Ir
de congreso es una aventura comparable a convivir con una tribu de la selva
africana.
Cargado de ilusión, con ganas de
aprender y compartir mi humilde conocimiento, empaqué mi petate y crucé medio
país y parte del extranjero en avión, tren, autobús, blablacar y, finalmente,
autostop en un camión cargado de ganado porcino. Al llegar a la ciudad del
evento, diluviaba a cántaros y el lujoso hotel que me había reservado la
organización, estaba localizado en lo alto de una colina, a una media hora de
distancia a pie. Completamente empapado entré en la recepción. Allí me
indicaron que, a pesar de contar con unas encantadoras vistas de la frondosa
región, mi habitación estaba situada en el sótano debido a un percance de
última hora. Además, me avisaron de que como el armario de mantenimiento estaba
situado en mi habitación, el conserje, el jardinero y el servicio de limpieza
podrían entrar a cualquier hora del día o de la noche a mi habitación. El
cuartucho no tenía ventanas y no cesaba el estruendo de los comensales
revoloteando por el salón. El colchón estaba tan vencido que me recordaba a una
de las colchonetas donde saltaba de niño en la feria de mi pueblo.