Como
símbolo de cambio y ondeada por brisas de aire fresco, se alza la bandera del
diálogo y la pedagogía. Son estos los pilares sobre los que se asienta un nuevo
período, un período de prosperidad e ilusión que, se espera, enterrará las desavenencias
y los errores pasados. Los que ensalzan este talante afirman que resulta enriquecedor
el intercambio de ideas y argumentarlas con rigor, ser profundo a la vez que conciso
y tratar, en la medida de lo posible, de cimentar un criterio coherente. Para
dar validez a los juicios emitidos, emerge la valía de la información objetiva
y contrastada por fuentes fiables, no dejarse engatusar por titulares
tendenciosos y ajustar el tono y las formas a lo políticamente correcto, al
sosiego y al respeto.
Por si esto no fuera suficiente, es imprescindible atender a
opiniones diferenciadas con una actitud abierta y empática. No basta mostrar
cierto interés por las posiciones ajenas, asintiendo repetidamente en silencio
con una sonrisa cortés a la espera del turno de réplica; sino que también hay
que interiorizar las nuevas opiniones por disparatadas que estas sean,
confrontarlas a las nuestras con espíritu crítico en pos de encontrar el camino
de la verdad y la razón. Un camino del que los más optimistas del lugar,
rozando la utopía, se atreven a describir como el único posible para alcanzar
el sueño de la libertad.
Pues bien, a todos los creyentes de esas teorías y a los que
pretenden convertirse a ellas para adaptarse a los nuevos tiempos, ya sea por
inercia, aburrimiento o placer, he de advertirles con toda la humildad que me
contempla, el respeto que siento por sus convicciones y el noble sentimiento de
justicia moral que me embriaga, que son ustedes unos meros ilusos, que no
tienen ni pajolera idea de nada, que sus cándidas intenciones han sido
prostituidas para engañarles vilmente. Además, sin ánimo de ofender, les
aconsejaría que se arrodillasen ante mí y que abrazaran la doctrina verdadera y
el único camino a la felicidad y el bienestar individual: el no porque no.
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Para ilustrar esta idea y acabar de convencerles –aunque intuyo
que las incontestables razones expuestas hasta este punto debieran ser
suficientes– les voy a narrar las aventuras y desventuras de l’Alfred Menys, un joven idealista
educado férreamente en los principios del no
porque no. Su épica historia evidencia el asombroso poder de la negación
absoluta para la conquista de las metas que uno se proponga, aunque sean severamente
lejanas o aunque la torpeza colme de virtud al individuo. Queda constatada
también la inoperancia del diálogo, la deferencia, la cesión o la empatía,
actitudes de las cuales espero que el peso del tiempo acabe enterrando en lo
más profundo del olvido.
Por voluntad expresa de su padre, el Francesc Menys, l’Alfred
vino al mundo en la masía que la familia tenía ubicada en un majestuoso paraje de
l’Empordà. Lo primero que sintió l’Alfred en vida fue el agua del
Llobregat bullir dentro de la caldera metálica que había visto nacer a diez
generaciones de Menys. El Francesc
Menys y su esposa, la Teresa d’Orts, no
podían ser más felices. La mujer, ya entrada en años, había cumplido su sueño
de ser madre y así poder devolver una parte de todo su amor, satisfaciendo las
aspiraciones de un marido que le había dado todo cuanto podía desear. De esta
forma, el Francesc se aseguraba la sucesión
del negocio familiar, el cual había comenzado a dirigir recientemente. Estaba convencido
de que su hijo sería el eslabón que pondría a Tèxtils Menys en primera línea
mundial y en ello centraría todos sus esfuerzos.
Desde bien pequeño, l’Alfred
fue consciente de que algún día sería un hombre importante. A cambio sólo debía
acatar las órdenes de su padre. Éste le inculcaría la rectitud, la disciplina y
la cultura del esfuerzo empleando las mismas herramientas que, de forma astuta,
había utilizado su padre con él mismo: el no
porque no y el sí porque sí. No
porque no a jugar en el parque con otros niños, a dibujar tumbado en el suelo, a
ensuciarse la ropa, a repetir las tonterías que le hacían gracia, a reír a
carcajada limpia. No porque no a ser un niño. Sí porque sí a ir a misa los
domingos, a llevar la raya en el lado derecho, a callar cuando hablaban las
personas mayores, a asistir a clases de idiomas, conservatorio, ajedrez,
entrenamiento de tenis, equitación, kárate, campamentos con scouts y en los tiempos libres a repasar
el Misalito y leer la colección
entera de El Barco de Vapor. Sí
porque sí a ser un gran Menys.
Por su parte, la Teresa
se deshacía en atenciones hacia l’Alfred.
Le cantaba, lo bañaba, le sonreía, lo abrazaba, lo besaba, lo mimaba y le
acariciaba hasta casi desgastarlo. También le constentía algún que otro
capricho sin importancia como pedir un helado justo antes de comer, instalar una
televisión en su cuarto, cocinarle todo lo que a él le gustaba, no ir a clase
porque tenía unas décimas de fiebre, comprarle la tecnología más moderna y más
cara, tirar petardos en el inodoro o ir montado a caballo al colegio. En poco
tiempo, la Teresa se percató de que
ya no podría decirle que no a l’Alfred,
ya que éste encolerizaba, se hinchaba a llorar y a gritar, con la cara
enrojecida y la respiración agitada, haciéndole pedazos su delicado corazón.
En aquel tiempo las cosas iban mejor que nunca en la
fábrica: habían comprado una maquinaría extranjera que doblaba la producción
con la mitad de capital humano. Sin embargo, el Francesc no se contentaba, quería más, más y más, así que pidió
diversos créditos para expandir el negocio. También aprovechó la ocasión para
comprar un palacete en la zona más cara de la ciudad, un par de coches de lujo
y un yate. L’Alfred cambió de colegio
para ir al mejor de la ciudad, y por tanto el más caro, al que asistían hijos
de futbolistas, políticos, nobles, toreros, famosetes
y los hijos de la gente de bien en general. Mientras tanto, el saldo de la
tarjeta de crédito de la Teresa
aumentaba de la misma forma que el tiempo que pasaba de compras o haciendo vida
social, gintonic en mano. Solía
reunirse con mujeres de bien que charlaban sobre temas de bien tales como la
pereza y la bajeza social del servicio doméstico, cotilleos de altas esferas o joyerías,
boutiques y centros de estética para
gente de bien.
Todo marchaba a las mil maravillas, pero el Francesc quería más, más y más y se
le metió entre ceja y ceja la idea de aumentar la familia a toda costa, poder
así reforzar la imagen de cabeza de una gran familia y disponer de nuevos y
robustos brazos que sostuvieran el negocio. A pesar de las reservas de la Teresa, que bordeaba los límites impuestos
por la biología, no había forma de decir que no a nada que el Francesc se propusiera. De esta forma, hacían el amor
religiosamente todas las noches sin ningún tipo de pudor, compasión,
consideración, ni tacto. En uno de aquellos actos, la Teresa se dio cuenta de que odiaba con todas sus fuerzas a aquel
oso peludo y sudoroso que tenía por marido. Descubrió que le repugnaba que la
tocara con sus despiadadas garras, sentir la humedad de sus codiciosas babas y comenzó
a meditar un plan para escapar junto a l’Alfred
y emprender una nueva vida en un país distinto.
Cuando todo estaba listo para la huida, con l’Alfred rebosante de ilusión por
conocer las pistas de esquí de Grandvalira, de repente la Teresa empezó a sentirse muy débil y a sufrir unas náuseas que
no podía contener. Abrazada a la taza del wáter advirtió que estaba embarazada
y maldijo su suerte, al futuro retoño, pero sobre todo al Francesc. Con aquel
panorama, la independencia debía esperar un tiempo. Finalmente, el embarazo se
tradujo en dos niños y una niña: Lucía, una niña de mofletes graciosos y aficionada
a la siesta; León, un niño frío y amante de las morcillas de cebolla y arroz; y
Aarón, un chico robusto con predisposición para las jotas. Los nombres habían
sido impuestos por el Francesc que,
de paso, decidió aprovechar la visita al registro para cambiar el suyo y
rebautizarse como Francisco. Creía que de aquella forma se haría respetar en
las altas esferas donde cada vez estaba más y mejor valorado. Además, interpretando
la frialdad y la hostilidad creciente de la
Teresa, Francisco tomó la iniciativa de cederle mayor autonomía e ingresarle más
crédito en sus cuentas.
Entretanto, ajeno a aquellas asperezas, los valores del no porque no se asentaban en la cabeza
de l’Alfred Menys. Influido por un grupo
de jóvenes descarriados, pedía a sus padres que le dejaran salir de fiesta
hasta altas horas de la madrugada. Tentado por las diabólicas curvas de sus
compañeras, quería quedar con otras chicas para ir al cine, pasear, cenar y
descargar su pubertad. Corrompido por las estridentes melodías de guitarras
eléctricas, sugirió que le permitieran ir a conciertos de música rock. Y, por
último, seducido por la modernidad y la popularidad que daba lucir piercings y
tatuajes, l’Alfred comentó la
posibilidad de hacerse un tatuaje en el brazo con un corazón que tenía inscrito
“Amor de la meva mare” y un piercing
en el glande. Pero se encontró el no como respuesta, apostillados por sendos porque
no, acompañados de una merecida tunda en función de la inmadurez de sus
propuestas.
Consciente de las necesidades y los deseos de su hijo mayor
de edad, procurando garantizarle lo mejor, Francisco matriculó a l’Alfred en una de las business schools más prestigiosas, y por tanto más caras, de los EEUU. Al
haber obtenido unas pésimas calificaciones durante un bachillerato aprobado
mediante sobornos, además de pagar los varios centenares de miles de matrícula,
el empresario tuvo que abonar un extra como compensación de admisión tras las
mediaciones de un contacto en el ministerio, el embajador, el obispo y un par
de jóvenes exuberantes que bailaban de forma sensual en la barra del bar que Francisco
solía visitar tras la jornada laboral.
En su época de estudiante en los States, l’Alfred eligió
la vida que siempre había deseado tener y nunca le habían permitido: salía
todas las noches a quemar las discotecas, bebía hasta olvidar quién era, iba a
salvajes conciertos de punk, heavy, metal y hardcore,
follaba hasta que se le caía a trozos, se quedaba dormido en portales, se hizo
varios tatuajes con frases trascendentes como “Fuck Love” o “Only God Can
Judge Me”, calaveras incendiarias y símbolos divinos de los cuales desconocía
su significado o procedencia. También se agujereó orejas, nariz, cejas, labios,
lengua, glande y testículos, aunque este último se lo tuvo que cerrar debido a
una severa infección. L’Alfred era más
feliz que nunca, era el puto amo, nadie lo podía parar. Nadie le podía decir
que no.
Mientras tanto, la familia Menys-d’Orts se resquebrajaba. El
déficit galopaba descontrolado por las cuentas de Tèxtils Menys, amenazando con
sumir en la bancarrota al negocio. Los despidos y las huelgas se habían ido
sucediendo, mientras que los acreedores y los clientes comenzaban a estar
hartos de las falsas promesas de Francisco. Gran parte de aquella situación era
debida a la insostenible expansión del negocio y al sueldo astronómico de su
líder, del cual su mujer disponía de un 3% extra. A expensas de su marido, el
cual hacía la vista gorda a la comisión, la
Teresa enviaba este dinero a un paraíso fiscal, el cual le serviría para afrontar
su fuga definitiva junto a un banquero de aquel país del que se había enamorado
de la noche a la mañana, recobrando la ilusión de vivir. Francisco,
completamente frustrado y desesperado, se pasaba las horas encerrado en un club
esperando a que las cosas volvieran a su cauce normal sin hacer gran cosa.
Estaba convencido de que su hijo sabría cómo gestionar aquella crisis y que todo
se solucionaría cuando llegara de EEUU y aplicase sus conocimientos. Lucía,
León y Aarón crecían abandonados a su suerte, yendo sucios y con la ropa despedaza
al colegio, rebuscando entre los contenedores de una conocida empresa de comida
rápida para subsistir. Lucía, la aparentemente más espabilada, empezó a echarle
las culpas a su madre que, además de no trabajar y pasarse el día de compras,
nunca se había preocupado por ellos. El resto de hermanos asintieron y se
desencadenó una animadversión irreversible hacia su propia madre.
Aunque, sin lugar a dudas, lo peor de que las cosas vayan
mal es que puedan ir todavía a peor. De esta forma, todo estalló cuando Francisco
recibió una carta en la que se le advertía que su hijo llevaba sin presentarse
a clase durante dos cursos y que, con todo el dolor de su corazón, debían
expulsarlo. El sufrido padre enfureció y trató de reclamar el importe de los
estudios, pero le respondieron que, con todo el dolor de su corazón, en virtud de
las estrictas normas de la business
school, aquello resultaba imposible. Como compensación, le devolvieron una gran
parte en acciones de un valor seguro: Lehman
Sisters.
Poco después de que su padre le cortara el grifo, l’Alfred no tuvo más remedio que volver
a casa y aceptar que debía afrontar sus responsabilidades. Fue en el largo
trayecto de vuelta en barco –ya que no disponía de dinero para tomar otro medio–
cuando el joven urdió su plan maestro: se independizaría. A pesar de su nivel
de enfado y frustración, así como la dura reprimenda que tenía preparada, la
noticia hizo pedazos a Francisco. Sereno, sin disimular la rabia, le contestó que
aquel niñato en el que había invertido tantos esfuerzos, dinero y tiempo no
tenía ningún derecho a proponer, ni decidir, ni casi hablar sobre su futuro. Su
futuro, bramó, lo decidiría él. Para más inri, aunque sólo fuera por hacerle la
puñeta a su marido, la Teresa apoyaba
con todas sus energías al muchacho y estaba convencida de que esa era la única forma
de poder ser libre. Aprovechando un momento de flaqueza de Francisco, quien
estaba al borde del infarto, anunció que ella también se independizaba. No
quería saber más de la familia. Consecuentemente, presentó un documento en el
que renunciaba a sus derechos como madre y la demanda de divorcio.
Para Francisco, divorciarse de aquel carcamal no suponía
ningún problema, sino más bien un alivio. En cambio, no podía permitir que su
hijo se marchara justo en ese delicado momento y dividiera a la familia. Todavía
conservaba esperanzas de poder introducirlo como currela en la fábrica y que
algún día heredara el negocio. Además, tenía la sartén cogida por el mango: l’Alfred era un completo inútil, no
encontraría trabajo y no disponía de ni un céntimo para independizarse. Sabía
que el reto que le estaba proponiendo era ficticio. Así que, empleando la efectiva
retórica del no porque no, destruyó
sus planes alegando un supuesto decreto inviolable entre padres e hijos. Prosiguió
anunciándole que al día siguiente se incorporaría a la plantilla de Tèxtils
Menys y que gran parte de su sueldo iría a parar a la familia. L’Alfred bramaba en silencio y su sangre
hervía. No podía rechazar las condiciones de su padre, ya que así lo establecía
el supuesto decreto, pero su pulso separatista no se había visto mermado, sino
que había resultado fortalecido.
Ya sin la Teresa, Francisco
y su no porque no se erigieron como
modelo para el resto de sus hijos, quienes se habían posicionado de su parte.
Esta actitud se agravó con el tiempo cuando l’Alfred
tomó la postura de criticar deliberadamente a su padre al espoliarlo y repartir
el dinero que ganaba con el sudor de su frente entre el resto de sus hermanos,
los cuales no producían ningún beneficio para la casa. Por otro lado, el
negocio familiar tuvo un inesperado golpe de suerte. Unos inversores alemanes
compraron la fábrica, haciéndose cargo de todas sus deudas y asegurando su
viabilidad. A cambio, Francisco, en su papel de presidente títere, debía
gestionar un fuerte número de despidos, rebajar los sueldos de los afortunados
trabajadores, abaratar el coste de los productos y recortar la calidad de las
materias primas. La plantilla llevó a cabo una serie de protestas violentas contra
Fransico, al que incluso agredieron cuando paseaba por el centro de la ciudad,
que fueron brutalmente reprimidas por las fuerzas y cuerpos de seguridad de
Francisco. De este modo, con la fuerza del terror, la fábrica se convirtió en
un lugar seguro y apacible.
El despido de l’Alfred
era de los más económicos, pero ser el hijo del jefe le bastó para continuar en
plantilla. Aunque de carácter reivindicativo e implicados en las protestas, también
habían conservado su puesto l’Oriol
Fanegues i l’Antonio Cupaire. Ambos
se convirtieron en compañeros inseparables de l’Alfred. Cada uno a su manera, comenzaron a demostrarle que conseguir
el derecho a la autodeterminación era más sencillo de lo que creía. Según
comentaban, el supuesto decreto no era más que una falacia que oprimía a los
individuos que anhelan su propia libertad. Los dos trabajadores aconsejaron a l’Alfred que debía marcharse de casa y
buscar un nuevo empleo. L’Oriol creía
que debía dejar claro a su padre los motivos de la independencia sin redoblar
su pensamiento e iniciar una desconexión progresiva con sus lazos familiares;
mientras que l’Antonio argumentaba
que debía independizarse por las bravas puesto que su padre era un explotador y
un opresor al que no le debía nada, y nunca podría alcanzar una personalidad
propia y plena junto a él. Aquellas tesis calaron hondo en l’Alfred, quien las repetía para sí mismo una y otra vez hasta que
se convenció de que eran su única salvación.
A finales de año, los tres se independizaron a un piso viejo
de un barrio popular. Dejaron el trabajo en la fábrica para emprender un
humilde negocio de camisetas con mensajes reivindicativos, después lo
transformaron en uno de moda importada de Asia y finalmente lo traspasaron a un
kebap donde los tres trabajan ahora
felices. En la consecución de la soberanía, l’Alfred
empleó sutilmente el abanico argumental del no
porque no de la misma forma que le habían enseñado. Por su parte, Francisco
era feliz con el anhelo de que los alemanes conseguirían llevar a Tèxtils Menys
a la cima, mientras se convencía de que era un padre ejemplar y de que sus
hijos crecían felices, a pesar de todas las calamidades que habían sufrido. La Teresa también era feliz, a pesar de
que su amante la había abandonado adueñándose legalmente de sus ahorros y de
que su exmarido le había demandado por haberle tomado el 3% de comisión. Por
suerte era demasiado anciana como para temer ir a la cárcel. Se contentaba con
las noticias que recibía de su hijo Alfred, que de vez en cuando le escribía
contándole que aquello de la independencia había resultado un éxito y que pronto
la empresa podría desbancar a la de su padre, además de otras heroicas hazañas.
Así que como conclusión, la historia de l’Alfred Menys muestra que el no
porque no resulta una doctrina efectiva para alcanzar los objetivos que cualquier
persona se pueda plantear en la vida. Independientemente de que haya un
conflicto de intereses, la aplicación para cada una de las partes de dicha
estrategia acarrea el éxito para las mismas. Sin malgastar saliva, sin perder
el tiempo, sin calentar la mente, sin frustraciones, sin gotas de sudor que
arden por la espalda, sin incoherencias, sin molestar a nadie, sin fisuras, sin
miedos y sin vergüenzas. Basta decir no
y si preguntan, contestar porque no.
Corrección de Lis Gaibar.
Viniendo de los comentarios de ElDiario.es, y viendo como tu blog tiene pocos o ningún comentario (¡por qué será!), por pura lástima y misericordia he decidido entrar al trapo y leer tu relato, pesado, que eres muy pesado, a ver si este "No porque no" es realmente una "disparatada visión sobre la independencia catalana". Tras leerlo de cabo a rabo, y créeme que ha sido un duro esfuerzo aguantar este tostón hasta el final, puedo afirmar con conocimiento de causa que:
ResponderEliminar1) Estoy seguro de que tu madre o abuela alguna vez te dijo que eras gracioso y que escribías muy bien y que podías dedicarte a esto. Mintió. Como una perra. Eres terrible, y lo último que necesita el mundo es otro escritor fracasado que se cree que puede dedicarse a esto. El mundo de la literatura ya está lo bastante embarrado como para que encima entres tú creyéndote un Eduardo Mendoza de la vida. Dedícate a otra cosa. No vales para esto.
2) No tienes ni puta idea de cultura catala, y tu relato se pierde bajo toneladas de supuestas gracietas, todas ellas derivadas de la archiconocida "Auca del Senyor Esteve". Tampoco pareces tener ni puta idea de lo que está pasando ahora en Catalunya, ni se te ve demasiado informado, ni en general tienes la más mínima gracia ni pareces conocer el significado de las palabras "ironía" o "sarcasmo". Ver punto 1: dedícate a otra cosa.
3) Por último, decirte que, aunque es un error muy común en iletrados semianalfabetos que se creen escritores (vamos, gentuza como tú), acumular muchas palabras no constituye una frase, y escribir muchas palabras grandilocuentes no equivale a ser un escritor, ni siquiera un escritor aficionado de mierda, categoría esta que esté totalmente fuera de tu alcance.
Con todo el cariño del mundo, te sugiero que borres este blog y dejes de molestar al mundo con tus estupideces.
¡Muchas gracias por tu aportación!
EliminarEstaba acabando de montar la estantería para guardar a medio plazo el Premio Planeta y a largo el Nobel. ¡Craso error! Suerte que me has ayudado a comprender que soy un inútil y semianafalbeto, ahora el mundo estará un poco más tranquilo.
Agradezco tus recomendaciones sosegadas y tus amables prejuicios, las tendré en cuenta, pero yo no he engañado a nadie: esto se trataba de una infame e innecesaria reflexión de un fracasado gentuza como yo.
Con todo el cariño del mundo, espero que sigas iluminando al mundo. El mundo necesita luz e iluminados que la sepan llevar a oscuros rincones como éste.
PD: Eduardo Mendoza está muy sobrevalorado. Te lo digo con sinceridad, que me paga para hacerle de negro y hablar bien de él. Luego, claro, es muy difícil no creérselo.
Tu bagaje cultural y educativo lo has dejado patente en esta intervención. Nada que no se pudiese esperar de un nazionalista como tú. En la zahúrda donde te criaron no existían tratados sobre urbanidad.
EliminarSaludos.
Se llama ironía: consiste en lanzar aros.
EliminarGracias por los calificativos. Como soy analfabeto no sé muy bien que significa zahúrda, pero suena bien. Me lo apunto para expandir los límites de mi lenguaje delicado, harto pomposo.
"Entre las grietas de mis manos ahondan zahúrdas salvajes que gritan al viento canciones que hablan de esperanza y libertad. En ellas me revuelco en el barro, chapoteo con mis hermanos, mientras los urbanos me echan sus sobras en forma de pienso. Que yo nací marrano, que no quiero salir de mi zahúrda incivilizada; que puedes quedarte con tu ciudad y sus ciudadanos, mirarme burlón desde arriba, azotarme y lapidarme que yo quiero seguir siendo marrano".
Repito, ironía: consiste en lanzar aros.
La que estás liando por aquí, pollito...
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