La
primera vez que lo vi aparecer, supe que había llegado mi fin. Dicen que la
carrera de todo artista tiene un momento de esplendor creativo máximo, llamado
culmen, el cual precede al declive paulatino, la vergüenza ajena y la muerte. No
necesariamente se suceden en ese orden. En el caso de Saramago fue la novela
'Todos los nombres', en el de Radio Futura su primer ensayo y en el de Gregorio
Esteban Sánchez Fernández, más conocido como 'Chiquito de la Calzada', fue 'Aquí llega Condemor, el pecador de la
pradera'.
En mi caso, que por aquel entonces
no era más que un pintor amateur con ínfulas de Andy Warhol y la sed de Chavela
Vargas en una noche de farra, mi culmen fue la aparición de un inesperado ser. Previamente,
había presentado parte de mi obra sobre mesas de billar en algún tugurio de
mala muerte. También había compartido exposiciones con la vanguardia del elenco
bohemio del pueblo y en contadas ocasiones había colado obras a algún que otro
trasnochado bañado en alcohol, soberbia y estupidez. Aun así, los ingresos eran
ínfimos y sobrevivía gracias a la caridad cristiana, las sobras de los
supermercados y un talento innato para engañar al hambre.
Un buen día llegó mi gran
oportunidad: una sala en la galería municipal, en la cual presentaría una
colección basada en retratos impresionistas de pelusas. La inauguración se
desarrolló mucho mejor de lo previsto. Mis compañeros del gremio se afanaban en
camuflar su envidia a base de alabanzas forzadas. Galeristas, autoridades
locales y otros bocachanclas me acorralaban con elogios desmedidos y amables
palabras, dejando a las claras que no sabían qué demonios había dibujado en los
lienzos. Entre tanto, me tenía que emplear a fondo con otros curiosos y
anónimos para repartirnos el escaso piscolabis. Vivía el despegue de un sueño y
mi mediocre talento parecía atisbar un horizonte esperanzador con una comida al
día y una botella de vino en lugar de cartón.
A la mañana siguiente, toda mi
fantasía se derrumbó al abrir la prensa local: el crítico de arte, un señor
argentino llamado Diego Armando, me ponía de vuelta y media. No le faltaba
razón al señalar que mi obra era un disparate, que adolecía de originalidad y
que mis trazas irregulares las podría haber hecho un niño pequeño o un perro
con Parkinson. Sin embargo, las alusiones a mi afición por orinar en el jardín
público o a robar sillas de plástico en el bar de la plaza me indicaban que
había algo más que cuestiones artísticas en aquella reseña. Asombrosamente, el
efecto del artículo fue justamente el contrario al deseado por su autor: la
galería estaba abarrotada día tras día y las obras se fueron vendiendo en poco
tiempo hasta agotar toda la colección.
Encantados con el éxito de la
muestra municipal, algunos galeristas de la región contactaron conmigo para
montar otra exposición a toda prisa. Me empleé a fondo para tener un material
que presentar con decencia, que superase el anterior y sorprendiera al gran
público. Pasaba todo el día encerrado en un improvisado estudio de cuatro
metros cuadrados sin ventanas, tratando de convertir el mundo cotidiano en sesudos
cuadros: paredes con gotelé, escaleras de mármol, grifos roídos por la cal,
inodoros sin taza, bidés... A la inauguración acudió Diego Armando, el crítico
argentino. Quizá fue fruto de la casualidad, pero vestía calcando la imagen que
yo mismo lucía: camisa de rayas, tirantes, bombín, pantalón de pana y chanclas
de ir a la playa. Intenté provocarle para que después escribiera el artículo
más hiriente posible: le tiré una copa encima, alabé a Pelé, le dije que por su
acento me parecía uruguayo y le pregunté si en realidad era psicólogo.
Un día después, abrí el periódico y
no había rastro del artículo de Diego Armando o de mi exposición en la sección
de cultura, ni tampoco en la de sucesos. La galería canceló mi exposición a las
tres semanas, intentando que yo costease el sueldo del agente de seguridad. Mis
cuadros acabaron recostados sobre un contenedor, a la espera del suicidio en el
vertedero o de una reconversión en tablero. Así pues, tomé la decisión de buscarme
la vida con un oficio honrado lo más alejado posible de cualquier traza de
arte: vendedor de perritos calientes. Por lo que respecta a Diego Armando, hoy
he leído una crítica suya sobre la película del Joker: la detesta por lenta y
previsible. Quizá mañana lo encuentre disfrazado de payaso.
Gracias por hacerme reir y disfrutar de tu increíble relato. Muy bien estructurado y narrado con mucha gracia y estilo. Me ha encantado!!!
ResponderEliminarMuchas veces la espontaneidad es la mejor estructura para escribir. En este caso utilicé ese instinto, que por otro lado vengo utilizando de un tiempo para acá. Me alegra que te hiciera reír, es lo más bonito que se puede hacer!
EliminarYa lo había leído en facebook pero se nota la corrección. Muy bueno, todo un ejemplo de aquella frase: la publicidad aunque mala siempre es mejor que su ausencia. Maradona es un crítico duro y la pintura un mundo difícil. Genial relato.
ResponderEliminarOmduart
Totalmente de acuerdo con tu punto sobre la publicidad. Creo que si decides crear y exponerte, cualquier reacción, positiva o negativa, es un buen síntoma. En el primer caso, no siempre, pero puede existir dudas sobre su sinceridad; en cambio, una crítica, aunque mal expresada o motivada por razones no estrictamente objetivas, suele ser certera porque ya ha renunciado a agradar. O no, quién sabe... Es todo tan complicado.
EliminarGracias por estar ahí siempre! Abrazos camarada!
Cierto es que todo artista necesita un hater para ser alguien. Así que, como en este caso, aquel que te odia se puede convertir en tu mejor aliado (si no que se lo digan a Góngora y Quevedo 😂).
ResponderEliminarMe ha encantado el relato, me ha enganchado y me he reído mucho: Espero la segunda parte.
Esta frase, en concreto, me parece una genialidad: "...culmen, el cual precede al declive paulatino, la vergüenza ajena y la muerte. No necesariamente se suceden en ese orden".
Abrazos, camarada.
Gran placer verte por aquí, camarada.
EliminarGóngora y Quevedo, Messi y Cristiano, el Nega y C.Tangana, Pito y Torrebruno son buenos ejemplos de esa rivalidad. En mi caso, no duró mucho, Diego Armando salió volando y ahora estará tratando de arrimarse al sol que más caliente con sus artes.
No creo que haya segunda parte, aunque me brotan ideas similares (el halago desmedido, el ego del artista, su soledad...) creo que podrían dar para alguna historia similar. En realidad, todo lo que publico por aquí tiene esos elementos con el nexo de la idiotez. Siempre hay que procurar andar por el filo entre la genialidad y la vergüenza ajena!
Nos vemos pronto! Mil gracias por tu sabiduría!