Durante la recta final de campaña los partidos aceleran y
ponen en marcha toda la maquinaria en busca de ese último voto indeciso. Indeciso,
obviamente, porque en cuatro años ha estado tan ocupado que no ha tenido ni un
solo segundo para encender la radio, leer la prensa, ver la televisión, navegar
por internet, salir a la calle a por el pan o, en el mejor de los casos, porque
tuvo la fortuna de ganar un sorteo para pasar la legislatura entera en una isla
desierta con un collar hawaiano al cuello y poniéndose tibio de mojitos.
Algunos políticos, después de un período de encierro forzoso
sudando la gota gorda por levantar el presente y futuro del país, discutiendo
permanentemente entre ellos y llegando a acuerdos vitales, accesibles al eludir
un despreciable murete de asesores, guardaespaldas o pantallas de plasma, se
lanzan a las calles y descubren los beneficios de la luz solar a diferencia de
la de los focos y del aire fresco en detrimento del acondicionado. Luego, pasa
lo que pasa: el desconocimiento de la calle entraña ciertos peligros.
En la tesitura de tratar de convencer al sufrido y confuso
elector, los políticos no vacilan en mostrarse como verdaderas estrellas de
rock dejando que el ciudadano se fotografíe con ellos en modo selfie, muestran que poseen intactos ciertos
rasgos de la condición humana como el de tener sentimientos, juegan al pin pon
en el ente público dentro del palacete de una estrella de la ranchera en el panorama internacional, bailan coreografías que suponen un nuevo desafío a las leyes de
la gravedad y el clásico, cómo no, prometer hasta meter. En esta última parte,
el confiado votante, de buena fe, muestra una inteligencia felina al obviar la
segunda parte del dicho, aunque sería arriesgado descartar la amnesia debido a
las vacaciones paradisiacas.
Esta semana tuve el placer de percatarme por mí mismo cómo
funciona la infranqueable maquinaria de los partidos y cuán convincente es. Recorría
tranquilo las calles del centro de la ciudad cavilando la secreta estrategia
con la que las anchoas se habían apoderado de los campos de olivos hasta
meterse dentro de las aceitunas cuando de repente me vi sorprendido por un tumulto de gente que se agolpaba
alrededor de un stand teñido de una
tonalidad azulada. Se trataba del partido azul, una organización
tradicionalmente política caracterizada por defender los valores de la gente de
bien que se había reconvertido en una organización de caridad activa. Dicha
organización también se caracterizaba por defender la concepción de la vida,
las tradiciones religiosas y los intereses de la familia: el interés del primo
que tenía una empresa de construcción en edificar en una arboleda milenario que
no daba rendimiento, el del cuñado que ideaba unos productos financieros de
mayor rentabilidad que un plazo fijo sin riesgo apreciable y el del sobrino rebelde
que había encontrado un puesto de trabajo en una empresa que subcontrataba el
ayuntamiento.
Independientemente de esas nobles convicciones, celebré
emocionado el paso del partido a la acción social, que a través de sus
simpatizantes repartía dulces navideños a los ciudadanos de a pie y gorros y
globos para los más pequeños, impregnando al pueblo de un poco de espíritu de navideño.
Una lágrima emocionada surcaba por mis mejillas, los votaré en las elecciones,
pensé, y hasta trataré de convencer a mis círculos para que me sigan.
De esta forma, como humilde ciudadano, me dirigí a los
responsables para poder reclamar mi dulce navideño, mi globo azulado, unos folletos
informativos y, si podía ser, un póster a tamaño real del candidato de mi
circunscripción para poner en el salón, encima de la televisión. Los presentes,
ataviados con prendas sencillas que recogían las sensibilidades de un orden de diez
o doce razas de animales distintos en forma de piel, se mostraron encantados y
me pidieron a cambio un pequeño favor: una firma para reclamar la supresión del
impuesto sobre sucesiones y donaciones. Sin pensármelo dos veces, firmé y en
unos segundos estaba devorando el exquisito mazapán ataviado con un gorro de
Papá Noel azul, sujetando el globo con la otra mano y un centenar de folletos entre
mis piernas mientras un popurrí de villancicos embriagaba mis oídos y la
alternancia de luces de los negocios se reflejaban en mis ojos de elector
decidido.
Malditos burócratas que cosen a la gente humilde con
impuestos absurdos y, en este caso, recurrentes, reflexioné tratando de no
atragantarme. Lo único que están consiguiendo es ahogar a las familias trabajadoras
y de esta forma reducir el consumo con la consecuente ruina del empresariado del
país, motor de la recuperación económica y baluarte de la prosperidad y el
desarrollo. Además, para mi fortuna y la de mis compatriotas, pude constatar
que el partido azul no sólo se lanzaba a las calles para encabezar la presión
popular contra los impuestos absurdos, sino que prometía bajarlos todos.
Horas después, mientras dormía, me sentí terriblemente
indispuesto: tenía un extraordinario dolor de barriga que se propagaba con violentas
sacudidas en el abdomen y una intensa calentura inusual. Heroicamente, llegué
al servicio de urgencias sobre mis dos piernas y apoyándome de vez en cuando
con los dos brazos en el suelo. Allí, después de un par de terribles horas de
espera, expuesto a mortales infecciones, me atendieron de aquella manera y me despacharon
rápidamente diciendo que sufría los síntomas de una intoxicación alimentaria y
que se iría naturalmente al expulsarlo con previsibles síntomas de colitis
aguda. ¡Menudo diagnóstico, menuda atención! Sin duda, la sanidad de este país
estaba hecha unos zorros.
Indignado, me fui a las urgencias del médico de pago y en
unos minutos, sin colas y sin riesgo de desarrollar ninguna enfermedad
adicional, tras rellenar una serie de solicitudes, acreditar mis datos
bancarios, dar las huellas de los dedos de mis manos y de los dedos de mis
pies, el centro procedió a hacerme unos exámenes con rayos, un escáner, un
electro, un blanqueamiento dental y una buena manicura. Después de completar el
proceso rutinario, me dieron el verdadero diagnóstico: dolor de panza, cagalera
de campeonato y un par de muelas picadas. Feliz por haber burlado a la muerte
con estoica entereza, pagué la factura y pedí cita para la cuestión dental.
Cuando creía saberlo todo, la vida me había dado una gran
lección: la salud no tiene precio. Aunque es probable que tenga que aguantar el
mes reduciendo lujos que no me puedo permitir, sin vivir por encima de mis posibilidades,
he de recalcar que eso sí que era un dinero bien invertido y no ese que inútilmente
se iba para impuestos.
Ole, ole. Si no te importa, te comparto en Caralibro, compañero.
ResponderEliminarPor supuesto, José, pero solo porque eres tú!
Eliminarjajaja ADESLAS ha patrocinado este blog seguro! Me ha gustado mucho figura!
ResponderEliminarA la gente le falta mucha pedagogía sobre impuestos. A mi el primero. Pero tengo claro que las AAPP autonómicas deben tener corresponsabilidad fiscal.
El impuesto de Sucesiones y Donaciones, aunque de regulación estatal, la tarifa la marcan las autonomías. Esta muy bien quejarse a papa Estado de que la financiación es pésima y por otro lado hacer reducciones a la base imponible del impuesto que supongan no tributar nada por ello. Los servicios públicos no se financian con mazapanes en las puertas de ningún centro comercial!
En fin, gracias por esta bocachanclada porque si ha servido para remover alguna conciencia bastante has hecho ya!!!
Me alegro mucho! Como señalas, en este caso la reivindicación iba hacia el gobierno autonómico. Sobre lo de los mazapanes, yo pensaba que así se financiaban los servicios públicos.
EliminarGracias a ti por leer y comentar! Prometo estarte agradecido!!