27 de julio de 2019

Despedida En La Granja


Este pasado fin de semana estuve en mi primera despedida de soltero. Se trataba de la protagonizada por uno de mis grandes amigos: Oso Jones, al cual conocí cuando ambos cursábamos económicas en la universidad. Él había venido en un programa de intercambio entre osos pardos de Alaska y colibrís locales que iban a aprender inglés en sus gélidas praderas. Tras probar nuestro suave clima y el salmorejo, el rebujito y las fiestas flamencas, Oso Jones se enamoró de una muchacha de por aquí, fue correspondido y decidió establecerse definitivamente por estos lares.

Vaya por delante que no me convencía la idea de celebrar el adiós a un mero estado civil, pero la ocasión de reunirnos un buen puñado de viejos amigos me parecía suficiente buena excusa. Además de mí mismo, completaban la jauría un delfín refugiado de la guerra de Siria, un chimpancé caribeño, un cocodrilo de Jaén que ejercía de dentista y un majestuoso halcón que acababa de abrir su propio centro de yoga. A priori éramos un grupo muy heterogéneo, pero sentados en la terraza de un bar podíamos llegar a ser asombrosamente compactos.
Tiempo antes del evento, decidí tomar las riendas y comencé a organizar las actividades que conformarían el inolvidable fin de semana que pasaríamos en una ciudad de mar. No queríamos ser convencionales, por tanto apostamos por disfrazar al novio de Oso Polar, su gran competidor, meterlo en el maletero de un coche y dar vueltas por la ciudad sin ningún tipo de dirección ni sentido, mientras en el exterior se alcanzaban los 40ºC. Quería que mi gran amigo Oso extrajera de esta experiencia una metáfora sobre su futura vida de casado, asfixiante y quizá claustrofóbica, pero a cambio casi sufrió una lipotimia que lo manda al otro barrio.
Después de regar nuestros sedientos gaznates con unos vermús, cervezas, licores y vinos con el estómago vacío, fuimos a un escape room. La mecánica de este tipo de salas es la de dejarte atrapado durante un tiempo y tener que superar una serie de pruebas para escapar, las cuales requieren de todo tipo de pericias y astucias. De nuevo, había una metáfora implícita: el matrimonio está lleno de trampas y atajos, los cuales requieren de tu máxima capacidad para sortearlos y salir con vida. La experiencia no pudo ser más desastrosa: Delfín se enojaba ante la falta de humedad, Cocodrilo empezó a masticar los decorados, Chimpancé estaba tan ebrio que se durmió y Halcón volaba la sala de punta a punta emitiendo unos ensordecedores graznidos y lanzando sus excrementos sobre Oso. A los diez minutos conseguimos escapar: nos habían expulsado y nuestra fotografía, ataviados con collares hawaianos, descansaba en la entrada con el fin de que no nos volvieran a dejar entrar nunca más.
Para comer habíamos reservado uno de esos restaurantes de comida exótica que presumían de una puntuación desorbitada. El local estaba impoluto y decorado con sumo gusto, los camareros demostraban una dicción extraordinaria y en el fondo se situaba un escenario donde un joven elefante interpretaba 'Somewhere Over The Rainbow' con ukelele. El menú estaba compuesto de koala australiano en pepitoria, estofado de tigre con lentejas, quiche de ratón persa frito y tarta cremosa de tiburón blanco. Todo resultó delicioso. Discutíamos sobre anécdotas que cada uno de nuestros cerebros había trastocado arbitrariamente, contábamos chismes sobre los que no habían venido y, entre tanto, nuestros estómagos feroces no paraban de pedir más raciones, postres, combinados y masajes en los pies, patas, colas y aletas. Nuestro humor cambió súbitamente cuando al pagar dimos cuenta de la triste realidad: Delfín se tendría que quedar toda la tarde y la noche a fregar platos.
Por la tarde, teníamos previsto el plan estrella: visita al zoo y una sorpresa que nadie podía esperar. Paseamos entre leones, debatimos sobre la actualidad del Partido Flamenco con un grupo de garzas y bailamos en la carpa de las nutrias ritmos tradicionales subsaharianos. En cierto momento de éxtasis, vendamos los ojos y las manos a Oso, lo sentamos en una silla, y apareció una preciosa jirafa que protagonizó un elegante y refinado striptease. Esta actividad no contenía ningún símil más allá de la diversión y depravación gratuita, así como la máxima que dice que en las despedidas no hay ley. Durante el baile, Oso se agitaba en su asiento de forma inquietante, su rostro parecía hincharse y adquirir una coloración rojiza intensa. Cuando la jirafa estaba a punto de quitarse la exigua vestimenta, quitó la venda al novio y éste descubrió la sorpresa. Entonces, Oso bramó como un descosido y se zafó violentamente de la bailarina: sufría una alergia a las jirafas que podía ser mortal. Se levantó y desapareció corriendo del lugar rumbo al hospital más cercano.
A partir de ese momento, tengo muy vagos recuerdos de lo sucedido. Debí de pasar por la zona de las serpientes, de las hienas y de los buitres, pues al día siguiente me levanté en medio de un descampado, con la ropa totalmente destrozada por mordiscos, arañazos, la piel succionada en cada rincón y un mapache entre mis brazos al que no quise despertar mientras roncaba con semblante feliz.

Hace un rato, me ha llamado Oso Jones para recordarme que este fin de semana tenemos una nueva despedida de soltero que él mismo está supervisando muy cuidadosamente. ¿Cuál?, he preguntado extrañado, a lo que me ha contestado: la tuya, Cerdo vietnamita con tirantes.



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