su vida. A Igor, el atrevimiento de la joven le pilló desprevenido. Después de visitarla día a día, después de cientos de inocuas respuestas, después de seguirla durante un sinfín de tardes, después de todo, se había quedado prendada de él.

En cada encuentro entre ambos, Ana se vaciaba por completo relatando los pormenores de sus años de silencio. Igor la apremiaba con su comprensión, con su pecho abierto para secar las lágrimas. Al echar la persiana del comercio, se entregaban a la pasión con furia y generosidad. Todo se asemejaba a un cuento de hadas de la vieja Rusia, en el que el rojo es el color de la sangre.

–Gran trabajo, Kirov, aunque yo de ti vigilaría el cuello. Si en el Kremlin supieran que andas con la hija de Vrotsky, el siguiente serías tú. Y bien, ¿dices que no sabe nada?
–Así es, Nikolaev. Sólo conoce la versión oficial, piensa que su padre murió asesinado–contestó Igor–. No tiene contacto con Vrotsky, ni con ninguno de los suyos.
–Esa maldita cucaracha nos está haciendo perder demasiado tiempo –bramó Nikolaev–. Acaba con ella, Kirov, yo avisaré a Moscú para que la noticia llegue a todos los rincones del mundo. Hazlo rápido, no quiero más sobresaltos.
–Esta misma tarde lo haré –confirmó Igor impasible.

Cuando reunió el valor suficiente para cargar el arma con dos balas, las lágrimas que Igor Kirov había derramado sobre el retrato ya se habían secado. En él se veía a Anna con los perros de la familia Fallaci, tratando de esbozar una sonrisa que nunca más podría volver a ver. El mismo Igor había tomado la fotografía en uno de sus innumerables paseos de la mano por el río, en uno de los momentos donde dejaban volar la felicidad. Juntos habían creído en el amor, desafiando a los cuentos de la vieja Rusia, en los que al final el amor resulta siempre una quimera.

Nada más verlo entrar en la tienda, Anna contempló los ojos de un hombre distinto del que se había enamorado. A diferencia de su gesto cautivador habitual, el rostro de Igor reflejaba una seriedad aterradora. Se dirigió a la muchacha callado, esforzándose en acentuar el eco de sus pasos.

–Anna, tienes que venir conmigo ahora.
–No puedo Igor, aún me queda un rato –contestó nerviosa–. Te noto muy extraño, ¿qué te ocurre?

Súbitamente, Igor saltó el mostrador, la rodeó con los brazos, la levantó y salió con ella de la tienda. Anna quiso gritar, pero las manos de Igor tapaban su boca. No había nadie alrededor que la pudiera socorrer, el joven sicario había esperado el momento preciso. En la puerta les esperaba un coche con un hombre al volante. Después de un par de kilómetros de tensión, junto a un descampado cercano a la estación, Igor pidió al conductor que parara el coche. Cogió a Anna y juntos desaparecieron. Tras unos minutos, dos disparos, espaciados en unos segundos, rompieron el aire de Florencia.

Nikolaev, quien había seguido la escena con recelo desde su coche, se desesperaba, y tras consultar al chófer de Igor Kirov, salió disparado a buscarlo. Sobre el puente de la estación, Igor acariciaba con ternura la foto de Anna cuando sintió el cañón de una pistola posarse sobre su nuca.

–No podía –susurró Igor con un hilo de voz.
–Maldita sea, Kirov, algo me decía que no lo harías.
–Ya no me queda nada. Haz los honores, camarada.

Sin más dilación, Nikolaev apretó el gatillo y arrojó el cuerpo de Igor a las vías del tren. Tal y como le había sucedido con el padre, Nikolaev había fracasado en su misión de acabar con Anna Vrotsky.


Al escuchar el disparo, Anna perdió toda esperanza de reencontrarse con su amado. Durante todo el trayecto, la muchacha lloró desconsolada pensando cómo aquel amor de cuento de hadas se había esfumado entre sus manos, cómo aquel sicario a sueldo del Kremlin la había hecho sentirse viva y cómo después había derramado su sangre por salvarla. Siguiendo el plan que Igor le había explicado antes de despedirse para siempre, se bajó en la parada indicada, un pequeño pueblo de los Alpes, donde la esperaban para, de nuevo, emprender rumbo al ostracismo.

Relato Presentado al concurso (no oficial) de Mayo de Abretelibro.




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Fuentes de Inspiración:

Leon Trotsky (político soviético).
Gran Purga (represión soviética de 1936-1956).
Iván - La Polla Records (canción).
Nikolai - Seiskafés (canción).

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