Camaradas
de letras del mundo, ¡uníos y luchad! No temáis si alguna vez sois
infravalorados, no os disculpéis por vuestra loable condición, no penséis que
vuestra formación está agujereada o que sois menos capaces que otros. No
tengáis miedo, no estáis solos en esta lucha. Somos la mayoría y tenemos la
razón olvidada en un rincón. A expensas de gritarlo a los cuatro vientos,
recibiremos la merecida rendición universal. Nuestra revolución empieza por
asumir el hecho, que no por tópico, adolece de credibilidad: no somos de
ciencias, somos de letras y estamos injustamente subestimados. Sirva mi humilde
caso como una sólida e irrefutable muestra de reafirmación colectiva.
Tuve claro que nunca sería de ciencias desde el momento en que
oí aquella misma frase pronunciada por unos labios sinceros. Entonces, una
especial conexión sacudió mi cuerpo y vi reflejado el estatus que el destino me
había reservado. Recuerdo haber vivido aquel pasaje a una edad tan temprana que
no descarto la posibilidad de que constituyera una experiencia non nata. De esta forma, estoy seguro de
que mi tortuosa relación con la aritmética y mi amor por la palabra colmó las
células progenitoras que me alumbraron, siendo éste un carácter en mí irreducible.
Entendiendo que las teorías del destino puedan dar lugar a controversia, he trazado
una sólida argumentación que prueba mi predisposición como una combinación de
circunstancias externas e imposible de revertir. Tal es su grado de exactitud
que podría acomplejar a las más sólidas teorías de la geometría, álgebra o a la
mismísima relatividad.
He de comenzar por reseñar la genética, ente claramente no
susceptible a la transformación. La composición heredada de mis padres –buena
gente y mejores personas– no destacaba por su predisposición a los números. De
hecho, mis padres pertenecen a ese colectivo invisible de alumnos que aprobaban
el examen de quebrados gracias a los milagros de la patrona del pueblo, la
caridad de los maestros y alguna que otra tajá
de tocino sacada de los cerdos del cortijo familiar. Por supuesto, para mí,
reclamar ayuda en casa para hacer los deberes de matemáticas quedó descartado
nada más pasar de sumas y restas de números de dos cifras. Recuerdo los sudores
fríos que recorrían la frente de mi padre al ver una división con decimales; o también
los clásicos “No ves que estoy
planchando… No ves que estoy desplumando el pavo… No ves que estoy sacándole
brillo a la maquinaria del calentador” de mi santa madre, ante los cuales
tuve que claudicar.
Del resto de mi familia, el mayor baluarte de la ciencia se
reduce al tito Nicasio. Mi tío regentaba un humilde almacén de tornillos,
clavos y roscas que disponía de una barra donde se dispensaban los mejores
licores y embutidos de estraperlo del pueblo. El tito demostraba un apabullante
dominio de los números al sacar a ojo el precio de un saco con miles de
tornillos y clavos de diferentes tamaños entrelazados en el caos. A esto se le
debe sumar la dificultad no banal de lidiar con una melopea creciente que
transformaba su voz cortante en una serie de gruñidos inteligibles. Cierto es
que el estraperlo producía más beneficios que el férreo, pero no se debe
descartar a la ligera que por las venas de mi tío discurriera, además de orujo
de contrabando, sangre euclídea o pitagórica.
Como segundo y último vínculo científico está mi primo
Filiberto, que logró la nada desdeñable hazaña de licenciarse en empresariales
en menos de los diez años que, según él, se sitúa la media. En Navidad siempre nos
deleitaba con sus pugnas con las feroces matemáticas y los catedráticos
elitistas que escupen fuego y orinan agua bendita, de las que consiguió salir
airoso al cuarto intento y con nota, después de pagar a un amigo para que se
presentara al examen. Años más tarde, su olfato de lince para los negocios le
llevó al estrellato al abrir un negocio de migas y gachas campestres con
servicio a domicilio, que cuenta con una app y anuncios en la televisión local
pasada la medianoche. En un futuro no muy lejano pretende abrir un carromato andante
de migas y gachas alrededor de la Torre Eiffel y uno fijo en la última planta del
Big Ben, a la par que una retahíla indescifrable desborda su cuenta corriente.
Del resto de mis consanguíneos se aprecia un poso latente de arte. De hecho, mi
abuelo Torcuato aprendió a tocar la corneta en la mili, mi abuelita Elpidia
solía sacar las castañuelas cuando la botella de anís comenzaba a evaporarse y
mi tío abuelo Sandalio llegó a ser célebre por recitar versos alejandrinos, a
la par que picarones, a las señoras en la salida del metro. En cualquier caso,
es claro que mi predisposición genética era lo suficientemente adversa para la
correcta absorción de la ciencia.
Por otro lado, se debe analizar el inestimable factor
educativo. Desde bien pequeño cualquier asignatura que contuviera el más mínimo
atisbo de abstracción resultaba una completa tortura. Podría alegar que quizá
puse poco empeño o que la vocecilla non
nata del ser de letras atronaba a cada minuto en mi mente, pero eso sería
restarle parte de la responsabilidad que tuvieron mis profesores de ciencias. No
querría suavizar el fracaso absoluto de una parte del sistema educativo. Como
persona crítica y harta responsable con la sociedad coetánea, no puedo ser cómplice.
Y es que no conozco a nadie que en su sano juicio afirme haber tenido un buen
profesor de física o química. Si existe algún susodicho que desafíe esta regla
o bien siente una devoción que traspasa los límites de las ecuaciones –familiaridad,
enamoramientos platónicos o afición al sadomasoquismo–, o bien miente de forma vil.
Los profesores que se cruzaron en mi camino eran especialmente malos, además de
siniestros y con un desconcertante olor a lejía barata. Sin ningún tipo de
disimulo, denotaban carecer de ninguna capacidad docente, empatía por sus sufridos
y desvalidos discípulos y, en algunos casos, se pudiera dudar de que atesoraban
los conocimientos impartidos.
Recuerdo la espantosa angustia mental que se despertaba en
mí al tener que ser obligado a memorizar las tablas de multiplicar, las
fórmulas de resolución de ecuaciones o las identidades trigonométricas. Más
tarde, la angustia se transformaba en un insoportable dolor en la muñeca al
tener que rescribirlas infinidad de veces por castigo del supuesto enseñante.
Resulta una osadía de tendencia autoritaria
tener que obligar a memorizar conocimientos, susceptibles de ser incomprendidos
e/o inútiles, bajo atroces prácticas de tortura, que ni el mismo enseñante es
capaz de motivar con una explicación sencilla. Me pregunto, ¿por qué el alumno
es capaz de interiorizar la filosofía de Kant, la obra de Cervantes o las
causas de una guerra mundial y se muestra incapaz de hacerlo con las bases del
electromagnetismo? Lo fácil sería hacer algo de autocrítica, pero lo cierto –y más
fácil aún– es que la culpa reside en esos intentos de alquimistas, brujos y
taumaturgos que se ocultan bajo una bata de profesor y una caligrafía ilegible.
Otro motivo por el cual uno comienza a desconfiar de la
validez de las ciencias son sus verdaderos valedores: los científicos que han
pasado a la historia de la humanidad. Si uno tuviera que elegir a las
celebridades que definen los designios de cada siglo, probablemente se deberían
llenar varios folios hasta llegar a su primer representante entre multitud de
literatos, políticos, músicos, militares, pintores, líderes religiosos y gente
de bien. Quizá en el siglo pasado quepa destacar la figura del Albert Einstein.
Pero, seriamente, ¿quién sería capaz de explicar su contribución en un par de
frases elocuentes? Silencio, vacío, perplejidad o titubeos en el mejor caso.
Y es más, ¿a qué se dedica la ciencia en la actualidad?
Aceleradores de partículas, ondas gravitacionales o bosones de Higgs que inundan
páginas de periódicos que ni sus propios creadores, encerrados en salas oscuras
y en zonas invisibles, saben muy bien para qué sirven, sin ningún tipo de
contribución social. Mientras tanto, reclaman más y más dinero porque claro,
con la excusa de manejar conocimiento inalcanzable para el resto de mortales, debe
resultar, cuanto menos, importante.
Llegados a este punto, embarrado hasta las cejas de
derivadas e integrales, con las piernas anquilosadas por el peso de la gravedad,
mareado por los vapores de la formulación inorgánica y crucificado sobre la
proyección de dos vectores perpendiculares, la vocación adormecida por las
humanidades despertó con furia y la temprana dispersión del conocimiento
académico se encargó del resto. Es ahí cuando uno se empapa de la verdadera
sabiduría, se agarra como a un clavo ardiendo a las declinaciones del latín, le
deslumbra hasta la belleza del pórtico post-vanguardista de la granja familiar por
donde entran y salen churras y merinas, y se embriaga de versos y prosa hasta
casi levitar. El sueño se torna infinito, el colorido desborda al lienzo hasta
hacerlo desfallecer y las letras se convierten en la única sombra de la verdad.
Camaradas de las letras, os imploro unión, orgullo y
entereza para derrumbar la tiranía científica. Que ardan paralelepípedos, que las
funciones sientan el miedo en su argumento, que las distribuciones se anulen
hasta desaparecer. Somos la fuente del conocimiento, somos la palabra que arrodillará
a la eternidad. Somos el punto y final.
Como militante de Ciencias que nunca estuvo convencida de su militancia, y que finalmente acabó reconvirtiéndose a las Letras con no pocas decepciones por el camino, no tengo más remedio que sentirme profundamente identificada con este texto! Dice un amigo mío que la separación entre Ciencias y Letras la inventaron los malvados de este planeta para mantenerse a salvo: las Ciencias cuentan con las herramientas para cambiar el mundo, pero les falta el espíritu crítico para hacerlo; a las Letras les sobra la crítica, pero no disponen de las armas. Propongo que volvamos a ser hombres y mujeres del renacimiento, que igual servían para un roto que para un descosido.
ResponderEliminarEn cualquier caso, gracias por la ironía, la agilidad y el gusto por la palabra. ¡Que sigan fluyendo!
Magnífico epílogo. Me gusta tu filosofía, de hecho intento practicarla, pero me sale justo al revés: ni letras, ni ciencias, ni nada de nada...
EliminarGracias por la acidez!!
Muy buena reflexión y muy divertida; ya sale un poco del tópico "letras vs ciencias" de siempre! Me encanta esa manera de utilizar toda clase de palabras científicas a cada paso y también de las humanidades; y el principio con la excusa en la poca predisposición genética es simplemente magistral. Me encanta el ejemplo del primo de económicas, esa sí que sin ironía es una realidad que se sufre por todas partes...
ResponderEliminar"...mareado por los vapores de la formulación inorgánica y crucificado sobre la proyección de dos vectores perpendiculares" Metáforas espléndidas y ya digo; una visión fabulosa fuera de lo que nos tiene acostumbrados. ¡Muy bueno!
Muchas gracias, María. Me alegra que te haya gustado, especialmente por el hecho de ser una distinguida matemática.
EliminarLa intención es tratar un poco de salirse de estereotipos agudizando estos...
Saludos, nos leemos!!