Hace
algunas semanas, alguien cercano tuvo a bien regalarme El Hombre Que No Deberíamos Ser de Octavio Salazar. Se trata de un
breve ensayo en el que se esboza un retrato del hombre actual remarcando sus carencias
en perspectiva de género con tal de corregirlas. Es este un tema de gran
relevancia y atención social y mediática, lo cual me brinda apasionantes
discusiones, notas de audio de varios minutos y algún que otro enfado. No niego
que ciertas posturas, dentro de la necesaria determinación y firmeza de parte
del movimiento feminista, junto a mi propio desconocimiento, me transmiten en
ocasiones incomprensión y, alguna vez, disentimiento.
Con estas premisas, y sin propósito de
extenderme en mis pensamientos, emprendí la lectura de la obra. Cuando leo una
obra intento ser generoso con la misma y entablar una relación de confianza
entre lector y escritor. Al mismo tiempo, suelo ser exigente con el material,
ya que tengo una gran consideración por mi tiempo. Así pues, El Hombre Que No Deberíamos Ser pretende
concienciar en materia de igualdad a un público muy general. Sin embargo, mientras
avanzaba con la lectura empecé a observar que el discurso del autor estaba basado
en postulados que necesitaban mayor argumentación. Evidentemente, que debemos
construir una sociedad en la que la mujer y el hombre sean iguales no admite
ningún tipo de discusión, pero afirmar, por ejemplo, que una muestra de
desigualdad es el hecho de que Obama llegase al poder y Hillary Clinton no, requiere
de algún tipo de aclaración. Tampoco tengo tan claro que si en los estamentos
de poder predominan valores como la competitividad, la ambición o la soberbia es
por una cuestión estrictamente de género y no por la carga intrínseca del concepto
de poder. Quizá el autor tenga un discurso bien hilado sobre dichas cuestiones,
pero si no se ofrecen al lector, el esfuerzo resulta estéril y hasta podría ser
contraproducente. De este modo, la obra va tejiendo un discurso para un público
que previamente ya comulga con esta serie de axiomas y difícilmente puede trascender
más allá.
Avanzando la lectura, fui
encontrando una forma de argumentar que me parecía cuanto menos cuestionable: establecer
ejemplos arbitrarios para extraer conclusiones generales o, en otras palabras,
tirar de estereotipos. Por cierto, dichos estereotipos se reiteran hasta la
saciedad con unas palabras o con las mismas palabras permutadas a través de
frases impolutas a nivel estético, pero escasas de contenido, tal y como
ilustra esta: “El carácter precario de la
masculinidad implica que estamos ante una subjetividad que puede ser
cuestionada permanentemente y que, por tanto, necesita ser confirmada muy
especialmente ante nuestros iguales”.
Cuando iba por más de la mitad del
libro empecé a sentir que me estaban tomando el pelo, algo que se acentuaba al
abordar la cuestión de la abolición de la prostitución. No basta repetir una y
otra vez que ejercer la prostitución menoscaba la dignidad de la mujer para que
este mantra sea cierto. Máxime, cuando diversas asociaciones de trabajadoras
sexuales se desmarcan de esta postura y piden una regularización de la
profesión para dotar de dignidad a la mujer. Considero que este debate, así
como otros que se abordan durante el libro, es muy complejo y que muchas
personas están adquiriendo posturas polarizadas por medio de ideas muy
superficiales, de las cuales hace gala El
Hombre Que No Deberíamos Ser.
Para rematar el despropósito, el
autor comenta que tras fotografiar al hombre que no debemos ser, le gustaría
dar alguna idea del hombre que deberíamos ser. Su intento resulta desacertado,
puesto que en realidad hace un resumen de las ideas que ya ha repetido hasta la
extenuación en las ochenta páginas precedentes. En ese momento me pregunté de
forma malévola si en realidad esas diez páginas no servirían para abultar el
número total, si el autor y la editorial se habían permitido la torpeza de
rellenar descaradamente, si el propósito lucrativo no había vencido al social
que prometía.
Ya que me había tomado un tiempo en
leer la obra, consideré que podría ser interesante ofrecerle mi opinión al
autor. La gran ventaja de las redes sociales es que permiten conectar casi
hasta con Dios, y, por tanto, un garrulo como yo puede mandar sus impresiones a
todo un referente del feminismo y catedrático de Universidad. Entonces, escribí
el siguiente tuit: “Mi más sincera
enhorabuena a @salazar_octavio y a @Planetadelibros por 'El Hombre Que No
Deberíamos Ser', o mejor 'Como Rellenar Cien Páginas y No Decir Casi Nada'”.
Como entendía que era un mensaje que podría no tomarse a bien, decidí
argumentar mi posición con un segundo tuit: “Desconozco cuál es el objetivo de este tipo de obras, además del
monetario, que se escudan en estereotipos, soflamas panfletarias que están
dirigidas a un público afín. Creo que es más necesaria la pedagogía y la
argumentación que las frases bonitas que carecen de contenido”. A los pocos
minutos, descubrí que el autor había leído mi opinión y que, quizá por no
comulgar con ella o con su tono, había optado por bloquearme.
Seguramente, el hombre que no
deberíamos ser se expresaría como lo había hecho yo. Seguramente, el hombre que
no deberíamos ser lo bloquearía. Entiendo que la ironía no siempre es la mejor
forma de expresarse, que la gravedad que hay detrás de la reivindicación
feminista favorece una firmeza temperamental y también que las redes sociales
son completos vertederos para el pensamiento y la opinión. Sin embargo, creo
que la actitud del autor carga de razón mis pensamientos sobre su obra. Tampoco
pretendía generar un debate con él, seguro que tenía cosas mejor que hacer. En
cambio, puedo adivinar que si mi tuit hubiera sido “Gracias @salazar_octavio por hacernos ver el hombre que deberíamos
construir para hacer una sociedad más justa” la reacción hubiera sido bien
distinta.
Esta pequeña anécdota viene a
ilustrar el poco valor que le damos a los comentarios no positivos, un sentir
que en el mundo de la literatura está bastante extendido. Todos los autores
publicamos esperando las valoraciones y nos hinchamos como pavos al recibir las
positivas, sin embargo no solo no hacemos caso de las negativas, sino que, en
ocasiones, hacemos uso de las redes sociales para desacreditarlas en público.
Hemos de valorar en mayor medida el tiempo que nos brinda el lector y aceptar
todas las críticas, así como relativizar la importancia que estas tienen. Solo
así podremos escribir mejor, conservar nuestra personalidad, disfrutar del arte
de crear y el placer de compartir nuestros textos. Por supuesto, esta opinión y
las del resto del artículo también pueden pecar de superficial y de todos y
cada uno de los males que expone.
Por desgracia para mí, creo que, a
raíz de esta historia, la próxima vez que me quieran hacer un regalo optarán
por un saco de abono animal en lugar de un libro.
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