Somos
estúpidos, pero, aun así, entrañables. Aunque todavía se desconoce el verdadero
motivo y haya multitud de controvertidas teorías, todos los seres hemos sido
agraciados con una existencia. Según cómo se mire, esta puede ser más o menos
interesante, dinámica, exitosa, divertida, vital o personal. Sin embargo, en muchas
parece repetirse un rasgo común que se expande como una plaga: el esfuerzo por
demostrar que nuestra existencia, por mísera que sea, es un circo de cinco
pistas donde el ilusionismo, el espectáculo y las piruetas imposibles se
suceden de forma magistral ante el asombro del público. Afortunadamente, aún conservamos
intacta la elección entre pagar y aplaudir hasta que las ampollas pudran
nuestras manos, o bien liberar a las desdentadas fieras e incendiar la
fanfarria antes de que esta termine por desmoronarse y enterrarnos
definitivamente.
A pesar de la inmediatez y la amplitud casi infinita de
contenidos y servicios que ofrecen las redes de la tecnología, estas parecen
propagar el caos sin ningún tipo de remordimiento y, en contra del pensamiento
general, aprietan los grilletes hasta coartar cualquier tipo de espontaneidad o
atisbo de libertad. Mismamente, un humilde servidor fue víctima crucificada por
el sistema, pero hoy, con las marcas de los clavos en las manos aún abiertas, puedo
dar testimonio que aporte luz a este túnel.
En los últimos tiempos, mi profesión de banderillero –aquel
que con suma precisión perfora los encurtidos en vinagre mediante un palillo
de madera– me ha obligado a atravesar el país de punta a punta. Tras infinidad
de viajes incómodos en autocares que paran en todos los pueblos y aldeas que
encuentran a su paso, hacer autoestop, introducirme en cámaras frigoríficas o
bien agazaparme en remolques de transporte de ganado caprino, me decanté por un
servicio de economía colaborativa. Dicho servicio permite enrolarte en un viaje
privado que comparte tu destino a cambio de un precio módico y una pizca de
simpatía. Después de los recelos iniciales, me convertí en un usuario acérrimo
y entusiasta. Intercambiaba risas y profundas reflexiones con el resto de usuarios;
animaba a conocidos y familiares a que lo utilizaran a través de amables
amenazas a punta de navaja; compraba todo el merchandising oficial; e, incluso, asistía a los eventos que
organizaba la empresa. He de confesar que hasta alguna vez hice un uso a
posteriori poco moral a la par que lúdico y festivo.
Sin embargo, en mi último trayecto desde mi pueblo, Torre
Estiércol, a Abrevadero del Porcino pude dar cuenta de la amarga y
desconcertante realidad. Éramos cuatro: un conductor de mediana edad y aspecto
elegante, una señora con apariencia de haber disfrutado plenamente de la buena
vida y una traveller de una
procedencia que obviaré para preservar su identidad, remarcando sólo su afición
por la samba y la caipirinha. El
viaje echó a rodar con el clásico esquema: unos tímidos saludos, una rápida
ronda de presentación, alabanzas al servicio y un acalorado debate sobre el
despotismo de la empresa al cobrar tasas abusivas que permitan garantizarle un
mínimo funcionamiento. Luego se hizo repaso del elenco de anécdotas que todo el
mundo ha escuchado no menos de cien veces y que nadie sabe de alguien que las haya
vivido. A saber: uno que se fugó sin pagar, una funeraria que usaba el servicio
con el cliente fallecido como pasajero, una pareja de exnovios que se
rencuentran en un Cádiz-Barcelona, un viaje que derivó en una orgía en un área
de servicio, Elvis Presley viajando de resaca de Benidorm a Marbella en
bermudas hawaianas… Nada fuera de lo normal. Lo típico.
Cuando se había cimentado un clima de sincera confianza y
amistad de toda la vida, a falta de unos quinientos kilómetros para llegar a
Abrevadero del Porcino, atrapados en un atasco, con un calor infernal y sin
aire acondicionado, llegó la fase que podríamos denominar como striptease. Motivados por un arrojo de
exhibicionismo cuanto menos discutible, los pasajeros comenzaron a desnudarse
sin previo aviso. Aunque yo estaba abstraído en mi nueva y revolucionaria
creación –la banderilla con doble aceituna–, no pude evitar sentir un poco de
curiosidad y escuchar atentamente.
Con ojos emocionados, la traveller
narraba anécdotas sobre su viaje que jamás uno podría haber sospechado: maratonianas
visitas a galerías de arte, moderadas ingestas de sangría, hombres que se
deshacían en delicadas atenciones hacia ella y la invitación de otros travellers a visitar Francia, Gibraltar,
Liechtenstein, Turkmenistán, la Antártida y Corea del Norte. Por su parte, con
tono solemne, la señora de bien se decantó por describir las imponentes
relaciones que su llana familia mantenía desde la Edad Media con la nobleza y
la realeza patria. Acentuado su predilección por las peteneras, en la segunda
parte de su striptease centró su
relato en las modestas aspiraciones de sus hijos. El mayor había rechazado una
oferta de bróker en Barclays para ultimar
la apertura de un after chic en
Puertobanús, mientras que el pequeño estaba negociando su pase al Manchester
City por orden expresa de Pep Guardiola. Finalmente, procedió a arrancarse las
bragas y el sujetador de mercadillo figurado con una jugosa y aterradora confesión.
Al parecer, una fuente fiable había revelado a su marido –hombre de altas
esferas– que si el Partido Morado ganaba las elecciones se prohibiría la Semana
Santa y la Navidad, además de realizarse sacrificios públicos de niños recién
nacidos en honor a Marx, Che Guevara, Lenin, Chávez, Stalin y Bolívar.
Quise cuestionar este último punto, pues juraría haber
escuchado de otras fuentes fiables que el Partido Morado también pensaba obligar
a celebrar el Ramadán, cuando el elegante conductor decidió que era turno de ir
deshaciéndose de toda prenda y dejar al aire un cuerpo, que creía, muy bien
esculpido. A tenor de sus palabras, se podría afirmar rotundamente que su vida
era una mezcla entre la de una estrella de Hollywood y un escritor de libros de
autoayuda de reconocido prestigio. Una especie de Brad Pitt castizo que se
transforma a su antojo en Albert Espinosa. El sujeto sostenía tener un sueldo incapaz
de estimar sin calculadora científica; un apartamento que para recorrerlo de
punta a punta se precisaba de varias horas y vehículo motorizado; estar
invitado a fiestas con lo más granado del país, en las que todo el mundo lo
conocía por ‘El Titi’; y una flota de automóviles imperial. Lo cierto es que me
resultaba extraño que hubiera escogido el más destartalado de la flota para la
ocasión, pero enseguida olvidé mis reservas sumido en otros fascinantes relatos
sobre exnovias que aparecían en televisión, recuerdos de cuando fue campeón
juvenil de tenis, waterpolo, judo y petanca el mismo año o la última vez que
salió a cazar venados con ballesta junto al emérito monarca. Deseaba
interrumpir el discurso con un respetuoso y sincero nos importa una mierda, pero, para mi asombro, descubrí que el
resto de pasajeras lo escuchaba con inquebrantable admiración.
Faltaban tan sólo cincuenta kilómetros para llegar a nuestro
destino, cuando el conductor me preguntó con aires de suficiencia que a qué me
dedicaba y por qué me dirigía a Abrevadero del Porcino. En ese momento, empecé
a sentir sudores fríos, el corazón quería salir disparado y en mi cabeza un
tumulto de ideas chocaba entre sí. Pensé en decir la verdad, que era un humilde
banderillero que iba al congreso nacional de encurtidos a presentar mi última
creación. Sin embargo, un instinto salvaje me sacudió invitándome a no ser
menos que nadie. Así pues, caí en la tentación de edulcorar un poco mi vida.
Revelé que tenía un oficio vital para sostener la paz del
país y que iba camino de una importante reunión. Ávidos de saber, el resto de
tripulantes me tiró de la lengua hasta límites insospechados, y proseguí mi
historia confesando que era el líder de una importante banda de crimen
organizado y que me iba a reunir con un hombre cercano al gobierno para un
intercambio de armas que guardaba en mi maleta. Instantes después, sorprendidos
por la relevancia de mi persona, se hizo en el coche un silencio placentero que
se prolongó hasta el final del viaje.
Aunque no lo llego a comprender muy bien, al poco de bajar recibí
un mensaje que anunciaba la cancelación de mi cuenta de usuario. Por suerte, no
pensaba hacer nunca más uso del maligno servicio.
Ahora, rescatado de ese mundo plástico, viajo hacia mi
pueblo, Torre Estiércol, en un modesto autobús entre anónimos, con un reconfortante
silencio sólo interrumpido por agradables ronquidos y flatulencias, mientras
anuncio en todas mis redes sociales que mi banderilla con doble aceituna ha
sido elegida para ser servida en restaurantes de más de tres estrellas Michelín
por todo el mundo. O en el tugurio de la esquina, qué más da.
Finalmente Blablabluf pasa a formar parte del universo literario, ya era hora...! ;) Gracias por las risas y el ingenio. Me quedo con ese banderillero profesional, personaje donde los haya, pero tengo mis dudas sobre la señora viajando en blabla... ¿Será que no he usado el servicio lo suficiente para toparme con ese perfil? Aunque después de leer esto no sé si lo usaré mucho más... O puede que haga como un amigo mío, que finge no entender el idioma y se pasa el viaje roncando... ;)
ResponderEliminarBuenas Cristina,
Eliminaryo te animo a seguir utilizando el servicio, aunque he comenzado a escribir a los conductores para ver si me dejan montar en el maletero. Ya contaré mis vivencias desde la oscuridad.
Miles de gracias por leer y comentar, Cristina. Saludos!!