No
recuerda cuándo, pero hace tiempo que notar aquellas garras hundiéndose en su
piel, la sangre fundirse con el sudor, se convirtió en algo habitual. Callaba. Sabía
que era mejor no decir nada y así descubrió cierto alivio placentero. Pasó por
alto que aquellas manos quedaran permanentemente grabadas en su cuello
conduciéndole a la asfixia. No había palabras. Debía aguantar todas las
envestidas de su amo con agradecimiento. Le abofeteaba y le escupía mientras le
recordaba con furia que no era más que otra puta a su servicio. Aquellos ojos
brillaban al ver su cuerpo maltrecho y doblegado a la voluntad poderosa. Silencio.
Si no era él, otro estaría dispuesto a enmudecer. Silencio.
Silencio
del que se aprende a gritar.
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