14 de julio de 2019

El Hombre Que No Deberíamos Ser



Hace algunas semanas, alguien cercano tuvo a bien regalarme El Hombre Que No Deberíamos Ser de Octavio Salazar. Se trata de un breve ensayo en el que se esboza un retrato del hombre actual remarcando sus carencias en perspectiva de género con tal de corregirlas. Es este un tema de gran relevancia y atención social y mediática, lo cual me brinda apasionantes discusiones, notas de audio de varios minutos y algún que otro enfado. No niego que ciertas posturas, dentro de la necesaria determinación y firmeza de parte del movimiento feminista, junto a mi propio desconocimiento, me transmiten en ocasiones incomprensión y, alguna vez, disentimiento.

Con estas premisas, y sin propósito de extenderme en mis pensamientos, emprendí la lectura de la obra. Cuando leo una obra intento ser generoso con la misma y entablar una relación de confianza entre lector y escritor. Al mismo tiempo, suelo ser exigente con el material, ya que tengo una gran consideración por mi tiempo. Así pues, El Hombre Que No Deberíamos Ser pretende concienciar en materia de igualdad a un público muy general. Sin embargo, mientras avanzaba con la lectura empecé a observar que el discurso del autor estaba basado en postulados que necesitaban mayor argumentación. Evidentemente, que debemos construir una sociedad en la que la mujer y el hombre sean iguales no admite ningún tipo de discusión, pero afirmar, por ejemplo, que una muestra de desigualdad es el hecho de que Obama llegase al poder y Hillary Clinton no, requiere de algún tipo de aclaración. Tampoco tengo tan claro que si en los estamentos de poder predominan valores como la competitividad, la ambición o la soberbia es por una cuestión estrictamente de género y no por la carga intrínseca del concepto de poder. Quizá el autor tenga un discurso bien hilado sobre dichas cuestiones, pero si no se ofrecen al lector, el esfuerzo resulta estéril y hasta podría ser contraproducente. De este modo, la obra va tejiendo un discurso para un público que previamente ya comulga con esta serie de axiomas y difícilmente puede trascender más allá.
Avanzando la lectura, fui encontrando una forma de argumentar que me parecía cuanto menos cuestionable: establecer ejemplos arbitrarios para extraer conclusiones generales o, en otras palabras, tirar de estereotipos. Por cierto, dichos estereotipos se reiteran hasta la saciedad con unas palabras o con las mismas palabras permutadas a través de frases impolutas a nivel estético, pero escasas de contenido, tal y como ilustra esta: “El carácter precario de la masculinidad implica que estamos ante una subjetividad que puede ser cuestionada permanentemente y que, por tanto, necesita ser confirmada muy especialmente ante nuestros iguales”.
Cuando iba por más de la mitad del libro empecé a sentir que me estaban tomando el pelo, algo que se acentuaba al abordar la cuestión de la abolición de la prostitución. No basta repetir una y otra vez que ejercer la prostitución menoscaba la dignidad de la mujer para que este mantra sea cierto. Máxime, cuando diversas asociaciones de trabajadoras sexuales se desmarcan de esta postura y piden una regularización de la profesión para dotar de dignidad a la mujer. Considero que este debate, así como otros que se abordan durante el libro, es muy complejo y que muchas personas están adquiriendo posturas polarizadas por medio de ideas muy superficiales, de las cuales hace gala El Hombre Que No Deberíamos Ser.

Para rematar el despropósito, el autor comenta que tras fotografiar al hombre que no debemos ser, le gustaría dar alguna idea del hombre que deberíamos ser. Su intento resulta desacertado, puesto que en realidad hace un resumen de las ideas que ya ha repetido hasta la extenuación en las ochenta páginas precedentes. En ese momento me pregunté de forma malévola si en realidad esas diez páginas no servirían para abultar el número total, si el autor y la editorial se habían permitido la torpeza de rellenar descaradamente, si el propósito lucrativo no había vencido al social que prometía.
Ya que me había tomado un tiempo en leer la obra, consideré que podría ser interesante ofrecerle mi opinión al autor. La gran ventaja de las redes sociales es que permiten conectar casi hasta con Dios, y, por tanto, un garrulo como yo puede mandar sus impresiones a todo un referente del feminismo y catedrático de Universidad. Entonces, escribí el siguiente tuit: “Mi más sincera enhorabuena a @salazar_octavio y a @Planetadelibros por 'El Hombre Que No Deberíamos Ser', o mejor 'Como Rellenar Cien Páginas y No Decir Casi Nada'”. Como entendía que era un mensaje que podría no tomarse a bien, decidí argumentar mi posición con un segundo tuit: “Desconozco cuál es el objetivo de este tipo de obras, además del monetario, que se escudan en estereotipos, soflamas panfletarias que están dirigidas a un público afín. Creo que es más necesaria la pedagogía y la argumentación que las frases bonitas que carecen de contenido”. A los pocos minutos, descubrí que el autor había leído mi opinión y que, quizá por no comulgar con ella o con su tono, había optado por bloquearme.
Seguramente, el hombre que no deberíamos ser se expresaría como lo había hecho yo. Seguramente, el hombre que no deberíamos ser lo bloquearía. Entiendo que la ironía no siempre es la mejor forma de expresarse, que la gravedad que hay detrás de la reivindicación feminista favorece una firmeza temperamental y también que las redes sociales son completos vertederos para el pensamiento y la opinión. Sin embargo, creo que la actitud del autor carga de razón mis pensamientos sobre su obra. Tampoco pretendía generar un debate con él, seguro que tenía cosas mejor que hacer. En cambio, puedo adivinar que si mi tuit hubiera sido “Gracias @salazar_octavio por hacernos ver el hombre que deberíamos construir para hacer una sociedad más justa” la reacción hubiera sido bien distinta.

Esta pequeña anécdota viene a ilustrar el poco valor que le damos a los comentarios no positivos, un sentir que en el mundo de la literatura está bastante extendido. Todos los autores publicamos esperando las valoraciones y nos hinchamos como pavos al recibir las positivas, sin embargo no solo no hacemos caso de las negativas, sino que, en ocasiones, hacemos uso de las redes sociales para desacreditarlas en público. Hemos de valorar en mayor medida el tiempo que nos brinda el lector y aceptar todas las críticas, así como relativizar la importancia que estas tienen. Solo así podremos escribir mejor, conservar nuestra personalidad, disfrutar del arte de crear y el placer de compartir nuestros textos. Por supuesto, esta opinión y las del resto del artículo también pueden pecar de superficial y de todos y cada uno de los males que expone.

Por desgracia para mí, creo que, a raíz de esta historia, la próxima vez que me quieran hacer un regalo optarán por un saco de abono animal en lugar de un libro.

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