Cuenta
la leyenda que en las tierras del sur se encuentra la ciudad de los vuelos. Todo
comenzó en uno de los primeros días de verano de hace muchos años. El intenso calor
asolaba las calles, convirtiendo a estas en desiertos de la humanidad. Los
ciudadanos más pudientes escapaban a las playas de otras ciudades cercanas,
mientras que los que menos tenían se refugiaban en sus casas desde que asomaba el
sol hasta que se ponía por completo.
Ante la falta de clientela, los comerciantes se veían
abocados a cerrar sus negocios durante el estío y abandonarse a la ruina. Por
su parte, los trabajadores del campo sufrían la ferocidad del verano, agravado
por la falta de lluvias en invierno y primavera. La fruta estaba seca y carecía
de cualquier tipo de sabor, las cosechas eran escasas y se preveía que las
próximas no merecieran tan siquiera ser recogidas. También los animales de las
granjas padecían en su piel la sequía y la constante lluvia de fuego. El canto
de los pajarillos se había apagado en busca de otros lugares.
A la vista de la gravedad de la situación, el alcalde
convocó a todos los vecinos a una importante reunión en el ayuntamiento para adoptar
un plan extraordinario. Algunos especulaban con la posibilidad de que anunciara
un sorteo para ir a la playa, otros con que instalara aire acondicionado en todas
las calles y los más soñadores que de las fuentes comenzase a emanar vino blanco
bien fresquito. Sin embargo, el alcalde dejó a todo el mundo boquiabierto: un
grupo de ingenieros había instalado unos motores que permitirían a la ciudad
echar a volar en ese mismo instante al encuentro de condiciones climatológicas más amables.
Según anunció el alcalde, en verano viajarían al hemisferio
sur a zonas de lluvia para poder regar los huertos y campos de alrededor, así
como poder disfrutar de una temperatura que les dejara hacer vida normal. Todo
los ciudadanos, incluidos los más soñadores, recibieron con entusiasmo la
medida y salieron del ayuntamiento respirando el aire de una brisa
sensiblemente más fría que de costumbre.
Una vez calmada la sequía, aprovechando su nueva capacidad
de volar, la ciudad puso rumbo a playas paradisiacas de agua cristalina y arena
fina. La gente estaba más animada, los vecinos se saludaban con efusividad y
las calles se contagiaban de una alegría generalizada. Además, se crearon
nuevos puestos de trabajo debido a la gran cantidad de turistas atraídos por la
ciudad de los vuelos y los negocios funcionaban a pleno rendimiento. De los
campos salían frutos más sabrosos que nunca, los animales de la granja sonreían
y se reproducían más que de costumbre y una agradable algarabía de pájaros se erigía
como música de fondo. En poco tiempo, la ciudad de los vuelos se había transformado
en la ciudad de los sueños.
Al llegar el crudo invierno, la ciudad se dirigió hacia
zonas templadas. Sin embargo, durante el viaje, el mecanismo de vuelo se detuvo
por una avería y la ciudad se vio obligada a aterrizar en una zona desapacible.
Se trataba de una aldea de características y costumbres muy distintas a las que
la ciudad estaba acostumbrada. El hambre, la enfermedad, la falta de recursos y
la pobreza se palpaba en la mirada de su gente, en la erosión del adobe de sus
casas o en la extremada delgadez de sus reses. El alcalde recomendó a sus
vecinos que se encerraran en sus casas y la desconfianza se arraigó en la
ciudad de los vuelos. A través de las ventanas, sus habitantes miraban con inquietud
y miedo a los aldeanos de aspecto desgarbado, lengua incomprensible y oscuros rituales.
El tiempo transcurría, los ingenieros se negaban a salir de
sus casas para reparar el dispositivo y la ciudad de los vuelos se sumía en el
absoluto caos y la falta de agua, alimentos y medicinas. Las cosechas se habían
perdido y en vez del hermoso cantar de pajarillos, se oían los graznidos de
buitres que acudían al festín en las granjas abandonadas.
Desesperados, algunos vecinos decidieron echarse a las
calles para exigir una solución al alcalde, pero éste ya había huido
aprovechando el encierro de sus vecinos. Conscientes de la situación crítica
que atravesaban sus inesperados visitantes, los aldeanos se pusieron de acuerdo
para poner a su disposición los pocos recursos con los que contaban. Mientras
el motor de vuelo era reparado, la desconfianza y el miedo comenzaron a volar
de la ciudad. Sin apenas entenderse, propios guiaban a extraños hacia pozos y fuentes,
niños de pieles distintas jugaban juntos y a la noche todos se reunían para
compartir danzas y canciones.
Finalmente, los motores volvieron a funcionar, los
ciudadanos se despidieron agradecidos de los aldeanos y la ciudad voló al lugar
que le correspondía para siempre. Aunque inapreciable de forma física, aquel
vuelo contó con menos carga que los anteriores. Carga que había echado a volar en
aquella aldea para no volver más.
Cuenta la leyenda que tras aquel suceso, todo forastero es
bienvenido sin distinción de raza, cultura, creencia o lengua a la ciudad que,
aun sin motores, es capaz de volar. La ciudad de los vuelos.
Cuento escrito en el magnífico Taller Escríbe Mucho.
Me ha parecido un relato genial, es un buen reflejo de lo que se cuece en las sociedades de hoy. Ojalá la realidad tuviese un final tan esperanzador cómo el de tu historia. Un fuerte saludo!
ResponderEliminarTristemente, los cuentos es uno de los pocos resquicios que quedan para soñar con un mundo mejor. Muchas gracias por pasarte a aportar y leer! Mil saludos!
EliminarPrecioso! Me ha encantado tu historia, la forma en la que lo describías todo y sobre todo como describes el sur, nuestra tierra. Era como si formara parte de ello. Ojalá en la vida real la gente dejara atrás el racismo y las diferencias. Evolucionamos muy lentamente por desgracia.
ResponderEliminarBuenas Fátima,
Eliminarme alegra enormemente que el relato te haya levantado un poco los pies del suelo y soñar con esa evolución.
Un placer!