Meses
después de regresar de Serbia, no sé aún por qué acabé en tan singular país. Aparte
de ser feliz, autorrealizarse y salir de la zona de confort, una de las
preocupaciones contemporáneas es elegir destino vacacional. Ha de ser exótico y
acogedor, que transmita su cultura a través de su gente y su gastronomía. Y, lo
más importante, que permita saturar de instantáneas las redes sociales. No
tenía claro si estas premisas se cumplirían en el caso de Serbia. A decir
verdad, más allá de sus recientes refriegas bélicas, sus hitos en el mundo del
deporte y las reminiscencias de tiempos pasados, del corazón de la antigua
Yugoslavia no encontré excesiva información. Incluso tuve que comprar la guía
turística en italiano. El atractivo del desconocimiento y el aislamiento, junto
a unos billetes de avión a precio razonable, me convencieron para recorrer
parte de los Balcanes en poco más de una semana.
Era ya pasada media noche cuando el
avión aterrizó en el aeropuerto de Belgrado. Una extraña cantidad de destellos fugaces
atravesaban autovías y carreteras. En unos instantes y un par de palabras despachamos
el control de pasaporte. Siempre que me enfrento a estos trámites presiento que
seré detenido por ser confundido con un asesino o porque en mi maleta encuentren
golosinas prohibidas por las leyes del país. En el primer cajero automático
tomamos contacto con los que serían nuestros compañeros inseparables: los dinars serbios, cuyo valor es inferior
al céntimo de euro.
La noche cerrada y el cansancio nos
apremiaron a tomar un taxi hacia el centro. Nuestro aspecto de turista no pasó
desapercibido para negociantes y embaucadores que enseguida nos rodearon y desplegaron
un baile de precios que disentía del estándar. A los pocos minutos circulábamos
en un taxi oficial a gran velocidad. La radio reproducía a todo volumen melodías
estridentes de ascendencia otomana. Mientras tanto, el taxista apartaba la
vista de la carretera revisando su móvil, sorbiendo un café de tamaño taza de
wáter y aspirando con ansia un cigarro. Quizá exagero, pero en aquel trayecto llegué
a temer por mi vida.
Avanzada la madrugada, Belgrado nos
recibió con una tenue luminosidad que contrastaba con el bullicio de las
calles. De los restaurantes y bares no cesaba de entrar y salir clientela. Las
aceras eran un continuo hormigueo y el tráfico era intenso. Para ser pleno
agosto, la temperatura era fresca y corría una brisa húmeda. En la puerta del alojamiento
esperaba nuestro anfitrión. Miša era un señor de edad madura que fumaba un
cigarro tras otro inmiscuido en el silencio, sin que ello pareciera
importunarle. Intercambiamos un puñado de palabras de cortesía en las que pudimos
apreciar su ternura.
Tras un descanso reparador, dedicamos
la mañana siguiente a visitar el centro histórico. En comparación con otros
destinos europeos, la presencia de turistas era anecdótica. Contemplamos la
imponente iglesia de San Marcos, centro de reunión para la rama serbia de la
Iglesia ortodoxa. Paseamos por una Plaza de la República en obras hacia la
arteria comercial de Kneza Mihaila, acabando en la fortaleza de Kalemegdan. En
la entrada se localizaban puestos que vendían recuerdos de la época comunista, así
como un museo al aire libre dedicado a la artillería militar. En otra época el
Kalemegdan fijaba la frontera entre el Imperio romano de Occidente y el de
Oriente, siendo más tarde entre el Reino de Hungría y el Otomano. Desde la
fortaleza divisamos los ríos Sava y Danubio confluyendo en una hermosa panorámica.
Vengo observando que la mayoría de ciudades europeas tienen estructuras y realidades
similares. Su población adopta costumbres cada vez más homogéneas y al llegar a
una nueva ciudad, aparte de las características arquitectónicas, uno se
pregunta si no ha estado antes allí. Sin embargo, bastó una mañana para
descubrir que Belgrado latía con un ritmo muy distinto.
Al mediodía acudimos a nuestra
primera cita serbia. Amiga de un gran amigo, Dragana nos reunió junto a su
marido e hijos para degustar las exquisiteces de los Balcanes en un restaurante
al aire libre. Natural de Sarajevo, había estudiado su carrera universitaria en
Belgrado. Después residió en Canarias varios años y finalmente se estableció en
Holanda con su familia. Comenzamos el banquete con una suculenta sopa de carne
y verdura. Proseguimos con una Šopska,
una ensalada de procedencia búlgara, muy popular en la zona, compuesta por
queso feta, tomate, pepinos, cebolla y pimiento. Terminamos con una variedad de
carnes a la brasa, incluyendo el emblemático Ćevapčići, una salchicha especiada.
En un español probablemente mejor
que el mío, Dragana exponía los antecedentes de la heterogénea cultura de
Yugoslavia y su apasionante historia. Tras confesar que ella aún se sentía
yugoslava —sentimiento extendido en Serbia—, no pude resistirme en preguntarle sobre
el transcurso de las guerras que despedazaron al país durante una década. El
recuerdo de las desapariciones y el terror cotidiano como hilo conductor hacía manar
la emoción en Dragana, dando a entender que las heridas de la guerra aún estaban
por cicatrizar. Como es costumbre en Serbia, la cuenta cayó a cargo de los
anfitriones y mis insistencias en compartir el gasto fueron tomadas como una
ofensa. Proseguimos el encuentro sellando nuestra amistad con un dulce abrazo
de café y pasteles de tradición turca. Además, Dragana nos propuso una
irrechazable invitación: contactar con Daniela, su hermana, con la que nos
citaríamos días más tarde en Subotica.
No me considero un gran fan de los free tours. Me producen verdadera
admiración esos sacrificados guías que ponen toda su pasión por hacer descubrir
los rincones e historias de su ciudad. Sin embargo, en ocasiones, su entusiasmo
es tan desbordante que he llegado a dormirme en el transcurso de alguno. A
pesar de estas reticencias, en nuestro segundo día seguimos el Free 20th Century Tour, que pretendía repasar
la historia reciente del país a través de un paseo por la zona este de la ciudad.
Milan, un joven raquítico con un gorro desaliñado que trataba de ocultar su
calvicie, guiaba al heterogéneo grupo de turistas, del cual los latinos éramos
mayoría. A pesar del sol abrasador, el serbio se mostraba inagotable explicando
la relevancia de Serbia en el estallido de la I Guerra Mundial; los entresijos
de la formación del Reino de Yugoslavia; la brutal ocupación de los nazis
durante la II Guerra Mundial; la liberación de las fuerzas ocupantes y la
posterior formación de la República de Yugoslavia; la escalada de Tito al mando
de ésta y el auge de los nacionalismos en las diferentes repúblicas que
desembocó en las guerras de los Balcanes en la década de los noventa. Frente al
hotel Moscú, Milan ironizaba sobre la transformación social de su país. Su
abuelo, un humilde carpintero en la época socialista, tenía un sueldo que le
permitía tener una vida desahogada, coche y vacaciones en el extranjero. “Ahora esto sería impensable”, aseguraba el
guía.
El tramo más impactante del paseo fue
vislumbrar las ruinas, aún en pie, del edificio de la Radio Televisión de
Yugoslavia. Fue bombardeado por la OTAN en 1999 como medida de presión para que
el gobierno, encabezado por Milošević, cesara sus ataques sobre Kosovo. Milan
narraba con dolor su estremecedor recuerdo de un niño inmerso en aquellas
infernales jornadas de plomo. Con apenas cinco años, Milan se juraba a sí mismo
que entregaría su vida por defender a su madre si hacía falta. Aunque no se
puede obviar que Occidente estaba implicado en aquellas campañas, no percibía
rencor en sus palabras hacia nosotros. En cambio, sus palabras adquirían cierta
rabia contra todo aquello que tuviera que ver con Croacia. En medio de un alegato
anticroata, un miembro del grupo tuvo el arrojo de verbalizar la pregunta que a
todos nos rondaba en la cabeza: “¿Algún
día los croatas y los serbios volverán a ser amigos?”. La respuesta de
Milan fue tajante: “No en muchos años”.
Concluimos el tour siendo testigos
del fervor religioso acontecido en San Sava, iglesia con una cúpula de setenta
metros de altitud. Al entrar es costumbre besar y dedicar una plegaria a los
diferentes santos que aguardan en la entrada. Una tradición ligada al Slava, en el que cada familia serbia venera
a su propio santo con fiestas, comida y bebida. Acabado el tour buscamos
refugio para nuestros estómagos en una de las múltiples pekaras. Las pitas son las estrellas de estos hornos de pan, rollos
hechos de una fina masa de harina, generalmente rellenas de carne, verdura o
queso.
Para acabar la estancia en Belgrado,
recorrimos las inmediaciones de la estación de tren. En el camino encontramos
dos edificios gigantescos que estaban totalmente destruidos. Se trataba del antiguo
Ministerio de Defensa, un blanco estratégico y determinante en las ofensivas de
la OTAN. Las grietas que atravesaban las estructuras sobrecogieron nuestra
respiración. Por su parte, la estación ferroviaria resultó ser una edificación al
borde del abandono. La mayoría de los burós permanecían cerrados. La megafonía apenas
anunciaba llegadas y salidas, mientras que los raíles se camuflaban entre la
maleza.
Cerca de la estación, pedimos un
taxi mediante CarGo, un servicio de taxi similar a Uber o Cabify al estilo
serbio. En pocos minutos, Miloš apareció conduciendo un icónico Yugo, orgullo
de la industria automovilística yugoslava. El hombre, de una edad cercana al
retiro, trataba de crear una conversación mediante simpáticos gestos y una contagiosa
sonrisa. A pesar de su voluntad, a duras penas chapurreaba palabra en inglés o pronunciaba
con torpeza el nombre de alguna ciudad española. Nuestro destino era una
oficina de coches de alquiler de la periferia. Algunas compañías internacionales
operaban en el país, pero esta opción local se ajustaba más a nuestras
posibilidades. La empresa estaba formada por un personal joven y voluntarioso.
Allí supimos que nuestros arrendadores conocían nuestro país por referencias
como Los Serrano, Física o Química o Torrente. “Torrente tiene un
humor muy parecido al nuestro”, aseguraba uno de ellos para nuestra
sorpresa. En pocos minutos y firmando un par de documentos, salimos conduciendo
un Volkswagen Golf con la sensación de que aquello era un préstamo entre
amigos.
La forma de conducir es otra de las
peculiaridades de Serbia. En el tráfico de las ciudades impera una adaptación
de la ley de la jungla. Los coches se dividen entre presas y depredadores que
luchan por su propia supervivencia. En las autovías los límites de velocidad parecen
meramente decorativos. No en vano, presenciamos varios sustos y nos sobrecogió
una estampa habitual. Pequeñas losas con fotografías y letras esculpidas se
concentraban en los arcenes en recuerdo de los fallecidos en accidentes. Al
circular por las carreteras locales, también nos sorprendió encontrar
cementerios familiares alrededor de las casas de campo.
En apenas dos horas nos plantamos en
la acogedora ciudad de Novi Sad. Aprovechamos la tarde para hacer un poco de
vida serbia. Nos dimos un baño en la playa fluvial de Štrand, por la que
discurren las aguas frescas del Danubio, seguido de una cerveza Jellen y una
bolsa de kokice, palomitas de maíz.
Los llamativos puestos de palomitas se amontonaban en las zonas de ocio o
plazas de los centros históricos por toda Serbia. Además de hacer las delicias
de los más pequeños, los más mayores disfrutábamos devorando aquellas raciones
que hacían añorar nuestra propia infancia.
Al día siguiente nos adentramos en
los paisajes salvajes y los monasterios antiguos que aguarda el parque natural
de Fruška Gora, a media hora de Novi Sad. Cerca de la cumbre, encontramos un
punto de información turístico con indicaciones en serbio. Sin embargo, una guarda
forestal nos informó atentamente y nos recomendó hacer un recorrido circular en
el que conocer la flora del parque y los monasterios de Staro Hopovo y Novo Hopovo.
A pesar de ser un atractivo turístico, no nos cruzamos con nadie en toda la
ruta. El único sonido que se colaba entre la vegetación era el susurro de
árboles y riachuelos. Algunos tramos del camino estaban tan atestados de tela
de araña que, sin querer, las cortábamos para abrirnos paso. Cerca de cinco
siglos contemplaban la historia de ambos monasterios, en los que, además de su aislamiento,
pudimos observar las pinturas de colores vivos del arte religioso serbio.
Las laderas de Fruška Gora son
especialmente apreciadas por los viñedos que descansan sobre ellas. De hecho,
parte de los pueblos que rodean al parque tienen como principal actividad
económica la producción de vino. Uno de ellos es la población de Sremski
Karlovci, la que visitamos para pegar un bocado típico y degustar su vino. Fue
el primer lugar donde topamos con turistas asiáticos. Bajo una sofocante ola de
color, excepcional para un país como Serbia, grupos de japoneses, chinos y
coreanos paseaban armados de cámaras de fotos y botellas de vino, abarrotando
las distintas bodegas del centro y alrededores del pueblo.
Caída la noche paseamos por las
inmediaciones de la fortaleza de Petrovaradin. Esta es considerada la mayor
fortificación del Imperio austrohúngaro en los Balcanes durante el siglo XVII.
Su enclave, separado de la ciudad por las aguas del Danubio, y una iluminación
de corte futurista la convertían en una preciosa postal. Proseguimos por el
centro de Novi Sad, el cual era un constante trasiego de familias que paseaban
por las plazas, comían palomitas o bebían vino en las diferentes terrazas
aprovechando la suave temperatura. Multitud de niños correteaban ante la despreocupada
vigilancia de padres de edades asombrosamente tempranas, levantando una
pirámide demográfica con amplia base. Las farolas iluminaban las calles con una
luz tan tenue que la penumbra nos devoraba en cada rincón. Podríamos haber cogido
uno de aquellos niños sin que nadie se diera cuenta. En la periferia, donde
estábamos alojados, la oscuridad se acrecentaba, aun no percibir el más mínimo
atisbo de miedo o peligro.
Al llegar a la Plaza de la Libertad descubrimos
una colección de láminas que denunciaban las atrocidades de la Operación
Tormenta, la fase final de la Guerra de Croacia. Las imágenes mostraban a
algunos de los 200.000 refugiados serbios, procedentes de Krajina, en la penosa
huida ante el avance del ejército croata. La exposición ponía el foco en los
crímenes sin resolver y la opacidad de las versiones oficiales. Un hecho que
aviva las constantes tensiones con el vecino croata.
A la mañana, antes de despedirnos de
Novi Sad, fuimos testigos de dos escenas que ilustran el carácter serbio. Nos
dirigíamos a la oficina de Telenor, principal compañía telefónica del país,
cuando dos hombres se enfrentaban por ver quién había llegado antes al
aparcamiento. Nadie quería dar su brazo a torcer. Discutían y gesticulaban
airadamente, aunque a unos metros de distancia hubiera otro estacionamiento
libre. En la oficina, el dependiente, el cual parecía entender y hablar
perfectamente inglés, estaba absorto en sus pensamientos y apenas contestaba
con monosílabos. Según el joven, nuestra tarjeta estaba operativa. Al cabo de
unos kilómetros, el sistema nos pidió una información en serbio que no conseguiríamos
descifrar. En la siguiente ciudad, volveríamos a visitar una nueva oficina.
En una hora de viaje llegamos a
Subotica, la capital de la región de la Vojvodina, a pocos kilómetros de la
frontera con Hungría. La arquitectura modernista caracterizaba los majestuosos
edificios del centro histórico, el cual se había fermentado en una decadencia
que resultaba cautivadora. Uno de sus principales emblemas es la sinagoga,
construida a principios del siglo XX cuando la ciudad aún pertenecía al Reino
de Hungría. Mientras nos deleitábamos con la monumental cúpula adornada con
vitrales con forma de tulipanes, claveles y plumas de pavo real, una pareja de
turistas chinas se hacía selfies en
el altar sagrado. Los judíos presentes las abroncaron sin miramientos, aunque ellas
no cesaron hasta que no tuvieron su instantánea. Acabamos la mañana disfrutando
de una Šopska fresca y un delicioso goulash húngaro con fideos en un local
de las afueras de la ciudad. El restaurante conservaba la estructura y parte
del instrumental de los días en que había sido granja. Acostumbrados al
reposado ritmo serbio y la tranquilidad de las formas, no muy distinto del que
experimentáramos en Cuba, no nos sorprendió prolongar la comida hasta dos
horas. En Serbia las cosas también van despacio.
A la tarde quedamos con Daniela,
hermana de Dragana, y su marido Esteban. En una distinguida región vinícola, el
encuentro debía ser regado con los mejores caldos de la región. Pasamos juntos
más de una hora, suficiente para que la simpatía y cercanía de la pareja nos
cautivara. Fumaban a la par que engrosaban la lista de recomendaciones locales.
Daniela se lamentaba por haber destinado solo un día y medio a su ciudad,
cuando, según ella, deberíamos haber dedicado una semana. En cierto momento de
la conversación, Esteban hizo una referencia a la caza que despertó mi
curiosidad. No hacía falta ser muy inteligente para adivinar que por su edad,
aquel hombre tan apacible debía de haber combatido en el transcurso de la
Guerra de los Balcanes. Animado por la fugaz amistad que habíamos entablado, le
pregunté inocentemente si sabía disparar. “A
quemarropa”, contestó Esteban con una sonrisa irónica. Aunque su protagonismo
por los campos de batalla fuera exiguo, tuvo tiempo de presenciar el horror más
descarnado. Aquella entereza con la que narraba sus recuerdos me sobrecogió. Vivir
en un mundo tan alejado del sufrimiento, de la miseria y de la guerra hace inimaginable
pensar que el relato de Esteban fuera tan reciente.
Resistimos la tentación de echar la
mañana en las bodegas Zvonko Bogdan, desoyendo las amistosas exigencias de
Daniela, ya que dado el gusto por el vino y nuestra facilidad por el enredo
hubiera quebrado nuestra programación. Viajar con un plan cerrado permite
aprovechar al máximo el tiempo a cambio de sacrificar la magia de la
improvisación. Así pues, optamos por pasar la mañana bordeando las aguas del
majestuoso lago Palić, a unos kilómetros de Subotica. Alquilamos un par de
bicicletas para recorrer el borde del agua dulce y las torres coloridas que la circunvalan,
contemplando algunas de las aves que lo habitan. En nuestro proceso de adoptar
las costumbres serbias, apagamos nuestra sed con un granizado de limón tan
sumamente ácido que hacía estremecer a la dentadura.
Antes del mediodía pusimos rumbo a Niš,
situada al otro extremo del país, cerca de la frontera con Bulgaria y Kosovo.
La falta de información para preparar el viaje y el azar nos llevaron tan
lejos. Hicimos parada para comer en el pequeño pueblo de Beška, a orillas del
Danubio, en un local especializado en pescado, recomendado por Daniela y
Esteban. Como teníamos cierta prisa, el servicio decidió ignorarnos y estirar
nuestra parada indefinidamente, al más puro estilo serbio. En las casi seis
horas de viaje tuvimos ocasión de empaparnos de la cultura radiofónica serbia.
En sus emisoras despuntaba el folklore balcánico, con melodías vivas y ritmos frenéticos,
con fuerte influencia de metales. Aun la exportación del género a través de la
fusión, por medio de figuras como Emir Kusturica o Goran Bregovic, constatamos
que nuestros oídos no estaban hechos para soportar más de una canción seguida.
En el trasiego del dial, descubrimos que Europa del Este también había
sucumbido al reggaetón. Temas como ‘Con Calma’ o ‘Échame La Culpa’ sonaban una
y otra vez.
Antes del anochecer llegamos a Niš y
topamos con la cruda realidad de ser extranjero. Tras preguntar a unas diez
personas, desciframos el complejo sistema de pago del aparcamiento mediante
teléfono móvil. Entre tanto, un señor amable se apiadó de los pobres turistas
occidentales y nos regaló una hora de aparcamiento mientras corríamos a recargar
el saldo telefónico a Telenor. Al confundir el tipo de estacionamiento,
perdimos en un suspiro todo nuestro saldo. Afortunadamente, al cambio eran
pocos euros y Telenor parecía feliz de continuar facturando a costa de nuestros
desbarajustes.
En contraposición al modernismo de
Subotica o Novi Sad y la magnificencia de la capital, Niš se presentaba con una
arquitectura de corte comunista, con edificios altos homogéneos, sin adornos y devorados
por el paso del tiempo. Sin ir más lejos, el modesto apartamento donde nos alojamos,
situado en el centro, estaba enclavado en un edificio con unas escaleras sin
revestimientos, ventanas quebradas y paredes a medio derruir. A pesar de la
decadencia arquitectónica, la ciudad era un hervidero. En el bullicio humano se
antojaba un carácter cálido, similar al de los países latinos. En aquellos días
se celebraba el festival de jazz internacional Nissville, principal evento de
la ciudad y uno de los encantos culturales a nivel nacional. Por espacio de
cuatro días, artistas de todo el mundo se reunían en torno a la música jazz, el
cine y el teatro. Tras dar un garbeo por las zonas de acceso libre, acabamos en
las calles del centro atestadas de restaurantes y chiringuitos. En ellas, niños
y perros callejeros deambulaban solos pidiendo limosna o restos de comida a los
comensales.
Al despertar visitamos un mercado
callejero rebosante de autenticidad. Las frutas y verduras adquirían
tonalidades intensas. Los puestos de especias ocupaban gran parte del mercado, albergando
un sinfín de polvos de llamativos colores y sustancias que desprendían aromas
embriagadores. La humildad se repartía en otros puestos, aprovisionándose de
ropa y calzado que no precisaba de marca comercial. Partimos de Niš comprobando
en la guía que habíamos olvidado algunos enclaves de interés histórico.
Nuestra siguiente parada era el
Parque Nacional de Tara, situado al oeste del país. Entre sus cadenas montañas,
se extiende una impresionante garganta por la que discurre el río Drina,
frontera natural entre Bosnia y Serbia. Dentro de los límites del parque se
concentran algunos apartamentos turísticos, en los que algunos serbios
pudientes y gente de alrededor disfrutan de parte del estío. En uno de los
bloques centrales del parque reservamos un pequeño estudio propiedad de un
hombre llamado Zsolt. A la hora acordada no había rastro de él ni de ningún
conocido. Tampoco contestaba a mis llamadas, ni mis mensajes. Di una vuelta y
encontré la recepción de un establecimiento hotelero. El recepcionista disfrutaba
abstraído de un partido de fútbol mientras revisaba sus apuestas. Al cabo de algunos
minutos me atendió, pero no tenía idea de quién era Zsolt. Una pareja anciana
tomaba el fresco en la puerta del complejo, pero, debido al idioma, nos fue
imposible comunicarnos. Cuando ya pensábamos que pasaríamos la noche a la
intemperie, descubrimos un cartel informativo en serbio que contenía el
teléfono de una tal Vinka. Llamamos y a duras penas conseguimos entender que era
conocida de Zsolt. De hecho, era la encargada de hacernos entrar al edificio,
pero al parecer había preferido ir a tomar un baño a un lago cercano. Tras más
de dos horas de espera y hacer uso de Google Translate para entendernos,
disponíamos de alojamiento en Tara. Con la tarde perdida, despedimos el día
visitando el monasterio de Raca, construido en el siglo XV, e intuyendo los
abruptos perfiles del parque.
El día siguiente estaba
exclusivamente destinado a conocer la mayor extensión del parque que las
piernas y la gasolina del coche nos permitieran. Pasado el pueblo de Bajina
Basta, contemplamos la icónica casa sobre el río Drina, una pequeña construcción
de madera sostenida por una roca en mitad del cauce. Después, emprendimos una ruta
desde Raca hacia Crnjeskovo, un espectacular mirador del frondoso paraje y
parte del valle. A pesar de nuestro empeño y que la distancia no era excesiva,
enseguida intuimos que las cuestas pronunciadas y el calor nos harían invertir
demasiado tiempo. Sobre la marcha, cambiamos de destino, dirigiéndonos a un
nacimiento cercano. Puede ser que no fuéramos los montañeros más capacitados
del mundo, pero debido a la maraña de indicaciones contradictorias y caminos
que no conducían a ninguna parte, de repente nos encontramos perdidos en el
filo de un barranco cubierto de zarzas y bosque bajo. Desandando el camino, volvimos
al punto de partida tras tres horas de infructuoso recorrido.
Cambiamos el rol de montañero
intrépido por el de dominguero resignado para visitar el río Vrelo. Con tan
solo 365 metros de longitud, se trata de uno de los ríos más cortos del mundo, el
cual desemboca en el Drina en una impresionante cascada. Si el terreno
montañoso estaba prácticamente desértico, un tumulto animado de lugareños abarrotaba
la playa fluvial de Perućac, comiendo, bebiendo y resguardándose del calor.
Nuestro baño tuvo que aguardar un tramo de recurvas hasta acceder al lago Zaovine,
situado en pleno corazón del parque, custodiado por los picos más alto de Tara.
Después nos dirigimos hacia una de las principales atracciones de la zona:
Mokra Gora. En dicha aldea se encuentra la etnovilla
de Drvengrad, popularizada por Life Is A
Miracle de Emir Kusturica, y el Šargan Eight, un tren de vía estrecha que
atraviesa parte del parque. Llegamos cuando acababa de oscurecer. Nos
encontramos una carretera vacía, unas calles donde no había ni un alma. Tampoco
referencias a la aldea étnica. Los bares y los restaurantes permanecían cerrados.
Tras reconocer el fracaso, dimos media vuelta maldiciendo las ocurrencias de
Kusturica. Para vengarnos subimos el volumen de la radio, que pinchaba ‘Sin
Pijama’, mientras nos desgañitábamos y movíamos nuestros cuerpos al estilo perreo.
Al día siguiente nos intentamos
sacar la espina de los miradores y acudimos a Banjska Stena, el más alto y con
vistas a la garganta del Drina. En el camino topamos con varias indicaciones
que advertían la presencia de osos pardos. Cerca de una cincuentena de ellos
habitan en el parque y se organizan excursiones para avistarlos. La emoción y
el temor se entremezclaban ante la posibilidad de cruzarnos con alguna bestia.
Sin embargo, lo máximo que alcanzamos a ver fue una huella húmeda y profunda
que por su dimensión podría tratarse de la de un oso. O, al menos, eso quisimos
creer. En el mirador dimos cuenta de una espesa niebla que, junto al sol,
cubría las aguas del Drina, dejando una perspectiva que nada tenía que ver con
las impresionantes fotografías de revistas y guías. Resignados por el recelo de
Tara a mostrar sus auténticos encantos, pusimos rumbo a nuestra última parada.
Aunque traíamos cerrado el programa
para recorrer toda Serbia, dejamos un día a la improvisación. Daniela, nuestra
amiga de Subotica, nos propuso terminar el viaje en Smederevo y conocer a su
amiga Jelena. La oportunidad de seguir comprendiendo y absorbiendo las costumbres
serbias merecía más la pena que cualquier atracción turística, montaña, lago o
enclave histórico. La pequeña población nos acogió con una nueva ola de calor. Por
fortuna, los kioskos estaban provistos de rústicas neveras que dispensaban
cerveza fresca por poco más de medio euro. Desde las murallas de la fortaleza
contemplamos el hermoso atardecer sobre el Danubio.
Los puestos de palomitas y los niños
pequeños colmaban la plaza principal de Smederevo. Las terrazas de los bares caldeaban
las calles contiguas. En una de ellas nos esperaba Jelena junto a su amiga Maja
y sus dos minúsculos carlinos. Al igual que había sucedido con Dragana y
Daniela, a los pocos minutos tuve la sensación de conocer a Jelena de toda la
vida. Su alegría era contagiosa. Había viajado por medio mundo y rebosaba
vitalidad y entusiasmo. No podía creer que fuera madre de tres hijos ya
crecidos. Hasta tres veces le pedí que me lo confirmara. Mientras devorábamos
cajas de palomitas y pedíamos más vino blanco, Jelena ponía sus esperanzas en
que Serbia saliera de su aislamiento y cerrase por fin sus heridas. Maja, más
callada, se reía al referirse tímidamente a sus amoríos. No recuerdo bien si
tuvimos que decirnos adiós porque se había agotado el vino o porque era hora de
cierre, pero sentí que el tiempo había pasado demasiado rápido.
Mientras el avión de vuelta
sobrevolaba Belgrado, recordaba nuestras aventuras, fracasos, anécdotas y las
personas que habíamos conocido. Su fascinante historia, su diversidad cultural,
sus parajes vírgenes, su atención hacia la gastronomía, su pausado ritmo y su
gente amable, tras su aspecto serio y un tanto bruto, ya tenían un hueco en
nuestra memoria y corazón. Quizá en unos años Serbia sea finalmente engullida
por la globalización. Probablemente sea invadida por hordas de turistas que
prefieran cenar una pizza a un Ćevapčići.
Sus singularidades serán retocadas y sus ciudades no se diferenciarán en exceso
a las de otro país. Hasta ese día, existirá un lugar cercano, único, por el que
merecerá la pena dejarse cautivar.
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Estos
recuerdos están inspirados en nuestro paso por Serbia en agosto de 2019.
Algunos hechos o declaraciones podrían estar ligeramente ficcionados en pos del
interés literario. Este relato no podría haber sido posible sin la gente que
nos acogió y nos brindó la oportunidad de conocer el estilo serbio: Miša, Dragana, Felix, Dušan, Uroš, Milan, Nikola, Miloš, Daniela, Esteban, Jelena, Maja… Gracias
también por su inspiración y compañía en aquellos días a Marita y al Ćevapčići --
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Llevo mucho tiempo queriendo conocer Europa del Este, y gran parte de mi interés es gracias a la literatura. Hoy me has descubierto un poco el encanto de Serbia. Gracias por compartir.
ResponderEliminarToda Europa del Este es una maravilla. Me fascina lo diferente que son sus costumbres, su auténtica gastronomía y la cercanía de su gente detrás de una máscara de seriedad. Por supuesto te animo a que vayas, antes de que sea un destino turístico más de catálogo.
EliminarMil gracias por la lectura y el comentario. Todo un placer!
No sé si será por la situación o que pero no conecto mucho no la historia... Sin duda tiene pinta de ser un país emocionante de descubrir! Bien seguro lo pasaste bien. También me da curiosidad el hablar en plural todo el rato pero no presentas a los personajes, se entiende que uno eres tú y quién te acompaña por el país, pero vas con alguien más no? No terminé el relato, pero lo haré. Abrazos, Rafalé.
ResponderEliminarBuenas Omduart. Sí, como se explica al final, no fui solo. Sin embargo, no me parecía que el narrador y su acompañante tuvieran más protagonismo que el captar sus vivencias y narrarlas. Todo el protagonismo reside en Serbia, su gente, sus costumbres y las desventuras que ellos nos generaron.
EliminarEspero que lo puedas terminar. Gracias, amigo!
¡Qué bueno! La guerra de Serbia fue como una bofetada que nos hizo comprender lo cerca de nosotros que estaban las desgracias.
ResponderEliminarUn abrazo.
Así lo recuero, aunque era pequeño. Percibo con cierta preocupación que ya hemos olvidado aquella guerra y ya se sabe que el olvido de la historia no trae buenas consecuencias.
EliminarAgradezco enormemente tu amable lectura y tu comentario. Abrazos!
Una estupenda disección de un viaje, que nos lleva a recorrer, en cierto modo, esos parajes y ciudades. Un recorrido personalizado que muestra la experiencia a través de otros ojos. Interesante planing para quien desee realizarlo. Por si fuera poco, relatado de forma literaria y amena. Muy bien escrito, Rafalé. Gracias por proporcionarnos esa información.
ResponderEliminarEstá bien que pueda servir de guía, aunque no conozco muchos casos de gente que solo recorra Serbia. Generalmente, los turistas suelen hacer todos los Balcanes (Belgrado, Sarajevo, Split, Tirana, Skopje o Ljubljana)... Me alegra que te haya entretenido esta lectura. Abrazos! Gracias por el apoyo!
EliminarPor momentos me recordaba los documentales de Michael Portillo que hacía en tren con su Guía Bradshaw de 1913 pero un toque mas incisivo y sin las americanas estridentes que hacían perder la atención al espectador de sus explicaciones.
ResponderEliminarMe han entrado ganas de visitar aquellos lares a condición de descubir algún vuelo barato en Skyscanner.
Muy buen relato!
Qué buena gente es Michael. Hace poco me tomé un café con él, un pitufo de zurrapa y media docena de churros. Como un señor, pagó toda la cuenta. Nunca lo olvidaré. Me lo apunto, suena interesante el proyecto de Portillo.
EliminarMi próximo proyecto va a ser Montenegro, la Serbia de mar... No hay muchas conexiones a aquellos países, pero luego piensa que no son muy caros.
Mil gracias por la lectura! Abrazos!!