Este
pasado fin de semana estuve en mi primera despedida de soltero. Se trataba de
la protagonizada por uno de mis grandes amigos: Oso Jones, al cual conocí
cuando ambos cursábamos económicas en la universidad. Él había venido en un programa
de intercambio entre osos pardos de Alaska y colibrís locales que iban a
aprender inglés en sus gélidas praderas. Tras probar nuestro suave clima y el
salmorejo, el rebujito y las fiestas flamencas, Oso Jones se enamoró de una
muchacha de por aquí, fue correspondido y decidió establecerse definitivamente
por estos lares.
Vaya por delante que no me convencía
la idea de celebrar el adiós a un mero estado civil, pero la ocasión de
reunirnos un buen puñado de viejos amigos me parecía suficiente buena excusa.
Además de mí mismo, completaban la jauría un delfín refugiado de la guerra de
Siria, un chimpancé caribeño, un cocodrilo de Jaén que ejercía de dentista y un
majestuoso halcón que acababa de abrir su propio centro de yoga. A priori
éramos un grupo muy heterogéneo, pero sentados en la terraza de un bar podíamos
llegar a ser asombrosamente compactos.
Tiempo antes del evento, decidí
tomar las riendas y comencé a organizar las actividades que conformarían el
inolvidable fin de semana que pasaríamos en una ciudad de mar. No queríamos ser
convencionales, por tanto apostamos por disfrazar al novio de Oso Polar, su
gran competidor, meterlo en el maletero de un coche y dar vueltas por la ciudad
sin ningún tipo de dirección ni sentido, mientras en el exterior se alcanzaban
los 40ºC. Quería que mi gran amigo Oso extrajera de esta experiencia una
metáfora sobre su futura vida de casado, asfixiante y quizá claustrofóbica,
pero a cambio casi sufrió una lipotimia que lo manda al otro barrio.
Después de regar nuestros sedientos
gaznates con unos vermús, cervezas, licores y vinos con el estómago vacío,
fuimos a un escape room. La mecánica de este tipo de salas es la de dejarte
atrapado durante un tiempo y tener que superar una serie de pruebas para
escapar, las cuales requieren de todo tipo de pericias y astucias. De nuevo,
había una metáfora implícita: el matrimonio está lleno de trampas y atajos, los
cuales requieren de tu máxima capacidad para sortearlos y salir con vida. La
experiencia no pudo ser más desastrosa: Delfín se enojaba ante la falta de
humedad, Cocodrilo empezó a masticar los decorados, Chimpancé estaba tan ebrio
que se durmió y Halcón volaba la sala de punta a punta emitiendo unos
ensordecedores graznidos y lanzando sus excrementos sobre Oso. A los diez
minutos conseguimos escapar: nos habían expulsado y nuestra fotografía,
ataviados con collares hawaianos, descansaba en la entrada con el fin de que no
nos volvieran a dejar entrar nunca más.
Para comer habíamos reservado uno de
esos restaurantes de comida exótica que presumían de una puntuación
desorbitada. El local estaba impoluto y decorado con sumo gusto, los camareros
demostraban una dicción extraordinaria y en el fondo se situaba un escenario
donde un joven elefante interpretaba 'Somewhere Over The Rainbow' con ukelele.
El menú estaba compuesto de koala australiano en pepitoria, estofado de tigre
con lentejas, quiche de ratón persa frito y tarta cremosa de tiburón blanco.
Todo resultó delicioso. Discutíamos sobre anécdotas que cada uno de nuestros
cerebros había trastocado arbitrariamente, contábamos chismes sobre los que no
habían venido y, entre tanto, nuestros estómagos feroces no paraban de pedir
más raciones, postres, combinados y masajes en los pies, patas, colas y aletas.
Nuestro humor cambió súbitamente cuando al pagar dimos cuenta de la triste
realidad: Delfín se tendría que quedar toda la tarde y la noche a fregar
platos.
Por la tarde, teníamos previsto el
plan estrella: visita al zoo y una sorpresa que nadie podía esperar. Paseamos
entre leones, debatimos sobre la actualidad del Partido Flamenco con un grupo
de garzas y bailamos en la carpa de las nutrias ritmos tradicionales
subsaharianos. En cierto momento de éxtasis, vendamos los ojos y las manos a
Oso, lo sentamos en una silla, y apareció una preciosa jirafa que protagonizó
un elegante y refinado striptease. Esta actividad no contenía ningún símil más
allá de la diversión y depravación gratuita, así como la máxima que dice que en
las despedidas no hay ley. Durante el baile, Oso se agitaba en su asiento de forma
inquietante, su rostro parecía hincharse y adquirir una coloración rojiza
intensa. Cuando la jirafa estaba a punto de quitarse la exigua vestimenta,
quitó la venda al novio y éste descubrió la sorpresa. Entonces, Oso bramó como
un descosido y se zafó violentamente de la bailarina: sufría una alergia a las
jirafas que podía ser mortal. Se levantó y desapareció corriendo del lugar
rumbo al hospital más cercano.
A partir de ese momento, tengo muy
vagos recuerdos de lo sucedido. Debí de pasar por la zona de las serpientes, de
las hienas y de los buitres, pues al día siguiente me levanté en medio de un
descampado, con la ropa totalmente destrozada por mordiscos, arañazos, la piel
succionada en cada rincón y un mapache entre mis brazos al que no quise
despertar mientras roncaba con semblante feliz.
Hace un rato, me ha llamado Oso
Jones para recordarme que este fin de semana tenemos una nueva despedida de
soltero que él mismo está supervisando muy cuidadosamente. ¿Cuál?, he
preguntado extrañado, a lo que me ha contestado: la tuya, Cerdo vietnamita con
tirantes.
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