4 de enero de 2020

Serbia: El Corazón De Yugoslavia


Meses después de regresar de Serbia, no sé aún por qué acabé en tan singular país. Aparte de ser feliz, autorrealizarse y salir de la zona de confort, una de las preocupaciones contemporáneas es elegir destino vacacional. Ha de ser exótico y acogedor, que transmita su cultura a través de su gente y su gastronomía. Y, lo más importante, que permita saturar de instantáneas las redes sociales. No tenía claro si estas premisas se cumplirían en el caso de Serbia. A decir verdad, más allá de sus recientes refriegas bélicas, sus hitos en el mundo del deporte y las reminiscencias de tiempos pasados, del corazón de la antigua Yugoslavia no encontré excesiva información. Incluso tuve que comprar la guía turística en italiano. El atractivo del desconocimiento y el aislamiento, junto a unos billetes de avión a precio razonable, me convencieron para recorrer parte de los Balcanes en poco más de una semana.
Era ya pasada media noche cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Belgrado. Una extraña cantidad de destellos fugaces atravesaban autovías y carreteras. En unos instantes y un par de palabras despachamos el control de pasaporte. Siempre que me enfrento a estos trámites presiento que seré detenido por ser confundido con un asesino o porque en mi maleta encuentren golosinas prohibidas por las leyes del país. En el primer cajero automático tomamos contacto con los que serían nuestros compañeros inseparables: los dinars serbios, cuyo valor es inferior al céntimo de euro.
La noche cerrada y el cansancio nos apremiaron a tomar un taxi hacia el centro. Nuestro aspecto de turista no pasó desapercibido para negociantes y embaucadores que enseguida nos rodearon y desplegaron un baile de precios que disentía del estándar. A los pocos minutos circulábamos en un taxi oficial a gran velocidad. La radio reproducía a todo volumen melodías estridentes de ascendencia otomana. Mientras tanto, el taxista apartaba la vista de la carretera revisando su móvil, sorbiendo un café de tamaño taza de wáter y aspirando con ansia un cigarro. Quizá exagero, pero en aquel trayecto llegué a temer por mi vida.
Avanzada la madrugada, Belgrado nos recibió con una tenue luminosidad que contrastaba con el bullicio de las calles. De los restaurantes y bares no cesaba de entrar y salir clientela. Las aceras eran un continuo hormigueo y el tráfico era intenso. Para ser pleno agosto, la temperatura era fresca y corría una brisa húmeda. En la puerta del alojamiento esperaba nuestro anfitrión. Miša era un señor de edad madura que fumaba un cigarro tras otro inmiscuido en el silencio, sin que ello pareciera importunarle. Intercambiamos un puñado de palabras de cortesía en las que pudimos apreciar su ternura.
Tras un descanso reparador, dedicamos la mañana siguiente a visitar el centro histórico. En comparación con otros destinos europeos, la presencia de turistas era anecdótica. Contemplamos la imponente iglesia de San Marcos, centro de reunión para la rama serbia de la Iglesia ortodoxa. Paseamos por una Plaza de la República en obras hacia la arteria comercial de Kneza Mihaila, acabando en la fortaleza de Kalemegdan. En la entrada se localizaban puestos que vendían recuerdos de la época comunista, así como un museo al aire libre dedicado a la artillería militar. En otra época el Kalemegdan fijaba la frontera entre el Imperio romano de Occidente y el de Oriente, siendo más tarde entre el Reino de Hungría y el Otomano. Desde la fortaleza divisamos los ríos Sava y Danubio confluyendo en una hermosa panorámica. Vengo observando que la mayoría de ciudades europeas tienen estructuras y realidades similares. Su población adopta costumbres cada vez más homogéneas y al llegar a una nueva ciudad, aparte de las características arquitectónicas, uno se pregunta si no ha estado antes allí. Sin embargo, bastó una mañana para descubrir que Belgrado latía con un ritmo muy distinto.

Al mediodía acudimos a nuestra primera cita serbia. Amiga de un gran amigo, Dragana nos reunió junto a su marido e hijos para degustar las exquisiteces de los Balcanes en un restaurante al aire libre. Natural de Sarajevo, había estudiado su carrera universitaria en Belgrado. Después residió en Canarias varios años y finalmente se estableció en Holanda con su familia. Comenzamos el banquete con una suculenta sopa de carne y verdura. Proseguimos con una Šopska, una ensalada de procedencia búlgara, muy popular en la zona, compuesta por queso feta, tomate, pepinos, cebolla y pimiento. Terminamos con una variedad de carnes a la brasa, incluyendo el emblemático Ćevapčići, una salchicha especiada.
En un español probablemente mejor que el mío, Dragana exponía los antecedentes de la heterogénea cultura de Yugoslavia y su apasionante historia. Tras confesar que ella aún se sentía yugoslava —sentimiento extendido en Serbia—, no pude resistirme en preguntarle sobre el transcurso de las guerras que despedazaron al país durante una década. El recuerdo de las desapariciones y el terror cotidiano como hilo conductor hacía manar la emoción en Dragana, dando a entender que las heridas de la guerra aún estaban por cicatrizar. Como es costumbre en Serbia, la cuenta cayó a cargo de los anfitriones y mis insistencias en compartir el gasto fueron tomadas como una ofensa. Proseguimos el encuentro sellando nuestra amistad con un dulce abrazo de café y pasteles de tradición turca. Además, Dragana nos propuso una irrechazable invitación: contactar con Daniela, su hermana, con la que nos citaríamos días más tarde en Subotica.

No me considero un gran fan de los free tours. Me producen verdadera admiración esos sacrificados guías que ponen toda su pasión por hacer descubrir los rincones e historias de su ciudad. Sin embargo, en ocasiones, su entusiasmo es tan desbordante que he llegado a dormirme en el transcurso de alguno. A pesar de estas reticencias, en nuestro segundo día seguimos el Free 20th Century Tour, que pretendía repasar la historia reciente del país a través de un paseo por la zona este de la ciudad. Milan, un joven raquítico con un gorro desaliñado que trataba de ocultar su calvicie, guiaba al heterogéneo grupo de turistas, del cual los latinos éramos mayoría. A pesar del sol abrasador, el serbio se mostraba inagotable explicando la relevancia de Serbia en el estallido de la I Guerra Mundial; los entresijos de la formación del Reino de Yugoslavia; la brutal ocupación de los nazis durante la II Guerra Mundial; la liberación de las fuerzas ocupantes y la posterior formación de la República de Yugoslavia; la escalada de Tito al mando de ésta y el auge de los nacionalismos en las diferentes repúblicas que desembocó en las guerras de los Balcanes en la década de los noventa. Frente al hotel Moscú, Milan ironizaba sobre la transformación social de su país. Su abuelo, un humilde carpintero en la época socialista, tenía un sueldo que le permitía tener una vida desahogada, coche y vacaciones en el extranjero. “Ahora esto sería impensable”, aseguraba el guía.
El tramo más impactante del paseo fue vislumbrar las ruinas, aún en pie, del edificio de la Radio Televisión de Yugoslavia. Fue bombardeado por la OTAN en 1999 como medida de presión para que el gobierno, encabezado por Milošević, cesara sus ataques sobre Kosovo. Milan narraba con dolor su estremecedor recuerdo de un niño inmerso en aquellas infernales jornadas de plomo. Con apenas cinco años, Milan se juraba a sí mismo que entregaría su vida por defender a su madre si hacía falta. Aunque no se puede obviar que Occidente estaba implicado en aquellas campañas, no percibía rencor en sus palabras hacia nosotros. En cambio, sus palabras adquirían cierta rabia contra todo aquello que tuviera que ver con Croacia. En medio de un alegato anticroata, un miembro del grupo tuvo el arrojo de verbalizar la pregunta que a todos nos rondaba en la cabeza: “¿Algún día los croatas y los serbios volverán a ser amigos?”. La respuesta de Milan fue tajante: “No en muchos años”.

Concluimos el tour siendo testigos del fervor religioso acontecido en San Sava, iglesia con una cúpula de setenta metros de altitud. Al entrar es costumbre besar y dedicar una plegaria a los diferentes santos que aguardan en la entrada. Una tradición ligada al Slava, en el que cada familia serbia venera a su propio santo con fiestas, comida y bebida. Acabado el tour buscamos refugio para nuestros estómagos en una de las múltiples pekaras. Las pitas son las estrellas de estos hornos de pan, rollos hechos de una fina masa de harina, generalmente rellenas de carne, verdura o queso.

Para acabar la estancia en Belgrado, recorrimos las inmediaciones de la estación de tren. En el camino encontramos dos edificios gigantescos que estaban totalmente destruidos. Se trataba del antiguo Ministerio de Defensa, un blanco estratégico y determinante en las ofensivas de la OTAN. Las grietas que atravesaban las estructuras sobrecogieron nuestra respiración. Por su parte, la estación ferroviaria resultó ser una edificación al borde del abandono. La mayoría de los burós permanecían cerrados. La megafonía apenas anunciaba llegadas y salidas, mientras que los raíles se camuflaban entre la maleza.
Cerca de la estación, pedimos un taxi mediante CarGo, un servicio de taxi similar a Uber o Cabify al estilo serbio. En pocos minutos, Miloš apareció conduciendo un icónico Yugo, orgullo de la industria automovilística yugoslava. El hombre, de una edad cercana al retiro, trataba de crear una conversación mediante simpáticos gestos y una contagiosa sonrisa. A pesar de su voluntad, a duras penas chapurreaba palabra en inglés o pronunciaba con torpeza el nombre de alguna ciudad española. Nuestro destino era una oficina de coches de alquiler de la periferia. Algunas compañías internacionales operaban en el país, pero esta opción local se ajustaba más a nuestras posibilidades. La empresa estaba formada por un personal joven y voluntarioso. Allí supimos que nuestros arrendadores conocían nuestro país por referencias como Los Serrano, Física o Química o Torrente. “Torrente tiene un humor muy parecido al nuestro”, aseguraba uno de ellos para nuestra sorpresa. En pocos minutos y firmando un par de documentos, salimos conduciendo un Volkswagen Golf con la sensación de que aquello era un préstamo entre amigos.
La forma de conducir es otra de las peculiaridades de Serbia. En el tráfico de las ciudades impera una adaptación de la ley de la jungla. Los coches se dividen entre presas y depredadores que luchan por su propia supervivencia. En las autovías los límites de velocidad parecen meramente decorativos. No en vano, presenciamos varios sustos y nos sobrecogió una estampa habitual. Pequeñas losas con fotografías y letras esculpidas se concentraban en los arcenes en recuerdo de los fallecidos en accidentes. Al circular por las carreteras locales, también nos sorprendió encontrar cementerios familiares alrededor de las casas de campo.

En apenas dos horas nos plantamos en la acogedora ciudad de Novi Sad. Aprovechamos la tarde para hacer un poco de vida serbia. Nos dimos un baño en la playa fluvial de Štrand, por la que discurren las aguas frescas del Danubio, seguido de una cerveza Jellen y una bolsa de kokice, palomitas de maíz. Los llamativos puestos de palomitas se amontonaban en las zonas de ocio o plazas de los centros históricos por toda Serbia. Además de hacer las delicias de los más pequeños, los más mayores disfrutábamos devorando aquellas raciones que hacían añorar nuestra propia infancia.

Al día siguiente nos adentramos en los paisajes salvajes y los monasterios antiguos que aguarda el parque natural de Fruška Gora, a media hora de Novi Sad. Cerca de la cumbre, encontramos un punto de información turístico con indicaciones en serbio. Sin embargo, una guarda forestal nos informó atentamente y nos recomendó hacer un recorrido circular­ en el que conocer la flora del parque y los monasterios de Staro Hopovo y Novo Hopovo. A pesar de ser un atractivo turístico, no nos cruzamos con nadie en toda la ruta. El único sonido que se colaba entre la vegetación era el susurro de árboles y riachuelos. Algunos tramos del camino estaban tan atestados de tela de araña que, sin querer, las cortábamos para abrirnos paso. Cerca de cinco siglos contemplaban la historia de ambos monasterios, en los que, además de su aislamiento, pudimos observar las pinturas de colores vivos del arte religioso serbio.

Las laderas de Fruška Gora son especialmente apreciadas por los viñedos que descansan sobre ellas. De hecho, parte de los pueblos que rodean al parque tienen como principal actividad económica la producción de vino. Uno de ellos es la población de Sremski Karlovci, la que visitamos para pegar un bocado típico y degustar su vino. Fue el primer lugar donde topamos con turistas asiáticos. Bajo una sofocante ola de color, excepcional para un país como Serbia, grupos de japoneses, chinos y coreanos paseaban armados de cámaras de fotos y botellas de vino, abarrotando las distintas bodegas del centro y alrededores del pueblo.
Caída la noche paseamos por las inmediaciones de la fortaleza de Petrovaradin. Esta es considerada la mayor fortificación del Imperio austrohúngaro en los Balcanes durante el siglo XVII. Su enclave, separado de la ciudad por las aguas del Danubio, y una iluminación de corte futurista la convertían en una preciosa postal. Proseguimos por el centro de Novi Sad, el cual era un constante trasiego de familias que paseaban por las plazas, comían palomitas o bebían vino en las diferentes terrazas aprovechando la suave temperatura. Multitud de niños correteaban ante la despreocupada vigilancia de padres de edades asombrosamente tempranas, levantando una pirámide demográfica con amplia base. Las farolas iluminaban las calles con una luz tan tenue que la penumbra nos devoraba en cada rincón. Podríamos haber cogido uno de aquellos niños sin que nadie se diera cuenta. En la periferia, donde estábamos alojados, la oscuridad se acrecentaba, aun no percibir el más mínimo atisbo de miedo o peligro.
Al llegar a la Plaza de la Libertad descubrimos una colección de láminas que denunciaban las atrocidades de la Operación Tormenta, la fase final de la Guerra de Croacia. Las imágenes mostraban a algunos de los 200.000 refugiados serbios, procedentes de Krajina, en la penosa huida ante el avance del ejército croata. La exposición ponía el foco en los crímenes sin resolver y la opacidad de las versiones oficiales. Un hecho que aviva las constantes tensiones con el vecino croata.

A la mañana, antes de despedirnos de Novi Sad, fuimos testigos de dos escenas que ilustran el carácter serbio. Nos dirigíamos a la oficina de Telenor, principal compañía telefónica del país, cuando dos hombres se enfrentaban por ver quién había llegado antes al aparcamiento. Nadie quería dar su brazo a torcer. Discutían y gesticulaban airadamente, aunque a unos metros de distancia hubiera otro estacionamiento libre. En la oficina, el dependiente, el cual parecía entender y hablar perfectamente inglés, estaba absorto en sus pensamientos y apenas contestaba con monosílabos. Según el joven, nuestra tarjeta estaba operativa. Al cabo de unos kilómetros, el sistema nos pidió una información en serbio que no conseguiríamos descifrar. En la siguiente ciudad, volveríamos a visitar una nueva oficina.
En una hora de viaje llegamos a Subotica, la capital de la región de la Vojvodina, a pocos kilómetros de la frontera con Hungría. La arquitectura modernista caracterizaba los majestuosos edificios del centro histórico, el cual se había fermentado en una decadencia que resultaba cautivadora. Uno de sus principales emblemas es la sinagoga, construida a principios del siglo XX cuando la ciudad aún pertenecía al Reino de Hungría. Mientras nos deleitábamos con la monumental cúpula adornada con vitrales con forma de tulipanes, claveles y plumas de pavo real, una pareja de turistas chinas se hacía selfies en el altar sagrado. Los judíos presentes las abroncaron sin miramientos, aunque ellas no cesaron hasta que no tuvieron su instantánea. Acabamos la mañana disfrutando de una Šopska fresca y un delicioso goulash húngaro con fideos en un local de las afueras de la ciudad. El restaurante conservaba la estructura y parte del instrumental de los días en que había sido granja. Acostumbrados al reposado ritmo serbio y la tranquilidad de las formas, no muy distinto del que experimentáramos en Cuba, no nos sorprendió prolongar la comida hasta dos horas. En Serbia las cosas también van despacio.

A la tarde quedamos con Daniela, hermana de Dragana, y su marido Esteban. En una distinguida región vinícola, el encuentro debía ser regado con los mejores caldos de la región. Pasamos juntos más de una hora, suficiente para que la simpatía y cercanía de la pareja nos cautivara. Fumaban a la par que engrosaban la lista de recomendaciones locales. Daniela se lamentaba por haber destinado solo un día y medio a su ciudad, cuando, según ella, deberíamos haber dedicado una semana. En cierto momento de la conversación, Esteban hizo una referencia a la caza que despertó mi curiosidad. No hacía falta ser muy inteligente para adivinar que por su edad, aquel hombre tan apacible debía de haber combatido en el transcurso de la Guerra de los Balcanes. Animado por la fugaz amistad que habíamos entablado, le pregunté inocentemente si sabía disparar. “A quemarropa”, contestó Esteban con una sonrisa irónica. Aunque su protagonismo por los campos de batalla fuera exiguo, tuvo tiempo de presenciar el horror más descarnado. Aquella entereza con la que narraba sus recuerdos me sobrecogió. Vivir en un mundo tan alejado del sufrimiento, de la miseria y de la guerra hace inimaginable pensar que el relato de Esteban fuera tan reciente.

Resistimos la tentación de echar la mañana en las bodegas Zvonko Bogdan, desoyendo las amistosas exigencias de Daniela, ya que dado el gusto por el vino y nuestra facilidad por el enredo hubiera quebrado nuestra programación. Viajar con un plan cerrado permite aprovechar al máximo el tiempo a cambio de sacrificar la magia de la improvisación. Así pues, optamos por pasar la mañana bordeando las aguas del majestuoso lago Palić, a unos kilómetros de Subotica. Alquilamos un par de bicicletas para recorrer el borde del agua dulce y las torres coloridas que la circunvalan, contemplando algunas de las aves que lo habitan. En nuestro proceso de adoptar las costumbres serbias, apagamos nuestra sed con un granizado de limón tan sumamente ácido que hacía estremecer a la dentadura.
Antes del mediodía pusimos rumbo a Niš, situada al otro extremo del país, cerca de la frontera con Bulgaria y Kosovo. La falta de información para preparar el viaje y el azar nos llevaron tan lejos. Hicimos parada para comer en el pequeño pueblo de Beška, a orillas del Danubio, en un local especializado en pescado, recomendado por Daniela y Esteban. Como teníamos cierta prisa, el servicio decidió ignorarnos y estirar nuestra parada indefinidamente, al más puro estilo serbio. En las casi seis horas de viaje tuvimos ocasión de empaparnos de la cultura radiofónica serbia. En sus emisoras despuntaba el folklore balcánico, con melodías vivas y ritmos frenéticos, con fuerte influencia de metales. Aun la exportación del género a través de la fusión, por medio de figuras como Emir Kusturica o Goran Bregovic, constatamos que nuestros oídos no estaban hechos para soportar más de una canción seguida. En el trasiego del dial, descubrimos que Europa del Este también había sucumbido al reggaetón. Temas como ‘Con Calma’ o ‘Échame La Culpa’ sonaban una y otra vez.
Antes del anochecer llegamos a Niš y topamos con la cruda realidad de ser extranjero. Tras preguntar a unas diez personas, desciframos el complejo sistema de pago del aparcamiento mediante teléfono móvil. Entre tanto, un señor amable se apiadó de los pobres turistas occidentales y nos regaló una hora de aparcamiento mientras corríamos a recargar el saldo telefónico a Telenor. Al confundir el tipo de estacionamiento, perdimos en un suspiro todo nuestro saldo. Afortunadamente, al cambio eran pocos euros y Telenor parecía feliz de continuar facturando a costa de nuestros desbarajustes.
En contraposición al modernismo de Subotica o Novi Sad y la magnificencia de la capital, Niš se presentaba con una arquitectura de corte comunista, con edificios altos homogéneos, sin adornos y devorados por el paso del tiempo. Sin ir más lejos, el modesto apartamento donde nos alojamos, situado en el centro, estaba enclavado en un edificio con unas escaleras sin revestimientos, ventanas quebradas y paredes a medio derruir. A pesar de la decadencia arquitectónica, la ciudad era un hervidero. En el bullicio humano se antojaba un carácter cálido, similar al de los países latinos. En aquellos días se celebraba el festival de jazz internacional Nissville, principal evento de la ciudad y uno de los encantos culturales a nivel nacional. Por espacio de cuatro días, artistas de todo el mundo se reunían en torno a la música jazz, el cine y el teatro. Tras dar un garbeo por las zonas de acceso libre, acabamos en las calles del centro atestadas de restaurantes y chiringuitos. En ellas, niños y perros callejeros deambulaban solos pidiendo limosna o restos de comida a los comensales.
Al despertar visitamos un mercado callejero rebosante de autenticidad. Las frutas y verduras adquirían tonalidades intensas. Los puestos de especias ocupaban gran parte del mercado, albergando un sinfín de polvos de llamativos colores y sustancias que desprendían aromas embriagadores. La humildad se repartía en otros puestos, aprovisionándose de ropa y calzado que no precisaba de marca comercial. Partimos de Niš comprobando en la guía que habíamos olvidado algunos enclaves de interés histórico.

Nuestra siguiente parada era el Parque Nacional de Tara, situado al oeste del país. Entre sus cadenas montañas, se extiende una impresionante garganta por la que discurre el río Drina, frontera natural entre Bosnia y Serbia. Dentro de los límites del parque se concentran algunos apartamentos turísticos, en los que algunos serbios pudientes y gente de alrededor disfrutan de parte del estío. En uno de los bloques centrales del parque reservamos un pequeño estudio propiedad de un hombre llamado Zsolt. A la hora acordada no había rastro de él ni de ningún conocido. Tampoco contestaba a mis llamadas, ni mis mensajes. Di una vuelta y encontré la recepción de un establecimiento hotelero. El recepcionista disfrutaba abstraído de un partido de fútbol mientras revisaba sus apuestas. Al cabo de algunos minutos me atendió, pero no tenía idea de quién era Zsolt. Una pareja anciana tomaba el fresco en la puerta del complejo, pero, debido al idioma, nos fue imposible comunicarnos. Cuando ya pensábamos que pasaríamos la noche a la intemperie, descubrimos un cartel informativo en serbio que contenía el teléfono de una tal Vinka. Llamamos y a duras penas conseguimos entender que era conocida de Zsolt. De hecho, era la encargada de hacernos entrar al edificio, pero al parecer había preferido ir a tomar un baño a un lago cercano. Tras más de dos horas de espera y hacer uso de Google Translate para entendernos, disponíamos de alojamiento en Tara. Con la tarde perdida, despedimos el día visitando el monasterio de Raca, construido en el siglo XV, e intuyendo los abruptos perfiles del parque.
El día siguiente estaba exclusivamente destinado a conocer la mayor extensión del parque que las piernas y la gasolina del coche nos permitieran. Pasado el pueblo de Bajina Basta, contemplamos la icónica casa sobre el río Drina, una pequeña construcción de madera sostenida por una roca en mitad del cauce. Después, emprendimos una ruta desde Raca hacia Crnjeskovo, un espectacular mirador del frondoso paraje y parte del valle. A pesar de nuestro empeño y que la distancia no era excesiva, enseguida intuimos que las cuestas pronunciadas y el calor nos harían invertir demasiado tiempo. Sobre la marcha, cambiamos de destino, dirigiéndonos a un nacimiento cercano. Puede ser que no fuéramos los montañeros más capacitados del mundo, pero debido a la maraña de indicaciones contradictorias y caminos que no conducían a ninguna parte, de repente nos encontramos perdidos en el filo de un barranco cubierto de zarzas y bosque bajo. Desandando el camino, volvimos al punto de partida tras tres horas de infructuoso recorrido.
Cambiamos el rol de montañero intrépido por el de dominguero resignado para visitar el río Vrelo. Con tan solo 365 metros de longitud, se trata de uno de los ríos más cortos del mundo, el cual desemboca en el Drina en una impresionante cascada. Si el terreno montañoso estaba prácticamente desértico, un tumulto animado de lugareños abarrotaba la playa fluvial de Perućac, comiendo, bebiendo y resguardándose del calor. Nuestro baño tuvo que aguardar un tramo de recurvas hasta acceder al lago Zaovine, situado en pleno corazón del parque, custodiado por los picos más alto de Tara. Después nos dirigimos hacia una de las principales atracciones de la zona: Mokra Gora. En dicha aldea se encuentra la etnovilla de Drvengrad, popularizada por Life Is A Miracle de Emir Kusturica, y el Šargan Eight, un tren de vía estrecha que atraviesa parte del parque. Llegamos cuando acababa de oscurecer. Nos encontramos una carretera vacía, unas calles donde no había ni un alma. Tampoco referencias a la aldea étnica. Los bares y los restaurantes permanecían cerrados. Tras reconocer el fracaso, dimos media vuelta maldiciendo las ocurrencias de Kusturica. Para vengarnos subimos el volumen de la radio, que pinchaba ‘Sin Pijama’, mientras nos desgañitábamos y movíamos nuestros cuerpos al estilo perreo.
Al día siguiente nos intentamos sacar la espina de los miradores y acudimos a Banjska Stena, el más alto y con vistas a la garganta del Drina. En el camino topamos con varias indicaciones que advertían la presencia de osos pardos. Cerca de una cincuentena de ellos habitan en el parque y se organizan excursiones para avistarlos. La emoción y el temor se entremezclaban ante la posibilidad de cruzarnos con alguna bestia. Sin embargo, lo máximo que alcanzamos a ver fue una huella húmeda y profunda que por su dimensión podría tratarse de la de un oso. O, al menos, eso quisimos creer. En el mirador dimos cuenta de una espesa niebla que, junto al sol, cubría las aguas del Drina, dejando una perspectiva que nada tenía que ver con las impresionantes fotografías de revistas y guías. Resignados por el recelo de Tara a mostrar sus auténticos encantos, pusimos rumbo a nuestra última parada.

Aunque traíamos cerrado el programa para recorrer toda Serbia, dejamos un día a la improvisación. Daniela, nuestra amiga de Subotica, nos propuso terminar el viaje en Smederevo y conocer a su amiga Jelena. La oportunidad de seguir comprendiendo y absorbiendo las costumbres serbias merecía más la pena que cualquier atracción turística, montaña, lago o enclave histórico. La pequeña población nos acogió con una nueva ola de calor. Por fortuna, los kioskos estaban provistos de rústicas neveras que dispensaban cerveza fresca por poco más de medio euro. Desde las murallas de la fortaleza contemplamos el hermoso atardecer sobre el Danubio.
Los puestos de palomitas y los niños pequeños colmaban la plaza principal de Smederevo. Las terrazas de los bares caldeaban las calles contiguas. En una de ellas nos esperaba Jelena junto a su amiga Maja y sus dos minúsculos carlinos. Al igual que había sucedido con Dragana y Daniela, a los pocos minutos tuve la sensación de conocer a Jelena de toda la vida. Su alegría era contagiosa. Había viajado por medio mundo y rebosaba vitalidad y entusiasmo. No podía creer que fuera madre de tres hijos ya crecidos. Hasta tres veces le pedí que me lo confirmara. Mientras devorábamos cajas de palomitas y pedíamos más vino blanco, Jelena ponía sus esperanzas en que Serbia saliera de su aislamiento y cerrase por fin sus heridas. Maja, más callada, se reía al referirse tímidamente a sus amoríos. No recuerdo bien si tuvimos que decirnos adiós porque se había agotado el vino o porque era hora de cierre, pero sentí que el tiempo había pasado demasiado rápido.

Mientras el avión de vuelta sobrevolaba Belgrado, recordaba nuestras aventuras, fracasos, anécdotas y las personas que habíamos conocido. Su fascinante historia, su diversidad cultural, sus parajes vírgenes, su atención hacia la gastronomía, su pausado ritmo y su gente amable, tras su aspecto serio y un tanto bruto, ya tenían un hueco en nuestra memoria y corazón. Quizá en unos años Serbia sea finalmente engullida por la globalización. Probablemente sea invadida por hordas de turistas que prefieran cenar una pizza a un Ćevapčići. Sus singularidades serán retocadas y sus ciudades no se diferenciarán en exceso a las de otro país. Hasta ese día, existirá un lugar cercano, único, por el que merecerá la pena dejarse cautivar.


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Estos recuerdos están inspirados en nuestro paso por Serbia en agosto de 2019. Algunos hechos o declaraciones podrían estar ligeramente ficcionados en pos del interés literario. Este relato no podría haber sido posible sin la gente que nos acogió y nos brindó la oportunidad de conocer el estilo serbio: Miša, Dragana, Felix, Dušan, Uroš, Milan, Nikola, Miloš, Daniela, Esteban, Jelena, Maja… Gracias también por su inspiración y compañía en aquellos días a Marita y al Ćevapčići --

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10 comentarios:

  1. Llevo mucho tiempo queriendo conocer Europa del Este, y gran parte de mi interés es gracias a la literatura. Hoy me has descubierto un poco el encanto de Serbia. Gracias por compartir.

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    1. Toda Europa del Este es una maravilla. Me fascina lo diferente que son sus costumbres, su auténtica gastronomía y la cercanía de su gente detrás de una máscara de seriedad. Por supuesto te animo a que vayas, antes de que sea un destino turístico más de catálogo.

      Mil gracias por la lectura y el comentario. Todo un placer!

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  2. No sé si será por la situación o que pero no conecto mucho no la historia... Sin duda tiene pinta de ser un país emocionante de descubrir! Bien seguro lo pasaste bien. También me da curiosidad el hablar en plural todo el rato pero no presentas a los personajes, se entiende que uno eres tú y quién te acompaña por el país, pero vas con alguien más no? No terminé el relato, pero lo haré. Abrazos, Rafalé.

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    1. Buenas Omduart. Sí, como se explica al final, no fui solo. Sin embargo, no me parecía que el narrador y su acompañante tuvieran más protagonismo que el captar sus vivencias y narrarlas. Todo el protagonismo reside en Serbia, su gente, sus costumbres y las desventuras que ellos nos generaron.

      Espero que lo puedas terminar. Gracias, amigo!

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  3. ¡Qué bueno! La guerra de Serbia fue como una bofetada que nos hizo comprender lo cerca de nosotros que estaban las desgracias.
    Un abrazo.

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    1. Así lo recuero, aunque era pequeño. Percibo con cierta preocupación que ya hemos olvidado aquella guerra y ya se sabe que el olvido de la historia no trae buenas consecuencias.

      Agradezco enormemente tu amable lectura y tu comentario. Abrazos!

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  4. Una estupenda disección de un viaje, que nos lleva a recorrer, en cierto modo, esos parajes y ciudades. Un recorrido personalizado que muestra la experiencia a través de otros ojos. Interesante planing para quien desee realizarlo. Por si fuera poco, relatado de forma literaria y amena. Muy bien escrito, Rafalé. Gracias por proporcionarnos esa información.

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    1. Está bien que pueda servir de guía, aunque no conozco muchos casos de gente que solo recorra Serbia. Generalmente, los turistas suelen hacer todos los Balcanes (Belgrado, Sarajevo, Split, Tirana, Skopje o Ljubljana)... Me alegra que te haya entretenido esta lectura. Abrazos! Gracias por el apoyo!

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  5. Por momentos me recordaba los documentales de Michael Portillo que hacía en tren con su Guía Bradshaw de 1913 pero un toque mas incisivo y sin las americanas estridentes que hacían perder la atención al espectador de sus explicaciones.
    Me han entrado ganas de visitar aquellos lares a condición de descubir algún vuelo barato en Skyscanner.
    Muy buen relato!

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    1. Qué buena gente es Michael. Hace poco me tomé un café con él, un pitufo de zurrapa y media docena de churros. Como un señor, pagó toda la cuenta. Nunca lo olvidaré. Me lo apunto, suena interesante el proyecto de Portillo.

      Mi próximo proyecto va a ser Montenegro, la Serbia de mar... No hay muchas conexiones a aquellos países, pero luego piensa que no son muy caros.

      Mil gracias por la lectura! Abrazos!!

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