Cada
día que pasa se hace más evidente un secreto diabólico: la R.A.E. ha borrado de
su diccionario la palabra autocrítica. Según sus miembros, la institución, que “tiene como misión principal velar por que
los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las
necesidades de sus hablantes”, ha procedido a eliminar el término al haber
quedado en desuso. Fuera del debate de si es o no una buena decisión a nivel
lingüístico por aquello de conservar la identidad y riqueza del idioma, lo
cierto es que la supresión de la autocrítica supone un alivio para una gran
parte de la ciudadanía, independientemente de su condición social. De esta
forma, no sólo se permite, sino que está bien visto afilar el morro sin ningún
tipo de pudor para disparar dardos dialécticos contra todo y todos.
Aunque existe un despreciable riesgo de molestar a otras
personas con reproches bienintencionados, infundios sin malicia o cariñosos insultos,
no hay que perder de vista que todos los cambios se hacen para bien y éste no
podía ser menos. Metiendo el dedo en el ojo de los demás, señalando sus
errores, cuestionando decisiones sensibles, conseguimos disimular las miserias
propias, ventilar la mierda del de enfrente para que la nuestra parezca eau de rochas y lo mejor de todo: pasar
por seres pluscuamperfectos que nunca se equivocan, que fueron tocados por una
varita divina en algún momento de sus ejemplares vidas y que aguardan turno
para la beatificación o ascender al mismísimo Olimpo.
Nada más levantarme de la cama, enciendo la radio y en menos
de un minuto ésta ofrece gentilmente un botón de muestra. El programa matinal entrevista
a un humilde representante de una agrupación política honrada. A la pregunta de
qué opinión le merece el último caso de generosidad manifiesta de su partido en
forma de donaciones a unos necesitados, el entrevistado elude la cuestión y se
centra en los casos de generosidad del partido contrario. Durante su
intervención, muestra un manejo superlativo de la tercera persona en sus formas
singular y plural, así como un amplio rango de adjetivos descalificativos. Prosigue
con los sólidos argumentos del no porque no, la herencia recibida y el no había
más remedio, para finalizar con una minuciosa y objetiva interpretación de
datos que avalan su gestión. Aunque me congratula la oratoria del
representante, y hasta podría decir que nace en mí cierta empatía al dar cuenta
del linchamiento al que el pobre hombre se ve sometido, me siento vacío. Parece
como si faltara algo, como si el acto comunicativo de la entrevista no
estuviera completo. Acaba la intervención y es entonces cuando lo entiendo: la periodista
ha formulado todas sus preguntas de forma errónea. Debería haber incidido menos
en el sufrido invitado y haberse centrado en los demás. ¿Es que acaso la muy
ilusa esperaba arañar un ápice de autocrítica?
Pese a patinar de vez en cuando, el estamento periodístico
también celebra con fervor la abolición de la innombrable palabra. Mientras en
el coche remarco sutilmente con mi nuevo claxon –el tercero de este mes– la
inutilidad manifiesta de la mayoría de conductores, compruebo la versatilidad que
ofrece el boletín de noticias. Según la conveniencia del financiador del medio,
se relativizan ciertas informaciones, magnifican otras que afectan al rival,
eluden las que hablan de ellos mismos y crean realidad más propia de una novela
de ficción. Sin ir más lejos, cuando acabo de reprender educadamente a un imprudente
conductor que no se aparta para dejarse adelantar por el arcén, el locutor interrumpe
la programación con voz solemne para anunciar una exclusiva de impacto. Resulta
que un destacado miembro del gobierno –el mismísimo encargado de servirle los
cafés al subsecretario de pesca con mosca– compra pan donde suele hacerlo un
miembro de una banda criminal que trafica con armas, mujeres, drogas y gatos
chinos de la suerte. Una anciana, clienta habitual de la panadería, vio con sus
propios ojos cómo dicho político le dirigió un buenos días al delincuente. Queda
así demostrada la estrecha conexión entre el Gobierno y la banda. La radio
anuncia que la entrevista con la anciana testigo se prolongará durante toda la
mañana. Por su parte, ante los graves sucesos, la tertulia reclama encendida una
tajante condena de todo el Gobierno, la disolución del partido que lo apoya y
que el destacado miembro, acusado y juzgado, arda en una hoguera en la plaza
mayor. En el improbable caso de errar, debido a la solidez de la información y
la fiabilidad de las fuentes, no dudo en que la trascendental práctica de la
pesca ocuparía horas de debate y consumiría ríos de tinta estableciendo sesudas
conexiones que desacrediten al partido.
Más tarde, a la llegada al instituto me encuentro con el
director. Me muestra su preocupación por las quejas que le trasmiten los
alumnos en cuanto a mi forma de impartir clase y las pésimas notas obtenidas en
el último examen. Pobre iluso, el apartarse de la docencia le hace ignorar dónde radica el problema. Argumento la falta de motivación de los jóvenes, lo mal
que vienen preparados y que, aun así, demasiado esfuerzo hacemos con gente que
empobrece la calidad del oxígeno que respiramos el resto. El director asiente
ante mis irrefutables argumentos, se disculpa y se retira a echar la siesta matutina
a su despacho. Yo por mi parte, envalentonado, le mando al carajo cordialmente
y me anoto mentalmente llegar cinco minutos más tarde para no encontrarme con
él. Ya en clase pongo todo mi empeño en la formación de los jóvenes: insisto en
su nula capacidad, les advierto de sus inexistentes posibilidades y les
aconsejo, de forma sincera, que se busquen un agujero donde esconderse eternamente.
Durante los últimos cinco minutos repasamos algún que otro autor. Como es de
esperar, los muchachos demuestran no tener la más remota idea. A pesar de mi
férrea voluntad, así es imposible.
Salgo de la agotadora jornada del instituto, paso por el bar
a tomar unos tragos y llego a casa molido. Me desnudo y me tumbo en el sillón del
jardín a leer. Dentro de mis variadas diversiones, destaca la de devorar grandes clásicos mientras
una brisa acaricia todo mi cuerpo. Tras unos minutos de tranquilidad, la
hipocresía me interrumpe súbitamente. Los vecinos que pasan por delante de la
casa me contemplan y se quejan de mi libre e inofensiva forma de disfrutar de mi
tiempo de asueto. Soy incapaz de entender ese tipo de críticas. No soporto a la
gente que defiende la libertad individual y no respetan que cada uno viva su
vida de la mejor forma que estime.
Pero lo más macanudo ocurre después, cuando mi señora esposa
llega a casa y comienza a cuestionar el por qué la casa está hecha un desastre,
por qué el jardín parece una jungla, por qué llevo sin arreglar la puerta del
garaje más de dos años y por qué voy desnudo. ¡Qué fácil es criticar a los
demás sin mirarse a uno mismo!, le contesto. Pero, ¿qué hay de la cena sin
hacer, la ropa limpia humedeciéndose en la lavadora o la tarjeta de crédito al
descubierto en la primera semana del mes? De manera educada le pongo a mi mujer
en situación y ella me manda al carajo. Grita enfurecida una serie de
improperios que no merece la pena repetir y en cierto punto comienzo a asentir sistemáticamente.
Relajadamente le explico que no pasa nada por equivocarse, que hay que aceptar
la crítica sin más y pensar en mejorar. Fuera de sí, ella me manda al cuerno de
nuevo. Con gente que ni tan siquiera se plantea encontrar sus errores no merece
la pena discutir. Desolado ante la falta de crítica que veo a mi alrededor, me
cuestiono si la sociedad no se habrá equivocado al eliminar de su vocabulario
la palabra autocrítica y si la R.A.E. no habrá tomado su decisión a la ligera.
En cuanto a mí, firme defensor y practicante de la
autocrítica, sólo puedo decir que soy una persona de lo más normal, consciente
de mis errores, como los demás. Acepto que no soy perfecto, al igual que todo
el mundo. Soy una víctima más del injusto sistema. Celebro y critico a partes
iguales, por tanto, la abolición de la autocrítica.
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