Cada
día que pasa se hace más evidente un secreto diabólico: la R.A.E. ha borrado de
su diccionario la palabra autocrítica. Según sus miembros, la institución, que “tiene como misión principal velar por que
los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las
necesidades de sus hablantes”, ha procedido a eliminar el término al haber
quedado en desuso. Fuera del debate de si es o no una buena decisión a nivel
lingüístico por aquello de conservar la identidad y riqueza del idioma, lo
cierto es que la supresión de la autocrítica supone un alivio para una gran
parte de la ciudadanía, independientemente de su condición social. De esta
forma, no sólo se permite, sino que está bien visto afilar el morro sin ningún
tipo de pudor para disparar dardos dialécticos contra todo y todos.
Aunque existe un despreciable riesgo de molestar a otras
personas con reproches bienintencionados, infundios sin malicia o cariñosos insultos,
no hay que perder de vista que todos los cambios se hacen para bien y éste no
podía ser menos. Metiendo el dedo en el ojo de los demás, señalando sus
errores, cuestionando decisiones sensibles, conseguimos disimular las miserias
propias, ventilar la mierda del de enfrente para que la nuestra parezca eau de rochas y lo mejor de todo: pasar
por seres pluscuamperfectos que nunca se equivocan, que fueron tocados por una
varita divina en algún momento de sus ejemplares vidas y que aguardan turno
para la beatificación o ascender al mismísimo Olimpo.