Fruto
de la serena observación y la exhaustiva investigación, he detectado una
desconocida enfermedad de la cual me veo en la obligación de alertar. He de
confesar que carezco de cualquier tipo de formación en medicina, ni falta que hace.
Basta con no ser aliado de la ceguera, estar corroído por la hipocresía o
rendido a la necedad cotidiana para darse cuenta del diagnóstico categórico.
Cabría preguntarse por qué no hemos oído hablar de ella, quién ha escondido las
certeras evidencias o derivado los síntomas hacia otros trastornos
contemporáneos que, si bien existen, han conseguido agravar los daños de la
enfermedad hasta convertirlos en devastadores e irreversibles.
Sorprendentemente, esta plaga está especialmente arraigada en España. No estoy
hablando de la impuntualidad, la predisposición genética por la corrupción, la
veneración a símbolos religiosos y/o fascistas o el hablar a voces sin tener la
más remota idea. Me refiero a una patología mucho más general, la vorágine que
destruirá este país y a todos sus individuos. Hablo de tener la piel fina.
Todo comenzó en un restaurante de
bien, en el transcurso de una cena con gente de la intelectualidad patria.
Entre otros, allí se daba cita el dispensador de viagra de Vargas Llosa, uno de
los negros de Pérez-Reverte, el chapero predilecto de Sánchez Dragó, el
callista de Pedro Almodóvar, el camello de confianza de don Jaime de Marichalar
y el mismísimo Rey del Pollo Frito, Ramoncín. Después de mantener una vibrante
conversación sobre los beneficios que tenía para el sistema circulatorio
miccionar haciendo el pino, se inició una encarnizada discusión en torno a la
receta original del gazpacho andaluz. Aunque no debiera admitir dudas, el
personal comenzó a desvariar con la composición del brebaje y a recurrir a
rincones inmundos de la red para
granjear a sus argumentos cierto atisbo de autoridad. Mientras tanto, los más
avispados del grupo guardábamos las sobras de la cena en bolsas de plástico. El
conocimiento teórico y práctico del hambre determina la verdadera valía del
intelectual. El debate gastronómico estaba al borde de hacerme perder los
nervios cuando el mismísimo Ramoncín se atrevió a despreciar la sutil
aportación del pimiento verde. Aunque uno se distingue por mantener la compostura
ante cualquier situación, no tuve más remedio que reprender su desfachatez con
un elegante y respetuoso “Eres un puto
ignorante. El pimiento es al gazpacho lo que tus discos a un contenedor de
basura”. Un silencio tenso congeló el ambiente y el decadente actor,
escritor, cantante y parásito -en orden creciente de ocupación- se marchó del
lugar soltando un bufido airado.
Al comienzo sospeché que había sido
una rabieta pasajera que el tiempo haría olvidar. O quizá se trataba de una
brillante estratagema para no pagar la cuenta. Cuando al día siguiente constaté
que Ramoncín me había bloqueado de sus redes sociales y de que el cartero no
cesaba de entregar paquetes bomba en casa, di cuenta de que mi improperio podía
haberle ofendido. A decir verdad, aquel entuerto me resultaba indiferente.
Ramoncín había dejado de ser alguien mucho tiempo atrás, si es que alguna vez
había sido alguien. Sin embargo, no podía dejar de darle vueltas al entuerto.
Una persona medianamente madura no se ofende así. Una persona sensata y
proporcionada trata de convencer al otro repitiendo hasta la saciedad los
mismos argumentos, guardando bajo manga el infalible recurso de quedarse en
pelota picada y bailar bulerías en caso de que la situación amenace con
desmadrarse. Ahí advertí que el Rey del Pollo Frito tenía la piel demasiado
fina para aceptar una crítica justa. Me inquietaba la duda de si aquel fenómeno
era aislado o una epidemia extendida. Quizá en el caso de la piel del creador
de 'Litros de Alcohol' interfiriese el factor de haber sido un monigote
profesional o sus visitas a clínicas de estética de poca monta.
A continuación me decidí a extender
mi campo de estudio a otros círculos más populares en busca de reafirmar o
refutar mi tesis. Comencé con mi panadería de confianza, donde advertí
amablemente que su pan era idóneo si uno quería construir un muro
indestructible usando sus barras; proseguí comentando a mis pupilos que sus
últimos manuscritos eran de un gusto horripilante y de nula originalidad, fruto
de una ignorancia arraigada y mi necesidad de sacarles la pasta para subsistir
de forma honrada; y confesando a mi pareja que Coldplay, su grupo favorito, me
parecía un truño soporífero y que gentilmente la ayudaría a enterrar cada uno
de sus discos. Envalentonado, quise ir un poco más allá, y me pasé por el
colegio de mi infancia, el instituto y la facultad para informar sin rencor a
mis antiguos profesores que eran todos unos inútiles sin vocación que habían
sumido en la mediocridad y el alcoholismo a mi ser. Para mi sorpresa, mi arranque
de sinceridad en aras de la verdad fue duramente reprendido por mis objetos de
estudio mediante gritos, insultos, escupitajos, amenazas y algún que otro
guantazo de admirable factura. Mientras dormía en el sofá, apaleado, desterrado
y desempleado, atisbé la cruda verdad.
La verdad es que nadie quiere oír la
verdad. Vivimos en una sociedad hipócrita que apremia mirar hacia un lado y
contentarnos con una mediocridad que pudo, pero no quiere ser y se ríe de
nosotros a nuestras espaldas. Nos sobra con el recuerdo de un sueño extinto o
de un futuro fantasioso para alcanzar la paz que brota de la autocompasión y un
deforme engendro de la felicidad. Se premia a la imbecilidad y se ponen paños
calientes a la incapacidad. Si no encuentras consuelo, siempre puedes comprarte
una taza con el eslogan “Soy gilipollas,
pero hoy puede ser un día excepcional”. Por el contrario, la crítica,
aunque descarnada, delimita el defecto para extirparlo y aspirar a ser libre,
razón de ser del hombre. No me imagino a Severo Ochoa consolado con un vaso de
leche con galletas cuando un experimento resultaba un fiasco, ni alguien
dándole palmaditas a Manuel de Falla ante una soporífera composición o a
Cervantes refugiado en el placer instantáneo de una entrepierna caliente cuando
el Quijote volcaba su caballo. Hemos desterrado la certeza para no sufrir, nos
hemos convertido en enfermos de piel fina.
Según he podido comprobar, esta
enfermedad es degenerativa, contagiosa y hereditaria. Los padres magnifican los
efectos del trastorno al vacunar a sus hijos con el valor del no pasa nada, lo
tenéis todo y mejor si no sabéis por qué ni de dónde viene. Esos niños serán
los jóvenes refugiados en el no hay oportunidades y anestesiados por el
capitalismo y sus sabrosos cebos y divertidos juguetes, provistos de artefactos
que oculten la verdad incómoda y asesinen a la voz de sus portavoces. Esos
niños serán los ancianos que carguen existencias vacías, cuya mayor aportación
sea la de sostener al partido gobernante de turno con ínfulas de superioridad.
La sociedad de la información
auspicia la propagación acelerada de la mortal pandemia. Sin ir más lejos, un
servidor, con toda su buena fe, fue recientemente atroz y cobardemente
ajusticiado en uno de esos foros donde la prole prostituye la verdad a cambio
de ver la mierda disfrazada con telas de Desigual. En una entrada que trataba
los orígenes del gazpacho andaluz, como gran entendido en la materia, me vi en
la obligación de intervenir para alertar del olvido de uno de los ingredientes
primigenios: el pimiento verde. Enseguida apareció una contestación
contundente: “No hay ninguna evidencia de
que los primeros gazpachos incluyeran pimiento verde. Esa es una receta
posterior”. Al comienzo no le di mucho crédito a tal atrevida
impertinencia, pero conforme fueron llegando otras réplicas que validaban esa
nueva teoría y dejaban la mía a la altura del betún, experimenté un estado de
indignación que fue escalando de la rabia hacia las imperiosas ganas de
vengarme. Una reacción impropia para una persona que no se altera con
facilidad. Escarbé entre las fotos de la red social del osado aprendiz de
cocinillas, busqué su nombre en listas de morosos, multas de tráfico y votantes
de Ciudadanos. Después, contraté a un detective que anunciaba sus servicios en
las Páginas Amarillas para investigar sus vergüenzas. No había rastro de ningún
tipo de acto reprobable, más allá de ser fiel seguidor de Ramoncín. No sabía
muy bien cómo redimirme de aquella ofensa despiadada, ni tan siquiera recordaba
a qué se debía esta, ni por qué la cólera rechinaba con fuerza entre mis
dientes, me hacía fruncir el ceño violentamente y tensarme la piel hasta
amenazar con rasgarla. Entonces, percaté la horrenda realidad: yo también había
sido contagiado. Yo también tengo la piel fina.
Por desgracia, la piel fina es una
enfermedad de la que no se conoce cura. Afortunadamente, las grietas de la
sociedad actual nos brindan multitud de esperanzas para alcanzar una penosa
pero digna subsistencia. Por ejemplo, existen unos sofisticados prototipos de
burbujas para aislarnos por completo. No hace falta una gran inversión, todos
disponemos de acceso a ellas. De hecho, nos pasamos gran parte del día
encerrados en nuestra burbuja. En ellas somos protagonista y enemigo, un
pequeño reino con multitud de súbditos a nuestros pies, en el que escribir la
realidad al gusto. A pesar de que las burbujas no interactúan entre sí, es
fascinante observar cómo evolucionan de forma idéntica sujetas a un sistema
invisible y silencioso. Es razonable pensar que todas las burbujas convergerán
a la misma burbuja sin tocarse nunca.
En la burbuja, la enfermedad avanza
tan lentamente que parece haber desaparecido. No se conocen casos de pacientes
que sean capaces de agravar o revertir la enfermedad por sí mismos. Y así la
piel cada vez más fina, y así la muerte en vida.
Firmado, uno con la piel fina.
Incluido en el número 5 de Tinta de Verano - País de Pandereta.
Incluido en el número 5 de Tinta de Verano - País de Pandereta.
Me parto! A ver si escribes más bocachancladas!
ResponderEliminarOjalá. Muchas gracias por tu comentario, espero que te haa gustado.
EliminarSaludos.
Crítica social y humor... Una combinación explosiva. Siempre he dicho que el mundo no está preparado para la verdad... Así que bravo!
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, un velo para ver la realidad a medias va bien para todos. Mil gracias por tu lectura y comentario. Saludos!
EliminarMe has hecho llorar y mira que no quería después de un día de mierda me pongo a leerte y en un momento me habías hecho reír Pero mientras iba leyendo se me iba haciendo un nudo porque es verdad hoy somos tan individualistas que necesitamos crear otro mundo paralelo donde no importe lo que te digan o hagan y mirando a mis hijos pensé espero que ellos lo hagan mejor después de esta perorata muchas gracias por este relato
ResponderEliminarVaya, no era mi intención ponerme muy trascendental, sino más bien reírme un poco de ello. Me alegra enormemente haberte echo reír. Mil gracias por la lectura y tu comentario, es un placer! Saludos!
EliminarMadre mía jajaja. Esto que podría ser la típica rabieta post debate de mierda en las redes es un texto maravilloso! Sincero y de un humor tan genial que me da envidia. A propósito, ¿El gazpacho cuántos ajos lleva? :D
ResponderEliminarGracias por las palabras y la lectura! Te debo decir que el texto nació de otra rabieta real, pero sí, en las redes este tipo de situaciones existen.
EliminarGeneralmente, si haces un litro de gazpacho o salmorejo, un diente va bien. Si echas dos, asustarás a los que lo tomes.
Mil gracias como siempre! Quedo a la espera para el duelo!