La
indiferencia me brindó un cálido recibimiento en Austria. Fue en uno de esos
puentes fijados en el calendario para aflojar las cadenas del trabajador. Esparcimiento
en el que gastar los últimos céntimos del salario. Los algoritmos de los
buscadores de vuelos propusieron Viena como destino. Las plataformas destinadas
a compartir alojamientos turísticos ofrecían un techo económico. Me proponía
explorar culturas recónditas, conocer diferentes formas de relacionarse,
rastros de civilizaciones extintas, perderme en calles limitadas por
arquitecturas medievales y rodearme de desconocidos que se comunicaran en un
idioma indescifrable para mis oídos. Quizá pequé de idealista.
Desde el tren que me conducía del
aeropuerto al centro de Viena comencé a vislumbrar la cruda realidad. Ni rastro
de carruajes a caballo, casas con techos de paja, campesinos amarrados a sus amos
o voceros que anunciaran las buenas nuevas del Imperio. Enormes rascacielos acaparaban
el paisaje. En las carreteras se apelotonaban coches, camiones y autobuses,
cuyo flujo era regulado por semáforos de luces rojas, amarillas y azules. A mi
lado, un grupo de escolares de Cuenca gritaba excitado en el vagón bajo la
atenta indolencia de sus profesores. A pesar de haber emprendido un viaje de
cuatro horas, tenía la sensación de no haber salido de mi barrio.
Al entrar a un supermercado
cualquiera, descubrí que los productos que abarrotaban las estanterías eran los
mismos que podía comprar en la esquina de mi casa. Los ríos de personas que
discurrían por las aceras estaban ensimismados por el brillo de sus pantallas, conectados
a sus auriculares, sin emitir murmullos u otros signos de humanidad. La ciudad
desprendía un olor que antojaba familiar. Una dulce mezcla entre el humo de la
polución y asadores de kebab. Avancé por las galerías comerciales y encontré reproducidas
a la perfección una a una las tiendas de moda que poblaban las avenidas centrales
de mi ciudad. Me sumergí en una cafetería para descansar y probar sabores autóctonos.
Al paladar, el café no me resultó distinto de la marca blanca que solía gastar
en casa y el croissant envasado al vacío podría haber sido tan austriaco como
de Almendralejo.
Para la hora de la comida, opté por testar
la gastronomía local. Tras dos minutos revisando críticas de restaurantes, me sedujo
uno llamado Wiener Haus. En él me atendió un camarero rubio, de imponentes
dimensiones, ataviado con gorro, chaleco y pantalón de piel con tonalidades
pardas. Para mi sorpresa, se dirigió a mí en un perfecto español con ligero
acento vasco. El joven me recomendó la sopa grieß
y un contundente schnitzel con
patatas fritas, apagando la sed con una pinta de cerveza roja. El caldo resultó
ser un conglomerado de agua y trigo, mientras que el plato principal no era más
que un pretencioso sanjacobo. La cerveza no era tal, sino un té repugnante con
delirios de grandeza. Para colmo, cuando fui a pedir el postre, el servicio se
negó a atenderme porque alegaban, en un perfecto pero nada amable español, que su
turno había terminado cinco minutos antes. “Esto
en España no pasaría, ¡pijo!”, mascullé para mis adentros mientras pagaba
la cuenta.
A la tarde, fui a visitar el Schönbrunn,
el antiguo palacio imperial. Allí pude contemplar de primera mano los rincones
donde el emperador se aseaba los bajos o el lecho en el cual se acostaba con
sus criadas entre vítores y aplausos. Aunque estuviera a miles de kilómetros,
la cálida voz de la audioguía me transportaba a casa. Además de asiáticos
armados de cámara de fotos, grupos de españoles se afanaban en hacerse notar,
entre ellos yo. No pude resistir la tentación y comencé a saludar a algunos con
un efusivo: “Acho, que yo soy de Murcia,
¿tú d’ande ereh?”. Mi simpatía fue respondida con miradas de incredulidad y
alguna que otra amenaza reprimida.
Cuando me encontraba en la sala en
la que Mozart ofreció su primer concierto ante la Emperatriz con seis años de
edad, topé con un grupo de chavales que se comunicaba a voces. Eran cuatro,
venían de Almería y estaban visitando a un amigo que hacía el Erasmus en Viena.
Tras las presentaciones y unas risas, salimos del palacio a disfrutar de Viena como
ésta merecía. El plan consistía en encerrarnos en un bar de tapas regentado por
una pareja de Albacete a entibiar el gaznate. Las paredes anunciaban corridas
de toros y gestas heroicas del Real Madrid. Brindamos con una Cruzcampo tras
otra y engullimos chorizo a la sidra y callos madrileños. Después nos entonamos
con unas copas de pacharán navarro y acabamos, como si de las fallas
valencianas se tratara, bailando ‘Paquito El Chocolatero’.
Al salir del local, deambulamos por
la noche cual jauría de animales salvajes cantando coplas de Manolo Escobar. Creo
recordar a un grupo de austriacos reprendernos con tono severo al grito de “Fucking Spaniards, go home!”. Acto
seguido, la niebla se cernió sobre mis recuerdos. Cuando amanecí, estaba bajo
un puente, junto a un grupo de indigentes que balbuceaba y se reía de mí. De
nuevo solo, harto de Viena y su vida imperial, emprendí mi regreso al
aeropuerto. En el tren cavilaba cuán distinto hubiera sido el viaje si el azar
me hubiera llevado a Lisboa, Londres, Roma, París o Berlín. Quizá no tanto,
pues allí casi todo era igual que aquí.
Foto tomada prestada de @RobertPimm
Después de leer tu relato y sumergida por completo en la historia que cuentas, te diré a parte de lo que me ha hecho reir. La descripción que haces de tu maravilloso víaje es genial. He vuelto a sentime participe de la historia y la narración es impecable. Eso sí... Lo que no me ha gustado nada, es que se me ha hecho muy corta. Enhorabuena Rafale!!! 🌹😘✨✨
ResponderEliminarBuenas Ana, se agradecen tus palabras. Estoy tratando de cuadrar la extensión para que se lea fácil y no ser excesivamente pesado, cosa no sencilla pues lo soy y mucho. Me alegra haberte transportado allí. Abrazos!
EliminarTan real e irónica que casi da terror admitir que así es.
ResponderEliminarLamentablemente, fuera de todo el surrealismo y la estupidez, el poso es verídico y corrosivo. Creo que me voy a construir una buena cueva y no salir nunca jamás. Gracias por leer!
EliminarLo dije ayer y hoy lo repito:
ResponderEliminarAmigo Rafalé, el Imperio Austrohúngaro quedará para siempre en la retina de Luis García Berlanga...y en la tuya.
Qué buena gente Luis García, me encantaría sentarme a tomar un café con él. Le miraría y le diría: "No se lamente por el papel de culo que rasca, exfolia muy bien".
EliminarGracias por la lectura!
Lo que escribes es un verdadero disparate, cualquier barbaridad, en Viena están los mejores cafés del mundo con la patisserie más increíble de la humanidad, que dices? deja de decir barbaridades, si tú te metiste en cualquier café es x q tú quisiste no tuviste ningún interés en conocer nada x q no tenías noción de nada no s epuede escribir cualquier disparate confundiendo a la gente.
ResponderEliminarLonely Planet vende buenas guías de viaje y por lo que se ve les va bien. Se las recomiendo. Aquí hemos venido a embarrarnos hasta las trancas.
EliminarGracias Ricardo!
Uff... Feroz crítica a la famosa globalización. Aunque tampoco está tan mal, tiene sus ventajas. Además, siempre quedarán los pueblitos, cuya fuerza capitalista no interesa para invadir. Un viaje bien loco, imprudente y casi todo igual...
ResponderEliminarBuenísmo!
Efectivamente, no está nada mal, te puedes tomar un plato de callos en el Madison Square Garden mientras asistes a una pelea entre osos parlantes. Me alegra que te guste! Abrazos!!
EliminarViva la globalisasió que a todos nos hace iguales si estamos dispuestos a presumir de haber hecho en la Cochinchina lo mismo que haríamos un domingo por la mañana en nuestra cama construida a su vez en la Cochinchina: sacarnos pelusas de la nariz y cascarrias del ombligo.
ResponderEliminarHe de decirle que este relato tiene un punto desasosegante, y está bien, y es que su humor no es más que la tapa de la barbarie, al menos así lo leo, con gusto, en muchas ocasiones.
Esa es la sospecha que atisbo al final del túnel. Un proceso de homogeneización brutal en el que todos disfrutaremos de las mismas cosas, en el que nadie se levantará para protestar porque ya nos habremos convertido en esclavos bien agradecidos. Ante tal situación, el sistema parece bastante hábil en desmotivarnos y aflorar una indiferencia que con el tiempo se torna absoluto cinismo en el que, de vez en cuando, podemos tomarnos la licencia de reírnos. No nos queda mucho más.
EliminarGracias por tus lectura y palabras! Abrazos!